Ir al contenido principal

Mi casa no tiene ojos, por Juan Iván González


Me mudé hace poco de la casa de mi madre. Allá las cosas tenían rostro.
Mi madre tenía un resumidero con cara de rana. Bueno, tenía dos. También una palita para la pasta con una cara sonriente y una colección de tazas y tazones, todos felices.
Mis utensilios son más prácticos porque, a pesar de mis sueños de independencia, son las sobras que Madre ya no estaba usando. Mis platos y mis tazas son blancos y negros, viejos, con experiencia y sin la jocosidad de sonreírme. La cafetera es la más antigua y tiene un filtro que se abre solo a veces; la licuadora luce una grieta, la canasta para las verduras se abre por abajo. A todas estas cosas las he visto por años, pero a la luz de mi nuevo hogar adquirieron una dimensión diferente. Con el foco amarillo y las altas paredes blancas de mi cocina, pierden los ojos. Puedo cocinar sin que nadie me vea, como si fuera un secreto.
Lleno de colillas el cenicero de la cocina para perder el tiempo. Nunca las tiro. Me gusta ver cómo se va llenando. Me gusta ver las manchas amarillas en los filtros. No me da el más mínimo asco. No tienen ojos ni tienen boca. Además, nunca entendí porque debería desagradarme el aroma del cigarro. Si no me gustara, no fumaría.
Tengo mi laptop y la computadora del trabajo en la cocina porque me falta espacio. También el casero puso allí la lavadora, ni idea por qué. Es mi estudio/comedor/cocina/lavandería. Me gusta dejar la licuadora al lado de mis libros y el teclado del trabajo junto a la cafetera. Superficies negras o transparentes donde los únicos ojos que me miran son los míos. ¿Qué adjetivo les daría a sus expresiones? El adjetivo que usaría sería “quedo”.
Mi casa es queda. No tiene rostro ni ojos. La descripción de un hombre sin rostro es un clásico en las descripciones de monstruos. Temer a eso resultaría bastante natural. Pero en mis paredes blancas y sin rostro me encuentro con aquel ser sin ojos ni boca, y no encuentro problema alguno en ofrecerle un café y un cigarro. Un café que viene de una cafetera que tampoco tiene rostro y un cigarro que se irá acumulando en espera de algo, no sé de qué. Quizá de que el monstruo sin rostro se digne a decirme algo. Dudo que lo haga, está muy quedo.
Si todas las casas tienen un rostro, la mía también lo tiene. Aunque tenga boca, porque toma café (y fuma), no habla. Su silencio se construye como una estalactita transparente en las paredes blancas de mi cocina, que es también mi estudio (y mi lavandería). Mi cocina es una cara blanca y nos observamos, quedos, mientras yo cocino en secreto.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Lo que nunca conté de Jaclyn Smith, por Lenin Pérez Pérez

  Qué van a saber de la vida si no la han repensado a las tres menos cuarto de la madrugada, con un frío de las mil perras y el recuerdo del almuerzo en el estómago. Yo, que de niño me rehusaba a conseguir la bendición, he mal aprendido a rezar cuando el terror a un intruso, a dos, o a una pandilla entera, llega a esta hora bajo el golpe seco que adivino echa abajo el único portón que no veo desde la altura de la garita. Ese punto de acceso que no alcanzo a mirar, aunque lo intente subido al balde donde meo la noche entera, por no abrir la reja que deja pasar el sereno y bajar a pisar mi propia sombra cuando dejo atrás las bombillas, y con su miedo se me adelanta. Dios Santo, que hiciste de tus ojos luz la vigilia permanente para cuidar a tus hijos, vela por mis despojos en vida también esta noche. Bien lo dijo la maestra Rosa María que acabaría de celador, y puso en mis manos un libro de Leo Buscaglia que fue el primero en acompañarme durante una noche oscurísima en la que, luego...

La zalea al sol, por Alejandro Reyes Juárez

Gotas de sangre caen sobre la tierra levantando pequeñas partículas de polvo. Otras, terminan decorando mis gastados zapatos. Es verano y la lluvia no se acuerda de este pueblo. Parece que las nubes pasaron entre la nopalera, por el camino de la barranca, y sólo un par de pequeños tirones de éstas son decoración en el azur del cielo. Es medio día de viernes y me convierto en ayudante de matancero. Es una jornada de más aprendizajes que todo ese primer año recién concluido en la escuela secundaria. Mi abuelo amarró las patas del borrego y lo tumbó sobre el suelo. Levantó su cabeza. Me pidió que colocara una cacerola bajo el cuello y lo degolló. La sangre cayó sobre el recipiente y esté se colmó; sentí su calidez escurriendo entre los dedos. El animal murió entre balidos en un breve tiempo. Llevé la sangre a la cocina para que Emilia la transformara en la comida de ese día. Eso de cultivarle frutos a la miseria era otro de sus poderes. — Dile a tu abuelo que te dé algo de menudencia ...

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici...