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LA PURGA, por Luis M. Alvarez


Desperté sentado en la banqueta y creo que ya se me está haciendo costumbre. Ni siquiera me di cuenta que llovió. Mi ropa y todo a mí alrededor está mojado, y ahora tengo que esperar a que la persona que ocupa mi casa tenga ganas de abrir la puerta.
Desde que regresé, el intruso me saca a la calle todas las noches y me deja entrar por las mañanas, para que le haga todo el trabajo. No puedo hacer nada para defenderme. Alguna vez lo intenté y me llevé la paliza de mi vida. Él es más fuerte que yo y sabe pelear.
Hace mucho tiempo me salí de la casa para buscar comida. Un año antes retiré todos mis ahorros del banco y vendí lo que pude de mis pertenencias. La mayor parte la gasté en latas de alimentos, velas, agua y monedas de plata. Eso era lo que, según yo, iba necesitar para el fin del mundo. Por un tiempo los medios de comunicación repetían como loros: el virus, la pandemia, el encierro, el confinamiento y tantas cosas relacionadas con lo mismo. La purga. Así llamamos hoy a la maldita pandemia que mató a la mitad de la población, aunque la realidad es diferente. La mayoría murió de hambre.
Siempre tuve mis dudas con respecto al virus, me parecía más un asunto geopolítico para justificar algunos cambios en una economía global agonizante y llena de deudas, pero la televisión y la radio siempre estuvieron atentos a mis pensamientos y me dejaban sin margen de debate.
Yo no me siento mal, quiere decir que no estoy enfermo, me decía a mí mismo y acto seguido escuchaba a la radio: “El virus mutó y ahora los enfermos pueden ser asintomáticos”.
Luego pensaba: Tal vez lo tuve y me curé, porque ya voy a completar un mes aquí, solo y encerrado“Las personas que se curaron del virus, pueden volver a contagiarse”, respondía la televisión.
A pesar de esas respuestas, yo seguía incrédulo porque no conocí a nadie cercano que muriera por esa causa o por lo menos que se infectara. De pronto, gente del medio artístico, deportistas y personajes de la política comenzaron a contraer el virus. Algunos se curaban y su recuperación era festejada en los medios. Otros fallecían y no se volvía a saber nada de ellos, ni siquiera de su funeral, ya que estaba prohibido realizar ese tipo de servicios por el riesgo de contagio.
 Y así fue que llegó el primer confinamiento. Duró cerca de cuatro meses y  después las ciudades se abrieron con algunas reservas. El segundo encierro ocurrió después de seis semanas. Según los noticieros se presentó un nuevo brote porque un porcentaje de la población no acató las reglas de confinamiento. Dijeron que la cepa se fortaleció y era más letal que la primera. Ese resguardo duró ocho meses y fue ahí que comenzaron los problemas sociales. Las medidas restrictivas se intensificaron y quien intentó abandonar su casa para buscar alimentos, encontró metralla de la policía y el ejército.
Después hubo otro intento por reabrir y duró menos de una semana. El dinero ya no valía nada y no importaba demasiado porque no había nada que comprar. Comenzaron las revueltas y el caos. Las calles eran campos de batalla de unos contra otros. El gobierno decretó un toque de queda para controlar la situación y se cerró todo por tercera vez. Desde entonces no se ha hecho un anuncio oficial que declare mitigada la pandemia o tal vez sí, ¿Quién podría saberlo? Si ya no existe la televisión,  la radio, ni el internet. Ya no tenemos nada.
Mis provisiones se terminaron durante el primer año de la purga y lo poco que quedó se echó a perder. En ese tiempo dejé de escuchar los altavoces de los soldados que ordenaban no salir a la calle y que hacían rondín cada dos horas. Por eso me animé a salir. No quería morirme de hambre sin haber hecho por lo menos un intento.
Tomé cinco monedas de plata, el resto las enterré en el jardín a un lado de la jacaranda, y abandoné mi casa con la esperanza de encontrar comida. Caminé por mi colonia que estaba completamente vacía, seguí por una calle y luego por otra y otra hasta que llegué a lugares que nunca había visto. Vi gente que se mostró agresiva y preferí evadir cualquier tipo de interacción. Quise regresar, pero me encontré con revueltas y después tiroteos que me hicieron huir y llegar cada vez más lejos hasta que perdí el rumbo. Las cinco monedas me duraron el mismo número de días en periodos semanales.
