Yara parece una hechicera capaz de controlarlo todo.
Siempre es la capitana en los equipos de futbol y siempre gana todas las
carreritas. Debe ser por sus piernas largas. Toda ella es larga, como una
jirafa: delgada y con los dientes saltados. Su cabello flota sin forma, parece
un estropajo viejo, pero debe ser porque le encanta tirarse de cabeza para dar
vueltas de carro a la hora del recreo y que todos le aplaudan. Es insoportable.
Con su risa tonta y sus uñas llenas de tierra.
Ahora
es el centro de atención con el hula-hula que le compraron sus papás, luego de que
unos señores se pusieran afuera de la escuela a venderlos. Yo quería uno, pero
sé lo que hubiera dicho mamá: “Después. Para qué quieres eso. Ahorita no. No
traje el monedero”. Siempre le molesta hablar de dinero. Hasta
cuando vamos a la tienda nos dice muy discreta a mi hermana y a mí: “escojan un
frito, pero de los baratos”. Así que sólo podemos elegir entre las palomitas o
los chetos naranjas. Ni para qué hacerme ilusiones con que me comprará uno de esos
aros.
El
hula-hula de Yara es de franjas rosas y azules brillantes. Otros niños también
se hicieron de uno y ahora lo llevan para jugar a la hora del recreo. Pero
nadie le gana a ella. Puede hasta con tres a la vez. Los hace girar en su
cuello, los brazos, los pasa por la cintura y los saca por las piernas. Hasta
los profes se reúnen para verla. Yo también. Es hipnótica.
Yo
traté un par de veces con el aro de Julieta, pero no conseguí más que hacerlo
trastabillar mientras caía sin que mis torpes movimientos pudieran contenerlo.
Vaya tontería. No sirve de nada. Como ahora se entretienen en eso a la hora del
recreo, no me queda otra opción más que sentarme sola a comerme mi lonche de
tacos de frijoles con huevo.
Observo
a Yara con cuidado, como si pudiera descubrir a través de sus giros el secreto
de maestra aire que la hace ligera para dominar toda actividad física. No me
imagino cómo debe sentirse que tu cuerpo responda exactamente a lo que quieres
hacer. Pensar en un brinco y al segundo ya estar por los aires.
Querer una maroma y que las piernas no se te intrinquen de los nervios. Muy
raro.
Suena
el timbre y debemos volver al salón. Ahora nos toca la clase de ciencias
naturales. La maestra nos pone a trabajar en pares para un experimento y a mí me
da como pareja a la inútil de Yara. Será muy buena para deportes, pero es
pésima para escribir. Los garabatos que apunta en el cuaderno parecen arañas
sin forma. Deberían regresarla a primero a hacer ejercicios de bolitas y
palitos.
Entre
una y otra cosa nos ponemos a platicar. Me cuenta que su papá vende elotes
afuera de la secundaria que está a un par de cuadras de nuestra escuela y que
cuando llega, de lo que no se vendió, la deja prepararse un elote gigante en
vasos de plástico. Debe ser el mejor trabajo del mundo. Para mi desgracia, Yara
es muy graciosa. Sabe qué decir justo en el momento indicado. No la soporto.
Por supuesto, hablamos de los aros.
–¿Por qué no tienes uno? –me
pregunta.
–Es
que no me gustan. –le miento a la importosa.
–Si
quieres llévate el mío para que juegues en tu casa. Es muy fácil, nada más
debes practicar para que salga bien. Así juegas con nosotros mañana.
Así,
de la nada, que esta subnormal me ofrece su hula-hula. Le dije que sí. Pues qué
más.
Imaginé
que mamá iba a hacer millones de preguntas respecto al aro, pero sólo dijo “qué
padre” cuando le conté que Yara me lo había prestado. Comí aprisa para irme a
hacer la tarea y terminar temprano para ensayar lo del hula-hula: colorear los
continentes en un mapamundi, un cuestionario de diez preguntas y una lectura.
Pan comido.
En
el patio me enfrenté a mi archienemigo, quien ya me había hecho quedar en ridículo
frente a todos. Pero esta vez yo iba a ganar. Lo tomé con determinación y lo
puse alrededor de mi cintura. Me lancé a las vueltas y el aro cayó, como en
aquella primera ocasión. Intenté de nuevo. Dos, tres, cuatro veces. Todas en
falla. Pero no podía rendirme y decirle a Yara que no lo conseguí.
Poco
a poco fue cediendo. Trataba de concentrarme en el giro mientras veía los
borrones azules y rosa brillar bajo el reflejo del sol. Después de quinientos
mil intentos lo conseguí. Mi mamá me aplaudió cuando logré casi por cinco
segundos que el hula-hula girara alrededor de mí. No sabía que ella estaba
mirando, pero qué bueno porque, si no me vuelve a salir, al menos tengo una
testigo de mi éxito. No podía esperar para contarle de mi triunfo a mi nueva
amiga.
Seguí
practicando toda la tarde, cada vez con mayor facilidad. Al fin atrapé la idea:
girar la cadera con ritmo, levantar las manos para tomar impulso, sonreír. Así
que así se siente el poder. Si quisiera podría dominar el mundo entero.
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