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ENFERMERA NOCTURNA, por Sylvia Georgina Estrada


Tenía siete años cuando cayó en cama a causa del sarampión. Era demasiado pequeña para darse cuenta de que su cuerpo se consumía debajo de las ronchas rojas y planas. Pero no tan joven como para olvidar el llanto de su madre, que se colaba entre los delirios de la fiebre y el rumor sordo del televisor.
            Grizel apenas movía sus dedos dentro del vientre materno cuando sus padres decidieron que no iban a ponerle ninguna vacuna. Ávidos consumidores de información en Internet, pronto se dieron cuenta de que varias páginas muchas de ellas en inglés hablaban de los efectos secundarios que producía la vacunación en bebés saludables: autismo, mala memoria, trastornos emocionales. No creían en teorías de la conspiración, ambos habían acudido a la Facultad de Administración y Contaduría y trabajaban en el área de recursos humanos de una compañía armadora de autos eléctricos. No eran hippies ni tenían la menor simpatía por los rollos naturalistas. Los dos eran carnívoros y nunca pasó por sus mentes el consumir alimentos orgánicos.
            Grizel sobrevivió al sarampión. Le quedó una cicatriz con forma de pasa debajo del ombligo nunca pudo refrenar sus ganas de rascarse en esa zona y una leve sordera en el oído derecho. Ella no recuerda que una tarde de domingo, en medio de su convalecencia, su madre gritó cuando vio el líquido sanguinolento que corría por la oreja de su hija.
            Cuando la niña se recuperó, y tras un intenso regaño por parte del pediatra de la unidad de salud, los padres pusieron al día la cartilla de vacunación de Grizel. Jamás volvieron a hablar sobre el tema. Tampoco tuvieron más hijos.
            Cuando Grizel se hizo mayor estudió enfermería. No dos años en escuelas técnicas de dudosa categoría, como hicieron algunos de sus colegas, sino una licenciatura en forma. Nueve semestres de desvelos y trabajo duro. Los padres no se mostraron muy satisfechos con la elección de su hija, pero la vieja culpa por su etapa antivacunas jamás los abandonó. Aprobaban sin chistar las elecciones de su hija. Incluso cuando, en la adolescencia, la chica decidió hacerse un corte pixie y pintar de negro una de las paredes de su recámara.
            Grizel nunca les dijo a sus padres la razón de su elección profesional. Tampoco se lo contó a sus amigas de la preparatoria ni al novio de turno. Y no por vergüenza, sino porque sabía que sus argumentos se toparían con un muro de incomprensión y, quizá, con algunas risas. Durante su larga recuperación del sarampión, la pequeña Grizel vio episodio tras episodio de Grey’s anatomy en Sony Channel. La cosa no paró con su recuperación. Vio once temporadas de la serie con absoluta devoción. La muerte del neurocirujano Derek Shepard puso punto final a su afición por el programa, pero no a su pasión por los hospitales.
A los 18 años no era tan obtusa como para creer que en todos los quirófanos hay un doctor Shepard, pero tenía la convicción de que la absorbente organización hospitalaria tenía muchas experiencias que ofrecer; estaba dispuesta a entregarse a ellas. Además, le gustaba ver lo que exponían las enfermedades y las secreciones: emociones, vulnerabilidad, secretos. Grizel era impaciente, por eso desechó la idea de ser médico en cuanto vio el número de semestres que incluían los planes de estudio de la carrera.
            Después de graduarse, la joven ingresó al hospital general de una ciudad populosa y cosmopolita. No conoció a ningún doctor Mcdreamy, pero sus ansias quedaron cubiertas cuando fue asignada al departamento de urgencias. Ahí nunca faltaba un poco de acción, ni la sangre ni el llanto. Presenció algunas peleas. En una hasta sacaron una navaja, aunque el pleito no pasó de una herida poco profunda que requirió siete puntos de sutura.
            Tenía tres años en urgencias cuando al fin sucedió. Grizel había leído poco antes un artículo que señalaba las fallas de Grey’s anatomy en comparación con la práctica real de la medicina. En la serie, la mortalidad de los pacientes fue de 22 por ciento, mientras que en la vida real es de siete por ciento. El estudio también decía que el 71 por ciento de los enfermos del Seattle Grace visitaban el quirófano, cuando en un nosocomio promedio la cifra apenas alcanza el 25 por ciento. La enfermera pensó que el texto pasó por alto un dato más importante: en Grey’s anatomy el 80 por ciento del personal es guapo, en un hospital general tal vez se podría hablar del cinco por ciento.
            Al margen de las cifras, la joven estaba muy ocupada tomando temperaturas, limpiando fluidos y evadiendo a los estudiantes de medicina. Tuvo un novio fugaz, un par de citas desastrosas y unos cuantos ligues pasables. También una roomate a la que apenas le dirigía la palabra y esporádicas visitas de fin de semana a la casa paterna. Así podría haber seguido otros tres o diez o quince años. No tuvo que esperar tanto. Con el calor del verano se elevaron los casos de traumatismo. Un sábado llegó un adolescente: rostro pálido, el cabello castaño apelmazado por la sangre, consciente. El padre dijo que el chico había sufrido un accidente con una pistola de clavos. Entonces Grizel se dio cuenta, con claridad meridiana, de que este era uno de los momentos por los que había esperado desde que era una niña con sarpullido abultado. Ahí, con ella como protagonista, se estaba desarrollando No Man's Land, el cuarto episodio de la primera temporada de Grey’s Anatomy.
Grizel escuchó en su cabeza la voz de Meredith Grey: “Intimacy also comes attached to life's three R's: relatives, romance and roommates. There are some things you can't escape. And other things you just don't want to know”. Las epifanías son breves, no hay música ni comerciales. No hubo tiempo para repartir personajes. La enfermera se acercó al joven y lo condujo al interior de la sala de urgencias.

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