Fueron meses los que vagué entre la anarquía y el hambre. Hasta que un día, las personas ya no me veían diferente. Era uno de ellos que buscaba comida para seguir viviendo. Poco a poco me integraron en sus planes, en sus alimentos y alguna vez hasta llegué a tener un arma en mis manos. Nunca la usé porque no sabía cómo hacerlo y tampoco tenía el valor necesario. Sin embargo, a pesar de haber sido aceptado en un círculo muy diferente a los que conocía, siempre tuve el anhelo de regresar a mi casa y quedarme ahí, a esperar un final un poco más decoroso.
Un día me desperté con la fuerza suficiente y me perdí del grupo. Volví a caminar solo por las calles y caminos, hasta que reconocí los arcos de mi fraccionamiento. Todo seguía vacío y en calma. A diferencia de algunas casas que estaban desvalijadas, la mía permanecía intacta, como si me esperara. Apresuré el paso y busqué las llaves de emergencia que guardaba encima de la barda, bajo una rama de la jacaranda. Las encontré e intenté abrir pero la llave no entró en la cerradura. De pronto vi que alguien cruzaba el jardín en dirección mía. Era un tipo de talla mediana, algo encorvado, calvo y de barba y bigote espesos que parecían falsos. Su cara me era familiar, pero no sabía de dónde.
—¿Qué quieres wey? —me dijo retador.
— Disculpe señor, pero yo vivo aquí, esta es mi casa —le respondí.
            Sacó unas llaves de su pantalón y abrió la reja.
—¿Neta, ésta es tu casa? Si como no. No vaya siendo. —Me amagó dos veces como si me fuera a patear.
—No te asustes cabrón, no te voy a hacer nada. Y órale, pásale que ya va siendo hora de que tenga un gato.
            —¿Un gato? No señor usted no ha entendido. Yo vivo aquí.
            —Ni madres cabrón, y ya métete antes de que me arrepienta.
Me empujó hacia adentro y no tuve más remedio que obedecer. El exterior, la palapa, la alberca y los jardines estaban prácticamente intactos, un poco descuidados, pero nada que no pudiera remediarse. Mi sorpresa más grande fue en el interior. Las paredes estaban tapizadas con posters y banderines de algunos equipos, mi sillón reclinable se encontraba cubierto con una bandera del equipo américa. A este loco sí que le gusta el fútbol, pensé mientras seguía observando a los jugadores en las fotos. Había uno que se repetía en muchas de ellas, tal vez fue su ídolo de antes de la purga. Era Cuauhtémoc Blanco, ese futbolista que después se hizo político y se metió en muchos líos. Durante la purga se dijo que contrajo el virus y fue uno de los que no la libró. Su muerte fue muy dolorosa para el mundo de los deportes, pero no tanto para el ámbito político, al parecer no era la faceta más querida de su vida.
En eso estaba cuando el intruso me interrumpió con su voz cantadita tipo chilango.
Órale wey ponte las pilas. ¿O no quieres ganarte el pipirín? Vete a limpiar el jardín, porque hace mucho que no entreno. Tú vas a ser mi portero.
Y desde ese día hasta hoy, esa ha sido mi vida: limpiar la casa, ayudarle a entrenar, recibir pelotazos, zapes o coscorrones y por la noche dormir en la banqueta. Ayer fue un día muy caluroso y lo vi por primera vez sin esa ridícula barba y bigote postizos. Estoy seguro que él es Cuauhtémoc Blanco, que por alguna razón se hizo pasar por muerto y se vino a refugiar aquí, a Saltillo. A donde a nadie le importara.
Anoche, antes de dormir, decidí que hoy será mi último día en la casa. Se la voy a dejar. No quiero ponerme a pelear con él porque seguro voy a perder. Hoy voy a desenterrar mis monedas y regresaré con la gente que me dio la mano cuando me quedé sin nada, para ayudarles a seguir en la lucha por una vida mejor.
—¡Buyele wey! ¿Pos qué no andabas tras la chuleta?

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