Para Jose, un millón
y medio de veces.
Hacía cuatro meses (exactos) que nos habíamos despedido cuando apareció
en los periódicos el obituario de Philip Roth. Recordé una entrevista suya que
encontré mientras leíamos juntos uno de sus últimos libros, Elegía, una
novela solipsista y horrible sobre el dolor de orinar a los 80 años. En la
entrevista decía: Me aterra el vacío. No estar vivo, así de simple, no
sentir la vida, no olerla. Pero la diferencia entre hoy y el terror a morir que
tenía cuando era niño es que ahora tengo una especie de resignación hacia la
realidad. Ya no se siente como una enorme injusticia que yo tenga que morir.
Pensé, inmediatamente, en ti, en todas las pequeñas injusticias que rodeaban el
dato básico de que no podía correr a decirte mira, ya viste: se murió Philip
Roth.
*
John Ruskin llamó falacia patética al vicio romántico de
proyectar el estado de ánimo del poeta sobre sus descripciones del paisaje. Es
tan triste, tan triste, la lluvia en mi ventana, / que casi me pregunto, dulce
amiga lejana, / si no estará lloviendo para que piense en ti. Una forma
dramática y sentimental de la paranoia.
*
Philip Roth murió para que pensara en ti. This much I know.
*
Me parecía injusto porque éramos buenísimos hablando. Nos salía tan bien
que nos daba vergüenza que la gente nos viera. No sólo era yo: tú también
habías visto los agujeros luminosos que se abrían en el lenguaje cuando
hablábamos. Una amiga lo había visto y descrito como una burbuja que nos
engullía y nos ensordecía a lo que dijeran los demás. A veces pasaba desde el
principio, otras nos tardábamos unos minutos, pero, incluso ahí, sin falta,
tras ensayar una o dos historias, iban apareciendo, poco a poco, los silencios,
el ritmo preciso, las miradas que sustituían palabras y después frases
completas, las interrupciones (te entiendo, es como si / como si / como si
en la rotación de guardias a ti nunca te tocara dormir / ándale / te digo, si /
exactamente / si te conozco), fuegos fatuos, hasta que parábamos al mismo
tiempo y sólo decíamos sí / ajá / eso / y pues sí / ajá
/ ya sabes, porque no quedaba nada más que decir, el vacío brillante se
había tragado todas las palabras, ya habíamos llegado, como dos niños perdidos
en la inmensidad de un parque oscuro que se detienen en silencio al encontrar,
de pronto, un farol. Y después volvíamos a empezar.
*
Me parecía injusto porque seguíamos siendo excelentes, a pesar de
nosotros mismos. Después de sesenta días sin hablarnos (y sesenta antes de la
muerte de Philip Roth), nos tuvimos que juntar para escribir una conferencia.
Teníamos una hora antes de presentarla. Hacía meses que debíamos hacerla, pero,
ocupados como estábamos evitando vernos a la cara, lo postergamos y lo
postergamos hasta el último día. A los quince minutos de sentarnos a trabajar
olvidamos la conferencia, y nos pusimos a reír, como si no hubiera pasado nada,
rescatando lo poco que podíamos de esos dos meses que no habíamos compartido.
La conferencia, por supuesto, fue un desastre, salimos regañados y ninguneados
y partiéndonos de la risa. Una vez afuera de la sala, tomamos sentidos
opuestos. Entre carcajadas me gritaste espera… no, bueno, te cuento después,
y seguimos caminando. Se había acabado la tregua. No hubo después, por mucho
tiempo. Nunca me contaste.
*
Philip Roth era un individualista radical: un solipsista. Por eso le
parecía tan injusta su muerte: no podía imaginar la realidad sin su consciencia
ni el valor del mundo más allá de sí mismo. Tal vez ese terror y esa
incapacidad de aceptar sean sólo eso: una falla de imaginación.
*
Sé que no sólo soy yo. Sé que tú también ves los agujeros luminosos que
se abren, todavía, cuando hablamos.
