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La trampa del supermercado, por Aida Sifuentes


Camino por los pasillos del supermercado deseando no existir. No sé qué tipo de talento se necesite para comprender y disfrutar de las tareas del hogar, pero definitivamente no lo poseo. Todo aquí me molesta: las señoras con sus bolsos gigantescos, las parejas que actúan como si este ambiente fuera perfecto, como si elegir qué marca de jamón comprar fuera un sueño realizado. Me enfadan las voces de los niños que gritan desde su asiento en el carrito del mandado y ni mencionar a los que hacen berrinche para que les compren el cereal de figuritas.
En los altavoces suenan Ojitos mentirosos, 16 toneladas, Agüita de melón. El ambiente es como para ir a un baile, pero la luz blanca me fastidia los ojos y no me deja concentrarme en lo que busco. Por si fuera poco, los pasillos están franqueados por edecanes que ofrecen muestras gratis: trocitos de queso clavados con mondadientes, totopos con salsa, sartenes gratis en la compra de 500 pesos en cuadritos de tomate para sazonar el arroz.
No sé de dónde sale mi aversión a estos lugares. Tal vez fue cuando, en una clase de la universidad, nos hablaron de neuromarketing y cómo los grandes almacenes usan técnicas de psicología para hacernos gastar más: el acomodo de los productos sobre los estantes o la distribución de los pasillos. Jamás encontrarás el cereal cerca de la leche, porque así te obligan a hacer un recorrido extra y en el transcurso se te antojará comprar algo más.
Una vez que estás dentro te conviertes en el ratón del experimento. Ni el más mínimo movimiento se puede escapar de la vista de esos científicos locos que te observan. El libre albedrío queda de lado para ver qué tal respondes a los impulsos. Nadie se escapa.
Quisiera pensar que allí nació mi profundo desprecio por los supermercados, pero en realidad no. No los tolero desde mi infancia. Recuerdo las incursiones con mi mamá y siempre ha sido el mismo suplicio: empujar el carrito y seguirla en silencio. Pensar en otra cosa: en mis amigas, en algún pretendiente, en las caricaturas, cualquier cosa a estar concentrada al cien por ciento en recorrer caminitos entre latas de atún y cajas de galletas.
Tal vez si hubiese puesto atención de niña, ahora sabría cómo es que hay que comportarse a la hora de hacer el mandado, pero no tuve tanta suerte. Y sé que mi mamá tampoco disfrutaba mi compañía. Mientras otras adolescentes ayudaban a escoger el mejor aguacate, con una seguridad en sus movimientos como si fueran directoras de orquesta, mi mamá debía cuestionarse por qué yo vine sin la mínima gracia o al menos la capacidad de identificar si una papa sirve o no. Yo sé que de haber podido elegir, ella me hubiera dejado en casa para evitarse las penas, pero alguien tenía que ayudarla a cargar las bolsas.
Ahora que hago sola este viacrucis con sus estaciones en el pasillo de carnes frías, en frutas y verduras, en sopas y pastas, llevo mi lista apuntada en notas del celular para que las otras señoras no noten mi profunda ignorancia. Pero igual sé que lo saben. Ellas caminan por allí como si fueran dueñas del mundo, como si lo supieran todo. Quisiera no estar aquí, pero no tengo otra opción. La miserable condena de volverse adulto y hacerse cargo de uno mismo para no morir de hambre.
Llego a la fila para pagar. Recuerdo que olvidé el queso (o el aceite, o las calabazas, cada semana es algo diferente) pero ya no importa. Más vale comprarlo en la tiendita de la esquina tres veces más caro, que volver a esa jungla.
Los artículos recorren la cinta transportadora. Uno a uno, hacen sonar el pitido de la caja registrado y va aumentando la cifra total.
-¿Desea redondear?
-No gracias.
Pagar y recoger tus cosas. El diálogo fugaz con el anciano que espera su propina. Años y años de sabiduría acumulada para ir a desperdiciarlos empaquetando latas y porquerías. La fuga de cerebros no se da sólo en los jóvenes que se mudan a otro país a trabajar, también en estos hombres y mujeres que desperdician todo su intelecto (que alguna vez brilló con esplendor) para venir a trabajar sin sueldo.  
Salgo por fin. ¿Vencedora o vencida?
Ya no importa. Hay que buscar un taxi y volver a casa.

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