Me mudé hace poco de la
casa de mi madre. Allá las cosas tenían rostro.
Mi
madre tenía un resumidero con cara de rana. Bueno, tenía dos. También una
palita para la pasta con una cara sonriente y una colección de tazas y tazones,
todos felices.
Mis
utensilios son más prácticos porque, a pesar de mis sueños de independencia,
son las sobras que Madre ya no estaba usando. Mis platos y mis tazas son blancos
y negros, viejos, con experiencia y sin la jocosidad de sonreírme. La cafetera es la más antigua y tiene un filtro que se abre solo a veces; la licuadora luce una
grieta, la canasta para las verduras se abre por abajo. A todas estas cosas las
he visto por años, pero a la luz de mi nuevo hogar adquirieron una dimensión
diferente. Con el foco amarillo y las altas paredes blancas de mi cocina,
pierden los ojos. Puedo cocinar sin que nadie me vea, como si fuera un secreto.
Lleno de colillas el cenicero de la cocina para perder el tiempo. Nunca las tiro. Me
gusta ver cómo se va llenando. Me gusta ver las manchas amarillas en los
filtros. No me da el más mínimo asco. No tienen ojos ni tienen boca. Además,
nunca entendí porque debería desagradarme el aroma del cigarro. Si no me
gustara, no fumaría.
Tengo
mi laptop y la computadora del trabajo en la cocina porque me falta espacio. También
el casero puso allí la lavadora, ni idea por qué. Es mi
estudio/comedor/cocina/lavandería. Me gusta dejar la licuadora al lado de mis
libros y el teclado del trabajo junto a la cafetera. Superficies negras o
transparentes donde los únicos ojos que me miran son los míos. ¿Qué adjetivo
les daría a sus expresiones? El adjetivo que usaría sería “quedo”.
Mi
casa es queda. No tiene rostro ni ojos. La descripción de un hombre sin rostro
es un clásico en las descripciones de monstruos. Temer a eso resultaría
bastante natural. Pero en mis paredes blancas y sin rostro me encuentro con
aquel ser sin ojos ni boca, y no encuentro problema alguno en ofrecerle un
café y un cigarro. Un café que viene de una cafetera que tampoco tiene rostro y
un cigarro que se irá acumulando en espera de algo, no sé de qué. Quizá de que
el monstruo sin rostro se digne a decirme algo. Dudo que lo haga, está muy
quedo.
Si
todas las casas tienen un rostro, la mía también lo tiene. Aunque tenga
boca, porque toma café (y fuma), no habla. Su silencio se
construye como una estalactita transparente en las paredes blancas de mi
cocina, que es también mi estudio (y mi lavandería). Mi cocina es una cara
blanca y nos observamos, quedos, mientras yo cocino en secreto.
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