Por orden de mi abuela, mi tío Salvador quemó la silla de
bejuco de mi abuelo, también un montón de cachivaches y ropa. Al día siguiente,
mi tía Blanca, irascible como es, armó un escándalo que dividió a la familia de
mi madre. Mí tía le retiró la palabra a mi tío y a mí abuela, y no se paró en
su casa en meses.
Mi madre dice que Blanca fue la hija
consentida de mi abuelo. El hijo consentido de mi abuela, Federico, es quien
más parecido tiene con mamá: mejillas prominentes con hoyuelo del lado
izquierdo, nariz achatada y barbilla partida. Nunca les profesé un gran amor a
mis abuelos maternos. Ni ellos a mí, pero mi madre me recrimina que sienta más
cariño por los padres de papá, cuya familia es menos numerosa. Con menos nietos
hay más amor para compartir.
A pesar de eso, siempre me gustó que
la abuela María me estrechara entre sus brazos y me llamará "mi
chata". También que el abuelo me dijera "Dania". No era un error
ortográfico. Siempre me pregunté dónde había escuchado el abuelo ese nombre. La
silla de bejuco en la que solía sentarse había permanecido en la cocina por
años, junto a la entrada. Mi abuela también solía usarla cuando la mesa estaba
llena, para cedernos su lugar. Pero sospecho que era porque le gustaba ver a
sus hijos y nietos comer. En cuanto llegábamos de visita, nos sentaba a la mesa
y nos servía la comida del día. Desde que ella falleció no he vuelto a probar
un caldo de res que le iguale en sabor al que ella preparaba.
Mi abuelo Salvador falleció dos años
antes que ella, cuando yo tenía trece años. Cáncer de hígado provocado por
exceso de barbitúricos. Fue la segunda persona de mi familia que fue consumida
por la enfermedad. La primera fue mi primo Vinicio, que contrajo VIH. Fue en el
tiempo en que todos creíamos que nos íbamos a contagiar de SIDA por ir al cine.
Corría el rumor de que dejaban agujas infectadas en los asientos.
Cuando mis abuelos vivían, la casa
tenía un extenso jardín al frente. El límite era la Carretera Federal 57. Hacia
el lado izquierdo había un caserón delimitado por arbustos. Del lado derecho
las ruinas de una construcción a la que llamábamos la casa de Marta Fuentes.
Nunca supe quién era ella. Mis abuelos nunca visitaron a mamá, a pesar de que
vivíamos en la siguiente manzana. Era mi madre la que los visitaba una o dos
veces a la semana. Siempre por las tardes.
Lo del jardín es una exageración; en
realidad se trataba de un terreno con un par de lilas y mezquites que se
extendía más allá de la banqueta. En ese terregal, mi abuela había plantado un
jardín que mantenía cercado junto a una pileta que mis primos y yo intentamos
llenar con poco éxito. Sólo una vez vi la silla de bejuco fuera de su lugar.
Fue un domingo en que llegamos de visita al mediodía. Mi abuelito estaba
sentado afuera, junto al pequeño jardín. Estaba sonriendo. Para entonces la
enfermedad había causado estragos en su cuerpo. Cuando me acerqué a saludarlo
su sonrisa se esfumó. No me reconoció. Se me ocurrió decirle mi nombre: Dania.
Mi abuelo volvió a sonreír.
La casa de mis abuelos la heredó mi
tío Salvador, quién años después levantó los cimientos de una palapa afuera de
la casa. Fue en el tiempo en que construyeron uno de los tantos puentes de la ciudad.
El gobierno se apropió del terreno para extender la carretera y mi tío jamás
vio su palapa terminada.
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