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En busca de perdón, por Luis M. Alvarez


El teléfono sonó a las tres de la mañana. Estaba despierto. Ya eran varias semanas que intentaba dormir de corrido y no podía. A duras penas conciliaba el sueño a ratos y casi siempre durante las mañanas. El día anterior había sido muy difícil para mí. La persona que me llamó no entró en detalles, me dijo lo esencial y colgó.
El motivo de mi llamada es para informarle que su mamá acaba de morir.
Me quedé con la bocina en la mano, tratando de digerir la noticia. La relación entre ella y yo nunca fue cordial, peleábamos todo el tiempo por cosas sin importancia. El único factor integrador entre nosotros fue mi padre. Él moderaba las discusiones y trataba de que ambos saliéramos ilesos de nuestras diferencias. Hasta que un día, en medio de una de esas confrontaciones, él tuvo una crisis de salud y murió dos horas más tarde en su cama. El doctor que llamé para que lo atendiera llegó cuando ya no había remedio y solo sirvió para dar fe del deceso. Desde su juventud, mi padre venía luchando con una diabetes que no lo dejaba en paz y según el médico eso fue lo que provocó su muerte. En aquel entonces ya había muchos medicamentos que ayudaban a mantener el control de esa enfermedad, pero ella no tenía un buen concepto de las medicinas ni de los doctores. Insistía en recurrir a remedios caseros y hierbas. Papá la obedecía.
Nos encargamos entre mi madre y yo de hacer todos los trámites para los servicios funerarios. Escoger el féretro, la capilla, y demás detalles. Ella no quiso que prepararan el cuerpo, le parecía una falta de respeto que alguien más lo viera desnudo y peor aún, que un desconocido lo tocara. Era algo que, según su dicho, no podía permitir.
Omitió ese servicio a pesar de que el encargado de la funeraria le recomendó no hacerlo, por el tiempo que esperaría el cuerpo para ser sepultado.
Entre la velación y la misa van a pasar por lo menos doce horas. Si decide que no lo preparemos, le garantizo que durante el velorio, el cuerpo comenzará a oler mal le dijo el encargado.
Entonces lo velamos dos horas, hacemos la misa y lo enterramos, pero no voy a dejar que nadie le ponga las manos encima —respondió mi madre.
Quise intervenir en favor del empleado, pero el argumento de mi mamá me pareció razonable y ella fue tan contundente, que preferí ser su cómplice, guardar silencio y coincidir con ella, tal vez por primera vez.
El empleado no quiso seguir insistiendo y la dejó hacer todo a su manera. Ella quiso encargarse de vestirlo y maquillarlo y me mandó a casa por un traje negro, que guardaba en su clóset y lo reservaba para los eventos importantes. Más tarde regresé con lo que me pidió y le ofrecí ayuda, pero la rechazó. Me dijo que esperara afuera y, si me necesitaba, ella me lo haría saber. Salió media hora después, me dijo que estaba listo y que requería ayuda para acomodarlo en el féretro. Fui por mi primo Alberto y entre los dos lo levantamos, mamá se quedó vigilando. Cuando terminamos llegó un empleado de las capillas y cerró el ataúd.
Lo velamos menos de dos horas y lo llevamos a la iglesia. La misa fue la más corta que yo recuerde. El sacerdote hizo el ritual tradicional para estos casos, algo apresurado y salimos de ahí para llevar a mi papá a su última morada.
Hubo muy pocas personas, la mayoría eran vecinos y familiares muy cercanos. Todo pasó tan rápido que ni siquiera me dio tiempo de llorar. Quise reclamarle a mi mamá por tanta prisa, pero me detuve, quizás no era el momento.
Cuando todo terminó, caminamos de regreso a casa. Iba cabizbaja y en todo el trayecto permaneció callada. Recuerdo que la tomé del brazo y lo permitió durante unos metros, después lo retiró y siguió andando, pero esta vez erguida.
Nos encerramos cada uno en su habitación. Hubo mucho silencio. Yo no tenía ganas de pelear y supongo que ella tampoco porque no salió de su recamara en dos días. Por las noches la escuchaba llorar. Tocaba en su puerta y se callaba. Unos minutos más tarde se repetía el ciclo hasta que decidí dejar de molestarla. Durante esos dos días mi cabeza le daba vueltas a lo mismo: De ahora en adelante, ¿quién nos va a hacer entrar en razón?
Desde la muerte de mi padre, por alguna extraña razón, dejamos de pelear. Era como si su espíritu anduviera por ahí, mitigando nuestras ansias de discutir. Hablábamos poco, lo indispensable, pero cuando teníamos algo que decidir que nos competía a los dos, lo hacíamos en paz y siempre llegábamos a buenos acuerdos. Un año después, mi mamá decidió vender la casa. Según ella, estaba llena de recuerdos que la hacían deprimirse. Apoyé su decisión porque a mí me pasaba lo mismo.
Buscamos las escrituras para comenzar a ordenar los papeles, yo nunca las había visto. Me dijo que eran a lo mucho cinco hojas y que estaban en una mica transparente. Vaciamos todos los cajones de la casa, hasta los de la cocina, las cajas de revistas, hojeamos cada libro y nada. Luego sacamos toda la ropa de los armarios sin éxito. No nos explicábamos que pudo haber pasado y al regresar la ropa a su lugar, se me cayó un saco antiguo de papá. Del bolsillo interior salieron algunos papeles. Era el acta de matrimonio con mi mamá, mi fe de bautismo y mi cartilla de vacunación.
