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Mostrando las entradas de mayo, 2020

El espejo negro, por Carolina Herrera

La mesa está servida. Mamá se enfada porque Miranda y yo nos reímos como cómplices. Nos pregunta por qué la risa. —Es cosa de gemelos. —Le digo. Miranda siempre se levanta en la noche. Mamá dice que es sonámbula y que debo ayudarla a regresar a la cama. No sé qué hora es, pero me levanto para acostarla. Mañana tenemos que prepararnos temprano para ir a la escuela. Al día siguiente papá nos despierta con regaños porque no le gusta llegar tarde a su trabajo. Mi hermana y yo tenemos que estar listos a tiempo. Yo no batallo para levantarme y casi brinco de la cama, me apuro para ponerme el uniforme y cuando termino paso por la cama de mi hermana y le pego una patada al colchón mientras me río. Ella se levanta enojada. Poco después nos encontramos desayunando cereales de colores. Papá come como si estuviera en un concurso de comida de la feria de la ciudad, de esos en los que gana el que come mucho y rápido. Mamá nos da nuestras loncheras. Después papá nos lleva a la escuela y yo

EL INCAPAZ, por Rodrigo Ramírez del Ángel

“Cuatrocientos mil changos no pueden estar en un error”, era el ardid publicitario que vendía, con fondo de orquesta, el mejor antidepresivo en píldora jamás inventado. Las farmacias estaban como taquerías: filas y dobles órdenes. “En la compra de dos combo-homínido, el agua Ciel de seiscientos es gratis”. Las personas se iban con risas histéricas, cuadritos en el abdomen y bronceadas. La FDA había prohibido la prueba de medicamentos en humanos, entonces los changos eran los héroes globales que bailaban para convencernos de la felicidad. La nación entera se dedicó a hacer yoga y a admirar el vuelo de las mariposas. Las iglesias se vaciaron y los padres católicos aceptaron el sexo premarital como la bendición de una deidad que dejó de existir en la primera toma. El sol nunca más fue tan fuerte, ni el frío tan calador. Ernesto no cuadró en aquel romance de pincel fino. Los pocos científicos que, por amor al arte, siguieron en su oficio se dedicaron a estudiarlo. “El incapaz”, así

ASESORÍA EMOCIONAL, por Sylvia Georgina Estrada

Caro siempre fue una mujer muy lista y muy guapa. En las reuniones de la abuela todos querían estar cerca de ella, mis tías le confiaban los chismes familiares, mi mamá le contaba lo mucho que batallaba con el negocio, pero de una forma tranquila, no como le reclamaba a mi papá. Hasta mis primos, que se la pasaban jalando trenzas y dando trompadas a la menor provocación, se sosegaban en su presencia. Entonces ella tendría unos dieciséis años, pero aparentaba esa edad indefinida de las chicas bonitas que saben escoger el peinado y la ropa perfectas.             A Caro siempre la vi de lejos, pero con mucha atención. Tenía ese carisma hipnótico que te atrae y da miedo. Ella me saludaba con voz afectuosa y un beso sonoro en mi mejilla: “Hola, Perita, qué grande estás y qué chula te ves con ese vestido”. Sus cumplidos me bullían por dentro, como si me hubiera atragantado con Sprite. Entonces no podía suponer que, algunos años después, esa sensación me acompañaría por varios meses. C

Planeta fuego, por Aida Sifuentes

Unos dedos recorren mi cuerpo rozan mi cadera y continúan su viaje silencioso hacia mi interior. Lo tocan. Lo transforman en agua. Son mis dedos. Soy yo. Es la soledad que impera en el mundo. Sin poder salir y tampoco entrar. Es la cuenta eterna de los días que no se acaban. La libertad es el horizonte. Pienso en mi desgracia: flotar a la deriva sin una voz que me acompañe. El videochat pixeleado. La llamada sin conexión. El mundo se quema y yo con él. El planeta tierra. El planeta aire. El planeta agua. El planeta fuego. Todo existe. Todo fluye. Todo desaparece. Yo no soy. Yo no vivo. Yo no siento. Yo soy el dedo y el impulso. Soy todas las tragedias confinadas en un ser. Soy Ulises navegando en mí misma. Soy el mástil al que debo atarme para no volverme loca. Yo soy la batalla. Me conquisto. Me conozco y desconozco. Me inundo para no arder.

Cinco minutos para escribir, por Aurora Alvarado

— Si tuvieras cinco minutos para escribir, ¿qué escribirías?  — me pregunta papá ajustándose los lentes. — Tal vez una lista, o una pequeña carta, o un recado, o un poema. Tal vez dejaría escrito en un papel el nombre de mis grandes amores: mis hijos, mi familia. Trataría de abarcar a la gente que más pudiera. No lo sé. Quizá recordaría el mejor evento de mi vida para dejárselo a ellos. Pero ¿por qué me preguntas eso papá? — Tienes la fortuna de que el tiempo te ha regalado la dicha de tener contigo la compañía de quienes te quieren. Me quedé pensando un momento en la pregunta de papá. Posiblemente escribiría algo que me atormentara o un secreto. Pero sólo para descansar. Me despido de él. Conduzco hacia mi casa. Llevo más de una hora de camino. La visita a papá me ha dejado pensativa. Durante el trayecto he hecho un recuento de casi toda mi vida. *** Me asomo al balcón y respiro el aire fresco de la mañana. El sol muestra sus primeros rayos. Tenía tiempo sin verlo

Conversación en unos columpios solitarios, por Juan Iván González

Habían quedado de verse a las nueve y ya eran las nueve con diez. Rodolfo, que usualmente llegaba tarde a todo, se sentía molesto de que una de las pocas veces que sí había llegado temprano resultará infructuosa. Estaba sentado en una barda, mirando al parque que serpenteaba por el terreno desigual de las colonias. Con el horario de invierno ya estaba oscureciendo. La noche era agradable, soplaba un viento fresco. Era buen momento para estar vivo. Abimael llegó a las nueve con veinte, la clase de hora en que, cualquiera que lo conociese, esperaría que Rodolfo llegara. — No puedo creer que yo tuve que esperar. — Para variar, no te pasa nada. — Bueno, supongo que es el karma, — admitió Rodolfo — como quiera te robaré cigarros. Digo, si no hay problema. — Adelante, — dijo Abimael, pasándole la caja — para eso son. Empezaron a deambular por el Gran Parque, que atravesaba varias cuadras y pasaba debajo de avenidas por puentes oscuros. Era jueves por la noche y el lugar e