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La zalea al sol, por Alejandro Reyes Juárez


Gotas de sangre caen sobre la tierra levantando pequeñas partículas de polvo. Otras, terminan decorando mis gastados zapatos. Es verano y la lluvia no se acuerda de este pueblo. Parece que las nubes pasaron entre la nopalera, por el camino de la barranca, y sólo un par de pequeños tirones de éstas son decoración en el azur del cielo. Es medio día de viernes y me convierto en ayudante de matancero. Es una jornada de más aprendizajes que todo ese primer año recién concluido en la escuela secundaria.

Mi abuelo amarró las patas del borrego y lo tumbó sobre el suelo. Levantó su cabeza. Me pidió que colocara una cacerola bajo el cuello y lo degolló. La sangre cayó sobre el recipiente y esté se colmó; sentí su calidez escurriendo entre los dedos. El animal murió entre balidos en un breve tiempo. Llevé la sangre a la cocina para que Emilia la transformara en la comida de ese día. Eso de cultivarle frutos a la miseria era otro de sus poderes.

Dile a tu abuelo que te dé algo de menudencia para que les haga un taco.

Regresé feliz pensando en ese bocado y, mientras ayudaba a levantar el cadáver de la oveja para amarrarlo de una de sus patas a una rama del pirú que crece cerca del machero, le comuniqué al abuelo la solicitud de Emilia. Sin inmutarse continuó con su labor. Suspendido el animal sobre el suelo, ya sin su cabeza ni sus patas, lo desolló.

Unos meses antes ya había estado frente a otro cadáver. Jugaba futbol con unos vecinos en la calle del barrio en el que vivía. Era sábado por la noche. Gritos y ruidos nos alertaron. Pusimos pausa al partido para dirigirnos a la esquina. Miramos cómo algunos jóvenes corrían, hacía abajo por la pendiente, perseguidos por otro grupo de chavos. Uno de los primeros tropezó y cayó sin que sus amigos se dieran cuenta. Fue alcanzado y pateado en el piso hasta dejarlo inconsciente. Antes de volver sobre sus pasos, uno de los verdugos remató al caído con una roca grande sobre su cabeza. La guerra entre bandas tenía una víctima más, como pasaba también por el rumbo de Santa Fe, Neza o la San Felipe. Mis amigos corrieron hacia sus casas. Yo, antes de hacer lo mismo, me acerqué para ver al muerto: era el hermano del Nivea, mi compañero de salón de clases. Esa coincidencia me impresionó más que ver la sangre escurriendo de su cráneo destrozado y la roca con la cual fue asesinado. Me gustaron sus Converse color vino, su hebilla y su camiseta con la lengua de los Rolling Stones que ahora estaba manchada de sangre y lodo.

Tiende la zalea ordenó el abuelo y desperté de mi letargo.

Aún cálida, la coloqué sobre la cerca de órganos, fuera del alcance de los dos perros escuálidos que a la distancia vigilaban nuestros movimientos. Las patadas del abuelo los habían vuelto precavidos. Llegué para sostener las vísceras del carnero y evitar que colgaran cuando éste era abierto en canal, mientras el abuelo las iba desprendiendo con sus manos ayudado por su cuchillo. Me las dio y las coloqué en un bote de plástico. Arrancó el resto de los órganos internos del animal y me los entregó también. Ya había cortado un trozo de hígado.

Llévale a tu abuela volvió a ordenar.

Corrí a la cocina a hacer la entrega. Emilia ya elaboraba algunas tortillas en el comal y una salsa en el molcajete. El abuelo había concluido la primera parte de la tarea. En el resto de la tarde, cavaría el hoyo que serviría de horno, mientras la abuela lavaría la panza y las tripas, además de preparar el cazo para el consomé. La barbacoa era para agasajar a la hija y a los nietos consentidos que llegarían al siguiente día a visitarla. Para ella, eso era motivo de fiesta, aunque tuviera que gastar lo poco que tenía guardado. Para mí eran suficientes esos pequeños detalles; me hacía feliz estar ahí de vacaciones y comer ese trozo de hígado y la moronga que convirtió en un manjar. Además, era agradable ver a mi prima varios años mayor que yo transformada en una hermosa y excitante mujer. Sentí una punzada en la entrepierna al pensarla. Entró el abuelo, sacó un cigarro sin filtro, tomó una brasa del fogón y lo encendió; las manos callosas de quien ha trabajado en el campo toda su vida impedían que sintiera quemarse. Sirvió dos vasos de pulque del garrafón donde lo guardaba. Acercó uno a Emilia. Dieron un trago y sus miradas coincidieron en el humo que se desprendía del fogón, el cual se escapaba entre los mezotes del techo y los intersticios que dejaban las rocas sueltas, las cuales servían de paredes. Siempre supe que esos silencios eran cofres conteniendo historias, pero, poco me pude asomar a ellos. Yo me concentré en el humo que salía entre los dedos del abuelo, parecía formar pequeños fantasmas que se diluían en unos segundos.

Ve a lavarte me pidió la abuela.

Salí y vi colgado el canal del borrego cubierto por una tela percudida, el bote con las vísceras sobre el pequeño lavadero y la zalea, tendida al sol, ya era olfateada por los perros. Tomé un poco de agua y lavé mis manos hasta los codos, como me decía mi madre. Observé la sangre en mis zapatos, la limpié con los dedos y volví a enjuagarlos. Lo entendí en ese momento: la muerte de los otros era un asunto que parecía no perturbarme.

Comentarios

  1. Wow! Está fuerte como describe la matanza del borrego y del joven y al final remata con "La muerte de los otros era un asunto que no parecía perturbarme" Cuando lo estaba leyendl fue lo que pensé: ¿Cómo es que el personaje nl se aterrorizaba con la muerte? Muy fuerte!! Es lo que pasa en estos días, somos tan indiferentes antes la muerte y el dolor.

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  2. Excelente, la verdad me provocó sentimientos encontrados; entre la manera extraordinaria de llevarme a una infancia que dormía en el inconsciente y la atmósfera, por momentos turbia, que se puede percibir de cada uno de los personajes. Me gustó mucho, felicidades!!

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