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EDIFICIO 383, por Aurora Alvarado


La ciudad fue asolada por el arribo de un tipo de zombie. En las personas aparecieron síntomas atípicos: se volvían agresivas cuando observaban acciones exageradas y escuchaban gritos. Nada las detenía. Las acciones de ver y escuchar eran el contagio. Nadie sabía qué lo había generado. Cómo si algo estuviera en el ambiente, en el aire, en la luz, en la noche. Un halo silencioso.
          Lo que mantenía la calma era la moderación. El resguardo conservaba a salvo a la población. Afuera era cosa de no saber a qué podían enfrentarse. Salir y hacer el esfuerzo de no ver ni escuchar nada, era una consigna no segura. Algunos usaban audífonos y lentes de sol como una forma de contrarrestarlo, pero no siempre funcionaba. A veces el sonido de afuera era más fuerte. La ira en los contagiados era brutal. Nadie salía de casa y menos de noche. La gente evitaba el contacto, hasta que quedó la costumbre de conducirse en un estado reprimido. Vivir en el resguardo hizo que las casas se convirtieran en muchos pequeños mundos.
          En cada piso del edificio marcado con el número 383, en la calle Bravo, había un departamento. En total: tres inquilinos, más el conserje que habitaba el cuarto de la azotea. Todos hacían sus actividades normales. El encierro fue otro elemento más en sus vidas.
          El edificio no era muy viejo, pero parecía abandonado. La pintura de la celosía estaba descarapelada. Había hierbas entre las paredes. Basura arremolinada en las esquinas del estacionamiento. Adentro, las paredes acumulaban el polvo en las molduras de las orillas. El elevador estaba inservible porque la reparación era costosa.
          El conserje tenía la costumbre de no bajar, a menos que hubiera algo que reparar. Pero siempre estaba al pendiente de la ocupante del primer piso, Julia. Ella salía poco, del laboratorio clínico a su casa. Al llegar al edificio, lo primero que deseaba era ver al vecino del piso tres, aunque fuera de lejos.
          En el segundo piso vivía Gustavo. La mayor parte del tiempo estaba ocupado en sus clases de música, pero siempre buscaba pretextos para ir al tercer piso.
          El departamento tres era Manuel, quién leía y escribía todo el tiempo para cumplir con el suplemento de epidemiología del periódico digital para el que trabajaba. También tenía el gusto por los avances de inteligencia artificial. Soñaba con la del uno.
          El departamento de Julia tenía un olor a hogar. Había horneado un pastel y el primer piso se impregnó del aroma. Ella, la de las trenzas enrolladas en su cabeza, estaba dubitativa y ansiosa. Sacó una servilleta de cuadritos de la gaveta y la colocó sobre el pastel. Tomó un pedazo de papel y escribió un nombre con lápiz.
          Y si voy a llevárselo. Compartir es el pretexto perfecto. Es que ya no aguanto. ¿Me veré mal si doy el primer paso? Ya no soporto este encierro y quiero platicar con él. El otro día me vio y bajé la mirada. Que ridícula, debió pensar que me molesté. Me gusta mucho. Tiene un olor a limpio. Cada vez que me lo topo son sólo buenos días y buenas noches. Es todo. Como que él y Gustavo se tienen mucha confianza, pero vi que Manuel mantiene la distancia, como que lo rehúye. ¿A caso será…? No creo. Manuel es tan varonil. De Gustavo sí lo creo, se le nota. ¿Cómo lo voy a saber? Tengo que ir. La chica espantó esos pensamientos, se abrochó los zapatos y tomó sus llaves.
          Julia subió las escaleras en silencio. Tenía que pasar por enfrente del departamento de Gustavo y no quería que él la oyera. Subió escalón por escalón con sus zapatos cerrados. El corazón se le aceleró. Se atragantaba la saliva en su garganta. Llegó a la puerta y dio cuatro toquidos. Pasaron unos segundos y dio tres más. Julia miraba hacia arriba, luego a la chapa. Sus manos temblaban. La servilleta parecía que bailaba, a través de la tela se percibía el aroma del pastel. Esperó unos cinco segundos más frente a la puerta sin ojillo. Deseaba que no se abriera. Sacó del bolsillo la nota. La puso sobre la servilleta que cubría el pastel. Se inclinó y puso el plato en el piso. Regresó a su departamento.
