Desperté
sentado en la banqueta y creo que ya se me está haciendo costumbre.
Ni siquiera me di cuenta que llovió. Mi ropa y todo a mí alrededor está mojado,
y ahora tengo que esperar a que la persona que ocupa mi casa tenga ganas de
abrir la puerta.
Desde
que regresé, el intruso me saca a la calle todas las noches y me deja entrar
por las mañanas, para que le haga todo el trabajo. No puedo hacer nada para
defenderme. Alguna vez lo intenté y me llevé la paliza de mi vida. Él es más
fuerte que yo y sabe pelear.
Hace
mucho tiempo me salí de la casa para buscar comida. Un año antes retiré todos
mis ahorros del banco y vendí lo que pude de mis pertenencias. La mayor parte
la gasté en latas de alimentos, velas, agua y monedas de plata. Eso era lo que,
según yo, iba necesitar para el fin del mundo. Por un tiempo los medios de
comunicación repetían como loros: el virus, la pandemia, el encierro, el
confinamiento y tantas cosas relacionadas con lo mismo. La purga. Así llamamos
hoy a la maldita pandemia que mató a la mitad de la población, aunque la realidad
es diferente. La mayoría murió de hambre.
Siempre tuve mis dudas con respecto al virus, me parecía más un asunto geopolítico
para justificar algunos cambios en una economía global agonizante y llena de
deudas, pero la televisión y la radio siempre estuvieron atentos a mis
pensamientos y me dejaban sin margen de debate.
Yo
no me siento mal, quiere decir que no estoy enfermo,
me decía a mí mismo y acto seguido escuchaba a la radio: “El virus mutó y ahora
los enfermos pueden ser asintomáticos”.
Luego
pensaba: Tal vez lo tuve y me curé, porque ya voy a completar un mes aquí,
solo y encerrado. “Las
personas que se curaron del virus, pueden volver a contagiarse”, respondía la
televisión.
A
pesar de esas respuestas, yo seguía incrédulo porque no conocí a nadie cercano
que muriera por esa causa o por lo menos que se infectara. De pronto, gente del
medio artístico, deportistas y personajes de la política comenzaron a contraer
el virus. Algunos se curaban y su recuperación era festejada en los medios. Otros
fallecían y no se volvía a saber nada de ellos, ni siquiera de su funeral, ya
que estaba prohibido realizar ese tipo de servicios por el riesgo de contagio.
Y así fue que llegó el primer confinamiento. Duró
cerca de cuatro meses y después las
ciudades se abrieron con algunas reservas. El segundo encierro ocurrió después
de seis semanas. Según los noticieros se presentó un nuevo brote porque un porcentaje
de la población no acató las reglas de confinamiento. Dijeron que la cepa se
fortaleció y era más letal que la primera. Ese resguardo duró ocho meses y fue
ahí que comenzaron los problemas sociales. Las medidas restrictivas se
intensificaron y quien intentó abandonar su casa para buscar alimentos,
encontró metralla de la policía y el ejército.
Después
hubo otro intento por reabrir y duró menos de una semana. El dinero ya no valía
nada y no importaba demasiado porque no había nada que comprar. Comenzaron las
revueltas y el caos. Las calles eran campos de batalla de unos contra otros. El
gobierno decretó un toque de queda para controlar la situación y se cerró todo
por tercera vez. Desde entonces no se ha hecho un anuncio oficial que declare
mitigada la pandemia o tal vez sí, ¿Quién podría saberlo? Si ya no existe la
televisión, la radio, ni el internet. Ya
no tenemos nada.
Mis
provisiones se terminaron durante el primer año de la purga y lo poco que quedó
se echó a perder. En ese tiempo dejé de escuchar los altavoces de los soldados
que ordenaban no salir a la calle y que hacían rondín cada dos horas. Por eso
me animé a salir. No quería morirme de hambre sin haber hecho por lo menos un
intento.
Tomé
cinco monedas de plata, el resto las enterré en el jardín a un lado de la
jacaranda, y abandoné mi casa con la esperanza de encontrar comida. Caminé por
mi colonia que estaba completamente vacía, seguí por una calle y luego por otra
y otra hasta que llegué a lugares que nunca había visto. Vi gente que se mostró
agresiva y preferí evadir cualquier tipo de interacción. Quise regresar, pero
me encontré con revueltas y después tiroteos que me hicieron huir y llegar cada
vez más lejos hasta que perdí el rumbo. Las cinco monedas me duraron el mismo
número de días en periodos semanales.
