Caro siempre fue una mujer muy lista y muy guapa. En las reuniones
de la abuela todos querían estar cerca de ella, mis tías le confiaban los
chismes familiares, mi mamá le contaba lo mucho que batallaba con el negocio,
pero de una forma tranquila, no como le reclamaba a mi papá. Hasta mis primos,
que se la pasaban jalando trenzas y dando trompadas a la menor provocación, se
sosegaban en su presencia. Entonces ella tendría unos dieciséis años, pero
aparentaba esa edad indefinida de las chicas bonitas que saben escoger el
peinado y la ropa perfectas.
A Caro
siempre la vi de lejos, pero con mucha atención. Tenía ese carisma hipnótico
que te atrae y da miedo. Ella me saludaba con voz afectuosa y un beso sonoro en
mi mejilla: “Hola, Perita, qué grande estás y qué chula te ves con ese vestido”.
Sus cumplidos me bullían por dentro, como si me hubiera atragantado con Sprite.
Entonces no podía suponer que, algunos años después, esa sensación me
acompañaría por varios meses.
Cuando entré a la secundaria mis calificaciones de
matemáticas eran un desastre. Yo era una estudiante regular, las clases me
aburrían y además estaba el tema de mi mala vista. Cuando estaba chiquita tuve
estrabismo, pero mis papás no hicieron nada al respecto hasta que los regañó mi
maestra de quinto de primaria y los contactó con una fundación que hacía
operaciones gratuitas. Si bien mis ojos se quedaron quietos y lucían normales, el
médico dijo que, como no tuve ningún tratamiento antes de los ocho años, ahora
era muy complicado recuperar
la visión de mi ojo vago. Mis padres se lo tomaron muy mal, a mí me dio un poco
de risa pensar que tenía un ojo perezoso, tal vez por eso nunca me quería
levantar temprano.
Aunque tenía el pretexto
perfecto para las malas calificaciones, mi mamá estaba preocupada de que no me
alcanzara para llegar a la preparatoria. Así que decidió que necesitaba clases
privadas y contrató a mi prima Caro, que estudiaba ingeniería industrial y daba
asesorías de Álgebra y Cálculo a los adultos que estaban terminando la prepa
abierta.
Caro llegaba al negocio
a eso de las cinco de la tarde. Ya no había muchos clientes y nos sentábamos en
una mesa del rincón. Mi mamá siempre le ofrecía de comer, pero ella nunca
aceptaba, sólo tomaba un té helado o una taza de café. Yo traía mi cuaderno de
matemáticas y le enseñaba lo que la maestra me había encargado de tarea. Ella
me explicaba cómo resolver las ecuaciones y después me ponía unos ejercicios
para que practicara lo aprendido.
De verdad que hacía mi
mejor esfuerzo, pero a veces el cerebro no me daba y ella tenía que volver a
explicar todo. Nunca se enojaba, era muy paciente y me hablaba con su voz dulce:
“Perita, vamos a repasarlo de nuevo, no te preocupes, falta mucho para tu examen
parcial”. Podía darme cuenta de que se me subían los colores, entonces Caro me
abrazaba fuerte y me besaba en la cabeza. Pegada a su pecho, olía su perfume y
sentía que podía resolver todas las ecuaciones de primer grado que se me
pusieran enfrente.
Caro fue mi maestra
durante toda la secundaria. Me seguía sorprendiendo que una muchacha tan bonita
fuera tan buena con el álgebra, tanto, que hasta una burra como yo pudo
aprenderse la fórmula general, resolver ecuaciones de tercer grado y pasar
todos sus exámenes, incluido el de admisión a la preparatoria. Pero no siempre
hablábamos de matemáticas, también de mi miedo a quedarme ciega, de sus ganas
de viajar por Europa, de lo mal que se llevaban mis papás. Fuimos varias veces al
cine, me acuerdo que vimos El juego de la fortuna, donde un nerd de los
números logra que un equipo de beisbol haga historia, una cosa muy rara para
alguien que no entiende ni las matemáticas ni el beisbol.
Durante tres años tuve
la oportunidad de escuchar su voz junto a mi oído, de sentir sus caricias en mi
cabello, su pierna junto a la mía. Caro se fue antes de que yo empezara la
prepa. Ella ya había terminado su carrera y le ofrecieron un trabajo muy bien
pagado en otra ciudad. Nuestra despedida duró menos de diez minutos: me tomó de
las manos, me miró a los ojos y dijo que me iba a extrañar un montón, que nunca
había tenido una amiga tan bonita y divertida como yo. A mí toda la noticia me
traía atarantada, sólo alcancé a decir que la iba a extrañar, que no se
olvidara de mí. Ella me deseó suerte en la escuela, me dio un beso y se fue. No
la volví a ver.
A veces mi mamá me
contaba cosas de Caro, que en su trabajo la mandaron a Alemania, que allá se
casó, que tuvo un hijo, que se divorció y regresó a México. Yo terminé la
carrera en Administración de Empresas y le ayudaba a mi mamá con el negocio,
ahora teníamos tres sucursales y había un montón de trabajo.
Hace unos días recibí
una solicitud de amistad de Facebook, era de Caro. Estuve a punto de
eliminarla, por puro despecho, tantos años sin una noticia suya, pero en su
foto de perfil se ve bien bonita. Siempre fue una traga años, siempre fue muy
lista, siempre fue todas las cosas. Terminé confirmando la solicitud. Tal vez uno
de estos días me anime a escribirle un mensaje.
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