*
Durante mucho tiempo busqué cómo expresar mejor esa injusticia. Copié en
el bloc de notas de mi celular largas tiradas de versos: de Idea Vilariño (ya
no estás / en un día futuro / no sabré dónde vives / con quién / ni si te
acuerdas / no me abrazarás nunca / como esa noche / nunca / no volveré a
tocarte / no te veré morir), de Paula Bozalongo (no sé a qué se parece
lo que no compartimos / pero una vez la vida / quiso llevar tu nombre), de
canciones de banda (lo legal / es que te hubieras quedado conmigo / fue
demasiado injusto haberte ido / me has hecho falta más que el aire que respiro).
Hasta hoy estaba a punto de transcribir unos versos de Hernán Bravo Varela (nunca
/ vestimos camisa a cuadros ni sombrero ranchero: / nos confundía la desnudez y
desconfiábamos / del cuerpo con ropa interior // nunca / nos casamos ni tuvimos
hijos / nos imaginamos dueños de una mascota / estéril y una casa de techos
altos) para mostrártelos cuando me di cuenta de dos cosas:
La primera: estoy bastante seguro de que Bravo Varela está parodiando Brokeback
Mountain y de que, por lo tanto, el resto de mis anotaciones son igual de
inservibles.
La segunda: la única injusticia, en realidad, es que nunca bailamos.
*
Un día estaba en un bar con una amiga. Me contó una historia de amor.
Una historia que sería exactamente igual que la nuestra, si no fuera por un
detalle. Un día, en un carro, ella le dijo a su tú, a su Jose, I have let
you go. No sé si sepa el tamaño del regalo que me hizo ese día. Me dio la
posibilidad de comparar nuestra historia con algo distinto a Bonsái o la
muerte de Philip Roth, me hizo saber que, tal vez, yo podría hacer lo mismo,
podría dejarte ir y salir vivo, y que habría pasión, ilusiones y color del otro
lado. Pero sobre todo porque la entendía, escuchaba sus palabras y entendía (sé
que no me está dando todo lo que quiero que me dé / pero te está dando todo lo
que te puede dar / exactamente wey y no le puedo pedir más / o sea puedes / sí
pero no lo voy a hacer / sí yo sé / tú no lo harías / no / no). Alcancé a
ver que el lenguaje también podía quemar lejos de ti.
*
Hay días en que odio acordarme de ti cuando pienso en Philip Roth, en
que me cansa tanto estar buscándote en El Libro, tanta adicción a sentirme
víctima de la injusticia cósmica, en que estoy mayoritariamente tranquilo
porque veo la luz en otros silencios, incluyendo los míos. Esos días, en que
sana y responsablemente practico el desapego y no te busco, recuerdo al
Prometeo de Kafka: Todos se aburrieron de esa historia absurda. Se
aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas, y la herida se cerró de tedio.
Recuerdo al amigo de Alejandro Zambra que, tras dejar de fumar, le dice que
todo es infinitamente más fome, que sin fumar ningún libro es bueno y que ya no
disfruta leyendo. Recuerdo al mismo Zambra: Hoy, en algún momento, sentí lo
siguiente: un alivio huérfano. Y acepté que es verdad, que todo es
infinitamente más fome. La literatura, sin duda. Y la vida, sobre todo.
Pero hay otros días, días que me encantan, en que mando al carajo el
inteligente desapego y te vuelvo a escribir caffè corretto, te vuelvo a
escribir: mi manchi. Esos días mi amiga del bar se enoja un poco, pero
yo me río y le mando este párrafo de Alejandro Zambra, de cuando su amigo
volvió a fumar. No sé si entienda lo que quiero decir. Sé que tú lo harás. Si
algo sabemos es leer juntos:
Meses después volví a verlo y se veía tan guapo cuando encendió un
cigarro y me dijo, mirándome a los ojos: «Estoy rehabilitado». Aquella tarde mi
amigo me habló sobre autores fabulosos que acababa de descubrir, sobre novelas
impensadas y poemas geniales. Había recuperado la pasión, la malicia y el
decoro. Y el amor a la vibración de su propia voz. Y la belleza.
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