Gotas
de sangre caen sobre la tierra levantando pequeñas partículas de polvo. Otras,
terminan decorando mis gastados zapatos. Es verano y la lluvia no se acuerda de
este pueblo. Parece que las nubes pasaron entre la nopalera, por el camino de
la barranca, y sólo un par de pequeños tirones de éstas son decoración en el
azur del cielo. Es medio día de viernes y me convierto en ayudante de matancero.
Es una jornada de más aprendizajes que todo ese primer año recién concluido en
la escuela secundaria.
Mi
abuelo amarró las patas del borrego y lo tumbó sobre el suelo. Levantó su
cabeza. Me pidió que colocara una cacerola bajo el cuello y lo degolló. La
sangre cayó sobre el recipiente y esté se colmó; sentí su calidez escurriendo
entre los dedos. El animal murió entre balidos en un breve tiempo. Llevé la
sangre a la cocina para que Emilia la transformara en la comida de ese día. Eso
de cultivarle frutos a la miseria era otro de sus poderes.
—Dile
a tu abuelo que te dé algo de menudencia para que les haga un taco.
Regresé
feliz pensando en ese bocado y, mientras ayudaba a levantar el cadáver de la
oveja para amarrarlo de una de sus patas a una rama del pirú que crece cerca
del machero, le comuniqué al abuelo la solicitud de Emilia. Sin inmutarse continuó
con su labor. Suspendido el animal sobre el suelo, ya sin su cabeza ni sus
patas, lo desolló.
Unos
meses antes ya había estado frente a otro cadáver. Jugaba futbol con unos
vecinos en la calle del barrio en el que vivía. Era sábado por la noche. Gritos
y ruidos nos alertaron. Pusimos pausa al partido para dirigirnos a la esquina. Miramos
cómo algunos jóvenes corrían, hacía abajo por la pendiente, perseguidos por
otro grupo de chavos. Uno de los primeros tropezó y cayó sin que sus amigos se
dieran cuenta. Fue alcanzado y pateado en el piso hasta dejarlo inconsciente.
Antes de volver sobre sus pasos, uno de los verdugos remató al caído con una
roca grande sobre su cabeza. La guerra entre bandas tenía una víctima más, como
pasaba también por el rumbo de Santa Fe, Neza o la San Felipe. Mis amigos
corrieron hacia sus casas. Yo, antes de hacer lo mismo, me acerqué para ver al
muerto: era el hermano del Nivea, mi compañero de salón de clases. Esa
coincidencia me impresionó más que ver la sangre escurriendo de su cráneo
destrozado y la roca con la cual fue asesinado. Me gustaron sus Converse
color vino, su hebilla y su camiseta con la lengua de los Rolling Stones
que ahora estaba manchada de sangre y lodo.
—Tiende
la zalea —ordenó el abuelo y desperté de mi letargo.
Aún
cálida, la coloqué sobre la cerca de órganos, fuera del alcance de los dos
perros escuálidos que a la distancia vigilaban nuestros movimientos. Las
patadas del abuelo los habían vuelto precavidos. Llegué para sostener las
vísceras del carnero y evitar que colgaran cuando éste era abierto en canal, mientras
el abuelo las iba desprendiendo con sus manos ayudado por su cuchillo. Me las
dio y las coloqué en un bote de plástico. Arrancó el resto de los órganos
internos del animal y me los entregó también. Ya había cortado un trozo de
hígado.
—Llévale
a tu abuela —volvió a ordenar.
Corrí
a la cocina a hacer la entrega. Emilia ya elaboraba algunas tortillas en el
comal y una salsa en el molcajete. El abuelo había concluido la primera parte
de la tarea. En el resto de la tarde, cavaría el hoyo que serviría de horno,
mientras la abuela lavaría la panza y las tripas, además de preparar el cazo
para el consomé. La barbacoa era para agasajar a la hija y a los nietos
consentidos que llegarían al siguiente día a visitarla. Para ella, eso era
motivo de fiesta, aunque tuviera que gastar lo poco que tenía guardado. Para mí
eran suficientes esos pequeños detalles; me hacía feliz estar ahí de vacaciones
y comer ese trozo de hígado y la moronga que convirtió en un manjar. Además,
era agradable ver a mi prima varios años mayor que yo transformada en una
hermosa y excitante mujer. Sentí una punzada en la entrepierna al pensarla. Entró
el abuelo, sacó un cigarro sin filtro, tomó una brasa del fogón y lo encendió;
las manos callosas de quien ha trabajado en el campo toda su vida impedían que
sintiera quemarse. Sirvió dos vasos de pulque del garrafón donde lo guardaba. Acercó
uno a Emilia. Dieron un trago y sus miradas coincidieron en el humo que se
desprendía del fogón, el cual se escapaba entre los mezotes del techo y los intersticios
que dejaban las rocas sueltas, las cuales servían de paredes. Siempre supe que esos
silencios eran cofres conteniendo historias, pero, poco me pude asomar a ellos.
Yo me concentré en el humo que salía entre los dedos del abuelo, parecía formar
pequeños fantasmas que se diluían en unos segundos.
—Ve
a lavarte —me pidió la abuela.
Salí
y vi colgado el canal del borrego cubierto por una tela percudida, el bote con
las vísceras sobre el pequeño lavadero y la zalea, tendida al sol, ya era
olfateada por los perros. Tomé un poco de agua y lavé mis manos hasta los
codos, como me decía mi madre. Observé la sangre en mis zapatos, la limpié con
los dedos y volví a enjuagarlos. Lo entendí en ese momento: la muerte de los otros
era un asunto que parecía no perturbarme.
Extraordinario
ResponderBorrarWow! Está fuerte como describe la matanza del borrego y del joven y al final remata con "La muerte de los otros era un asunto que no parecía perturbarme" Cuando lo estaba leyendl fue lo que pensé: ¿Cómo es que el personaje nl se aterrorizaba con la muerte? Muy fuerte!! Es lo que pasa en estos días, somos tan indiferentes antes la muerte y el dolor.
ResponderBorrarExcelente, la verdad me provocó sentimientos encontrados; entre la manera extraordinaria de llevarme a una infancia que dormía en el inconsciente y la atmósfera, por momentos turbia, que se puede percibir de cada uno de los personajes. Me gustó mucho, felicidades!!
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