Fueron
meses los que vagué entre la anarquía y el hambre. Hasta que un día, las personas
ya no me veían diferente. Era uno de ellos que buscaba comida para seguir
viviendo. Poco a poco me integraron en sus planes, en sus alimentos y alguna
vez hasta llegué a tener un arma en mis manos. Nunca la usé porque no sabía
cómo hacerlo y tampoco tenía el valor necesario. Sin embargo, a pesar de haber
sido aceptado en un círculo muy diferente a los que conocía, siempre tuve el
anhelo de regresar a mi casa y quedarme ahí, a esperar un final un poco más
decoroso.
Un
día me desperté con la fuerza suficiente y me perdí del grupo. Volví a caminar
solo por las calles y caminos, hasta que reconocí los arcos de mi
fraccionamiento. Todo seguía vacío y en calma. A diferencia de algunas casas
que estaban desvalijadas, la mía permanecía intacta, como si me esperara.
Apresuré el paso y busqué las llaves de emergencia que guardaba encima de la
barda, bajo una rama de la jacaranda. Las encontré e intenté abrir pero la
llave no entró en la cerradura. De pronto vi que alguien cruzaba el jardín en
dirección mía. Era un tipo de talla mediana, algo encorvado, calvo y de barba y
bigote espesos que parecían falsos. Su cara me era familiar, pero no sabía de
dónde.
—¿Qué
quieres wey? —me dijo retador.
—
Disculpe señor, pero yo vivo aquí, esta es mi casa —le respondí.
Sacó unas llaves de su pantalón y
abrió la reja.
—¿Neta, ésta es tu casa? Si como no. No
vaya siendo. —Me amagó dos veces como si me fuera a patear.
—No te asustes cabrón, no te voy a hacer
nada. Y órale, pásale que ya va siendo hora de que tenga un gato.
—¿Un gato? No señor usted no ha
entendido. Yo vivo aquí.
—Ni madres cabrón, y ya métete antes
de que me arrepienta.
Me
empujó hacia adentro y no tuve más remedio que obedecer. El exterior, la
palapa, la alberca y los jardines estaban prácticamente intactos, un poco
descuidados, pero nada que no pudiera remediarse. Mi sorpresa más grande fue en
el interior. Las paredes estaban tapizadas con posters y banderines de algunos
equipos, mi sillón reclinable se encontraba cubierto con una bandera del equipo
américa. A este loco sí que le gusta el fútbol, pensé mientras seguía
observando a los jugadores en las fotos. Había uno que se repetía en muchas de
ellas, tal vez fue su ídolo de antes de la purga. Era Cuauhtémoc Blanco, ese futbolista
que después se hizo político y se metió en muchos líos. Durante la purga se
dijo que contrajo el virus y fue uno de los que no la libró. Su muerte fue muy
dolorosa para el mundo de los deportes, pero no tanto para el ámbito político,
al parecer no era la faceta más querida de su vida.
En
eso estaba cuando el intruso me interrumpió con su voz cantadita tipo chilango.
—Órale wey
ponte las pilas. ¿O no quieres ganarte el pipirín?
Vete a limpiar el jardín, porque hace mucho que no entreno. Tú vas a ser mi
portero.
Y
desde ese día hasta hoy, esa ha sido mi vida: limpiar la casa, ayudarle a
entrenar, recibir pelotazos, zapes o coscorrones y por la noche dormir en la
banqueta. Ayer fue un día muy caluroso y lo vi por primera vez sin esa ridícula
barba y bigote postizos. Estoy seguro que él es Cuauhtémoc Blanco, que por
alguna razón se hizo pasar por muerto y se vino a refugiar aquí, a Saltillo. A
donde a nadie le importara.
Anoche,
antes de dormir, decidí que hoy será mi último día en la casa. Se la voy a
dejar. No quiero ponerme a pelear con él porque seguro voy a perder. Hoy voy a
desenterrar mis monedas y regresaré con la gente que me dio la mano cuando me
quedé sin nada, para ayudarles a seguir en la lucha por una vida mejor.
—¡Buyele wey! ¿Pos
qué no andabas tras la chuleta?
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