Nos miramos y juntos comenzamos a esculcar en cada chaqueta, pantalón y camisa. No tuvimos éxito Luego de esa faena decidimos tomar un descanso y nos sentamos en la cocina. No nos dijimos nada, solamente nos veíamos, como esperando cuál de los dos se atrevía a sugerir lo impensado. Tomé valor, respiré profundo y le dije:
—¿Y si los papeles están en el saco con el que enterramos a papá?
Estás loco me respondió yo lo vestí, me hubiera dado cuenta.
Sí, pero esa noche tú estabas muy afectada.
Nos quedamos callados y suspendimos la búsqueda de los papeles. Por unos días nos olvidamos de la venta de la casa. Después, ella insistió en lo mismo y me dijo que ya había pedido información sobre los pasos a seguir para realizar una exhumación. Le dijeron que tenían que pasar al menos cinco años para poder acceder a ese procedimiento.
Ella no estuvo conforme y me pidió que la acompañara al panteón. Le ofreció al administrador una fuerte suma de dinero por desenterrar a papá. El administrador no tuvo ningún inconveniente y hasta nos envió a dos trabajadores de su confianza para que nos ayudaran.
Esa misma noche lo hicimos. Los trabajadores quitaron las lozas, excavaron rápido y sacaron el féretro con cuidado, tratando de no hacer ruido. Yo me quedé a un lado, trataba de estar lo más lejos posible. Ahora yo era el que sentía que la intimidad de mi papá estaba siendo ultrajada. Los papeles los pudimos haber conseguido por otros medios y se lo dije, pero ella era terca. Su duelo ya estaba pasando y comenzaba a ser la misma de antes.
Al abrir la caja, los trabajadores enfocaron sus lámparas en el interior. Ella se asomó y de inmediato se retiró caminando hacia atrás, casi se cae de espaldas al tropezar con una de las lozas. Después su rostro se desfiguró y comenzó a gritar y llorar de una forma tan terrorífica que hizo que los pájaros salieran volando de los árboles cercanos y que los hombres se alejaran. Le quité la lámpara a uno de ellos y me acerqué para ver qué fue lo que causó tanto impacto. En el interior del féretro yacía el cuerpo de mi padre boca abajo, el tapiz del ataúd estaba rasgado y con huellas de sangre, sus manos, aún con algo de cuero pegado al hueso, parecían quebradas de los nudillos. ¡Lo enterramos vivo!
Quise gritar igual que ella y me contuve, alguien tenía que guardar la calma. Metí mi mano temblorosa entre las ropas y saqué los papeles. Los guardé en una bolsa de mi chaqueta y le ordené a los hombres que volvieran a dejar todo como estaba. Uno de ellos me dijo que no lo haría y que nos denunciarían si no les dábamos dinero. Miré a mi mamá para saber que ordenaba y la vi inmóvil a un lado de un árbol, seguía con una expresión de terror en su cara, pero ya no gritaba. Saqué mi cartera y les di mil pesos a cada uno, con eso se conformaron.
Después de esa noche, ella comenzó a tener comportamientos cada vez más extraños. Se encerraba en su cuarto por periodos muy prolongados, dejaba los alimentos intactos y alguna vez la llegué a ver comiendo insectos. Yo no me preocupaba mucho por ella, la culpaba por lo sucedido. Por haber condenado a mi padre a morir de esa forma. El día que decidí internarla en un manicomio, la encontré vagando por las calles, iba desnuda y con una corona de flores en la cabeza.
El doctor que la ingresó me dijo que la iba a tener en observación unos días y que después podía regresar por ella. Según él era mejor medicarla y cuidarla en casa, con gente cercana. Él no recomendaba un periodo muy largo en la clínica, porque su condición se agravaría. Yo lo escuché y no me importó lo que dijera. Tenía demasiado rencor dentro de mí. Lo que quería era que pagara por lo que hizo. La dejé en esa clínica y no volví. Su castigo sería no volver a salir del hospital.
***
Después de muchos años fui a visitarla. Quería verla, abrazarla, platicar con ella y tal vez, por qué no, volver a pelearnos. Quería decirle lo mucho que me arrepentía de haberla culpado de lo sucedido, pero no me dejaron entrar. Ella estaba aislada porque había contraído el virus que causó el encierro de todos. El mismo que tengo yo y que me hizo regresar en busca de perdón. La vi a través de un cristal, estaba sentada en su cama, agachada y con la mirada fija en sus manos. Llevaba puesto un cubre boca y unos guantes de látex. Le grité que la amaba y que me perdonara por haberla metido en esa clínica y ella siguió en su misma postura, tal vez ni siquiera me escuchó debido al espesor del vidrio.
Le pregunté a la enfermera, que nunca se separó de mí durante el tiempo que estuve en la clínica, si mi madre sabía que estaba contagiada del virus y me respondió que no. Que hacía mucho tiempo que no se daba cuenta de las cosas que pasaban a su alrededor y que permanecía horas en una misma posición. Después la vi levantarse de la cama y caminar hasta el cristal. Lo tocó con su mano derecha y alcancé a leer en sus labios: “Perdóname hijo, te quiero mucho”.

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