Tenía siete años cuando cayó en cama a causa del sarampión. Era demasiado
pequeña para darse cuenta de que su cuerpo se consumía debajo de las ronchas
rojas y planas. Pero no tan joven como para olvidar el llanto de su madre, que
se colaba entre los delirios de la fiebre y el rumor sordo del televisor.
Grizel apenas movía sus
dedos dentro del vientre materno cuando sus padres decidieron que no iban a ponerle
ninguna vacuna. Ávidos consumidores de información en Internet, pronto se
dieron cuenta de que varias páginas —muchas
de ellas en inglés— hablaban de los
efectos secundarios que producía la vacunación en bebés saludables: autismo,
mala memoria, trastornos emocionales. No creían en teorías de la conspiración,
ambos habían acudido a la Facultad de Administración y Contaduría y trabajaban
en el área de recursos humanos de una compañía armadora de autos eléctricos. No
eran hippies ni tenían la menor simpatía por los rollos naturalistas. Los dos
eran carnívoros y nunca pasó por sus mentes el consumir alimentos orgánicos.
Grizel sobrevivió al
sarampión. Le quedó una cicatriz con forma de pasa debajo del ombligo —nunca pudo refrenar sus ganas de rascarse en esa zona— y una leve sordera en el oído derecho. Ella no recuerda
que una tarde de domingo, en medio de su convalecencia, su madre gritó cuando
vio el
líquido sanguinolento que
corría por la oreja de su hija.
Cuando
la niña se recuperó, y tras un intenso regaño por parte del pediatra de la
unidad de salud, los padres pusieron al día la cartilla de vacunación de
Grizel. Jamás volvieron a hablar sobre el tema. Tampoco tuvieron más hijos.
Cuando
Grizel se hizo mayor estudió enfermería. No dos años en escuelas técnicas de
dudosa categoría, como hicieron algunos de sus colegas, sino una licenciatura
en forma. Nueve semestres de desvelos y trabajo duro. Los padres no se
mostraron muy satisfechos con la elección de su hija, pero la vieja culpa por su
etapa antivacunas jamás los abandonó. Aprobaban sin chistar las elecciones de
su hija. Incluso cuando, en la adolescencia, la chica decidió hacerse un corte
pixie y pintar de negro una de las paredes de su recámara.
Grizel
nunca les dijo a sus padres la razón de su elección profesional. Tampoco se lo
contó a sus amigas de la preparatoria ni al novio de turno. Y no por vergüenza,
sino porque sabía que sus argumentos se toparían con un muro de incomprensión y,
quizá, con algunas risas. Durante su larga recuperación del sarampión, la
pequeña Grizel vio episodio tras episodio de Grey’s anatomy en Sony
Channel. La cosa no paró con su recuperación. Vio once temporadas de la serie
con absoluta devoción. La muerte del neurocirujano Derek Shepard puso punto
final a su afición por el programa, pero no a su pasión por los hospitales.
A los 18 años no era tan
obtusa como para creer que en todos los quirófanos hay un doctor Shepard, pero
tenía la convicción de que la absorbente organización hospitalaria tenía muchas
experiencias que ofrecer; estaba dispuesta a entregarse a ellas. Además, le
gustaba ver lo que exponían las enfermedades y las secreciones: emociones, vulnerabilidad,
secretos. Grizel era impaciente, por eso desechó la idea de ser médico en
cuanto vio el número de semestres que incluían los planes de estudio de la
carrera.
Después
de graduarse, la joven ingresó al hospital general de una ciudad populosa y
cosmopolita. No conoció a ningún doctor Mcdreamy, pero sus ansias
quedaron cubiertas cuando fue asignada al departamento de urgencias. Ahí nunca
faltaba un poco de acción, ni la sangre ni el llanto. Presenció algunas peleas.
En una hasta sacaron una navaja, aunque el pleito no pasó de una herida poco
profunda que requirió siete puntos de sutura.
Tenía
tres años en urgencias cuando al fin sucedió. Grizel había leído poco antes un
artículo que señalaba las fallas de Grey’s anatomy en comparación con la
práctica real de la medicina. En la serie, la mortalidad de los pacientes fue de 22 por ciento, mientras que en la vida real
es de siete por ciento. El estudio también decía que el 71 por ciento de los
enfermos del Seattle Grace visitaban el quirófano, cuando en un nosocomio
promedio la cifra apenas alcanza el 25 por ciento. La enfermera pensó que el texto
pasó por alto un dato más importante: en Grey’s anatomy el 80 por ciento del personal es guapo, en un
hospital general tal vez se podría hablar del cinco por ciento.
Al margen
de las cifras, la joven estaba muy ocupada tomando temperaturas, limpiando fluidos
y evadiendo a los estudiantes de medicina. Tuvo un novio fugaz, un par de citas
desastrosas y unos cuantos ligues pasables. También una roomate a la que
apenas le dirigía la palabra y esporádicas visitas de fin de semana a la casa
paterna. Así podría haber seguido otros tres o diez o quince años. No tuvo que
esperar tanto. Con el calor del verano se elevaron los casos de traumatismo. Un
sábado llegó un adolescente: rostro pálido, el cabello castaño apelmazado por
la sangre, consciente. El padre dijo que el chico había sufrido un accidente
con una pistola de clavos. Entonces Grizel se dio cuenta, con claridad
meridiana, de que este era uno de los momentos por los que había esperado desde
que era una niña con sarpullido abultado. Ahí, con ella como protagonista, se
estaba desarrollando No Man's Land, el cuarto episodio de la primera
temporada de Grey’s Anatomy.
Grizel
escuchó en su cabeza la voz de Meredith Grey: “Intimacy also comes attached to
life's three R's: relatives, romance and roommates. There are some things you
can't escape. And other things you just don't want to know”. Las epifanías son breves,
no hay música ni comerciales. No hubo tiempo para repartir personajes. La enfermera
se acercó al joven y lo condujo al interior de la sala de urgencias.
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