          En el departamento dos Gustavo estaba inquieto. Iba al baño, se lavaba las manos, ponía agua en su nuca. Pasaba el peine sobre su cabello. Caminó nervioso hacia la cocina, se sirvió una cerveza. Se sentó en el sillón.
          ¿Qué puedo perder? ¿Qué me diga que no? Ya me hubiera puesto un alto. Lo niega. Lo sé. ¿Por qué me acepta? ¿Por qué me recibe, si sabe lo que soy?, pensó mientras se mordía las uñas.
          En el tercer piso Manuel había terminado de limpiar la mesa, donde habían comido Gustavo y él. Estaba mareado por la abrumante conversación de su vecino. Se sentía molesto porque no podía concentrarse en su vecina, ni hablar de ella, porque Gustavo cambiaba el tema constantemente.
          Que persona tan encajosa. Me tiene harto. Cree que no me doy cuenta  de lo que pretende. Sabe que me encanta Julia y está de terco el bato. Julia, tan preciosa. Voy a buscarla. Pensó Manuel en su camino hacia la recámara. Frente al espejo, se echó loción en las manos y se dio palmaditas en la cara.
           Estaba a punto de salir y buscar a su vecina, cuando escuchó que llamaban a su puerta. Se paralizó. Pensó que su vecino estaba de regreso por cualquier pretexto. En silencio caminó hacia su recamará y apagó la luz.
          El conserje escuchó ruidos, pero esperó a que comenzaran los anuncios de la tele para bajar y echar un vistazo. Fue hasta el primer piso. Al aproximarse a la puerta detectó el olor a horneado. Tocó la puerta y después de varios segundos, ésta se abrió.
––¿Se le ofrece algo señorita Julia? ––preguntó el conserje mientas miraba con atención morbosa las cintas que sujetaban la bata de baño que usaba la chica.
––No Don Felipe. Gracias.
          El hombre dio un paso al frente.
––¿Está segura señorita? Escuché ruidos hace un momento y pensé que usted necesitaba algo. ––El conserje se encaminó a la cocina, siguiendo el olor que desprendía el horno
––¿Usted hizo pan, verdad? ––No dejaba de mirarla. Ella se arrebujó la bata con las dos manos y dio un paso atrás. Él se frotó la parte delantera del pantalón––. Julita, que linda está usted.
––¡Salga por favor! ¡Necesito que se vaya! ––le dijo ella, mientras caminaba hacia las escaleras.
          Manuel se asomó por debajo de la puerta y vio un objeto que no distinguió. Abrió la puerta. Vio la nota, levantó el plato y lo colocó en la mesa del comedor. Leyó el nombre de Julia y de inmediato bajó a buscarla.
          Al llegar al segundo piso escuchó la voz alterada de su vecina. Bajó las escaleras corriendo. Encontró al Don Felipe y a Julia forcejeando.
          Manuel tomó por la espalda al conserje y lo aventó hacia el suelo.
––¡Viejo hijo de la chingada! ¿Cómo se atreve? ¡Ahora va a pagar por esto!
            El hombre abrió la puerta del edificio. Arrastró a Don Felipe, lo empujó hacia afuera y cerró de un portazo.
––¿Te hizo algo? ¿Estás bien? ––le preguntó Manuel a la joven.
––Estoy bien. Manuel, no podemos dejarlo afuera.
––Él se lo buscó.
          La tomó de la mano y subieron al tercer piso. Manuel abrió la puerta de su departamento y entraron.
          Gustavo escuchó el bullicio. Entreabrió la puerta y vio a sus vecinos tomados de la mano mientras subían las escaleras. Él cerró la puerta con el mismo sigilo con el que se consumió su esperanza.
          En el piso tres, Julia y Manuel se miraron, después se besaron. Llegó el momento tan deseado por los dos.
          Afuera, el conserje se quejaba en silencio. Permaneció en cuclillas, con la espalda pegada a la pared del edificio. Era cuestión de esperar. El halo cumpliría su cometido.


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