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Una carta para la editora, por Ali S. Martínez


Ciudad de México, a 04 de junio de 2020

Para Pamela M.

Editora en jefe de la editorial Libra

Monterrey, Nuevo León


Estimada Pamela 

¿Estimada? ¿Es esa la palabra correcta? Hace apenas unos días que comencé a hablar contigo y no sé si “estimada” es la palabra correcta para una persona a la que apenas conozco. Sin embargo, me he aventurado a utilizarla debido a que en tan poco tiempo me has dejado conocerte en gran manera. Me has hablado de tu infancia, de tu adolescencia, de tus amores y desamores, de tus batallas y tus glorias por todo el mundo. Desde California hasta Gran Bretaña y quizá, muy pronto, más allá.

Si tú me has hablado de ti, entonces me parece justo el desenmascararme. La idea no me agrada, pero me lo has pedido como una tarea para tu taller de escritura “ahora quiero que escriban sobre ustedes, sobre su vida”. Y vaya que me has complicado las cosas, pero si hay algo que puede decirse de mí es que siempre cumplo con todas las tareas que se me asignan, bueno, no todas, siempre y cuando no me pidas cometer algún asesinato o traficar contenido misterioso a través de alguna frontera.

Cuando te dije que tu tarea me torturaba me respondiste con un “déjame ver quién vive en ti”, y con esto comienzo.

¿Quién vive en mí? En mí vive un niño que pasó su infancia sin amigos porque aquellos que lo rodeaban le tachaban de raro. Un niño que buscaba a toda costa socializar, pero que simplemente había algo en él que repelía a los demás de buscar su compañía. Un niño que tenía que imaginar sus propios mundos e historias. Nunca llegué a tener amigos imaginarios porque desde chico mi padre me inculcó el amor por la ciencia y pronto supe que cualquier producto de mi imaginación sería sólo eso, imaginación.

¿Quién vive en mí? La infancia sin amigos fue dura, pero la adolescencia fue peor. Cuando cumplí once años mis padres decidieron mudarse de la casa de playa a la ciudad. Me dijeron que lo hacían buscando mejores escuelas, la verdad es que lo hicieron para salvarme de la depresión, aunque yo no recuerdo haberla experimentado. Pero los reportes de los profesores sobre mí observando la nada en medio del salón de clases, o de ir por ahí diciéndole a los otros niños que los Reyes Magos no existían, o que todos estábamos programados para envejecer y morir, no eran propios de un niño. Supongo que a todo eso se le sumó el antecedente de que, cuando tenía siete años, mi profesora le pidió permiso a mis padres para llevarme a la capital del estado y hablar con unos investigadores de la Secretaría de Educación. Aquellos investigadores me sentaron en una silla y me interrogaron durante casi una hora, ¿de qué querían que les hablara? De la guerra de Irak, la invasión a Afganistán y del USS Cole unos meses antes del atentado de las Torres Gemelas.

La profesora volvió con mis padres y tenía un veredicto, que un niño de siete años no debería estar tan sumergido en esos temas, en violencia, en desgracia y demás. La conclusión fue que viviendo en aquel conjunto vacacional yo no sólo no tenía amigos, sino que aquellos con los que interactuaba eran periodistas, escritores, políticos y algunos agregados diplomáticos de embajadas. Necesitaba comenzar a vivir de acuerdo con mi edad y por eso a los once años se mudaron a una ciudad.

Allí finalmente tuve amigos, otros niños raros al igual que yo, pero amigos al fin y al cabo. Amigos que conservo hasta el día de hoy. Me sentí feliz y viví sin preocupaciones hasta que las niñas comenzaron a aparecer en mi radar. La primera fue Sarah y la conocí en mi primer día de clases en la secundaria. Era una niña muy bonita, de piel blanca y cabello negro, tan alta como yo y con un tono de voz extrañamente atractivo para mí.

Nos hicimos amigos y ella iba por allí contándole a todo el mundo que yo era su “mejor amigo”. Pronto alguien me dijo que yo le gustaba a Sarah y que debía pedirle que fuera mi novia, pero yo no me lo creí. Me quedé con la idea de que yo era un “niño raro”, de que tenía problemas y que simplemente era feo. ¿Por qué creía ser feo? Porque desde que tenía memoria todos los niños habían hecho burla de mis orejas llamándome “Dumbo”. ¿Por qué una niña tan bonita como Sarah estaría enamorada de un niño feo como yo? Los cisnes nunca se enamoran de los patos.

Como sea, la compañía de Sarah tan sólo me duró seis meses ya que se cambió de turno en la escuela, nosotros estábamos en el turno de la tarde y ella se fue al de la mañana. Fue entonces cuando apareció por primera vez esa extraña persistencia que me ha caracterizado desde entonces, un mecanismo de propulsión que me hace avanzar contra la corriente hasta llegar a donde quiero ir, no tengo idea de cómo funciona, sólo sé que a veces aparece algo que lo detona. Y aquella primera vez fue Sarah.

Tan pronto se fue ella al turno matutino, supe que quería ir tras la niña. Así que comencé a movilizar todo lo que tenía para cambiarme de turno. Se suponía que el turno matutino era tan codiciado por los padres de familia que allí sólo podían entrar los niños ricos o aquellos que eran muy inteligentes. Sarah era rica, o al menos entraba en aquella definición de “riqueza” que puede encontrarse y aplicarse en una pequeña ciudad donde la precariedad es la norma. Yo no era pobre y mucho menos rico, mi padre era un hombre que valoraba la sencillez en aras de la seguridad, lo cual tiene sentido viviendo en un estado como Veracruz, donde hasta por tener coche te secuestran y meten un balazo. Lo que me quedaba era probar mi inteligencia, la cual estaba en duda al tener que ir a clases particulares de matemáticas. Pero la imagen de Sarah en mi cabeza me hizo comenzar a escalar en el llamado “cuadro de honor”. Aquel año y medio no hice nada más que obtener nueves y dieces, ganar concursos de debates, de escritura de cuentos y hasta formé parte del coro que grabó el himno a Veracruz junto al polaco Ryszard Siwy Machalica.

Finalmente, en 2009, el director de la escuela ofreció a mis padres transferirme al turno matutino para que yo pudiera aprovechar los programas culturales como música, teatro… Patrañas, yo estaba allí por Sarah y pronto me olvidé de las calificaciones. Pero llegué tarde, dieciocho meses tarde. Encontré a Sarah, pero ya no era ella, se había vuelto superficial y me trataba como alguien inferior, incluso se burlaba de mis orejas con sus nuevos amigos del turno matutino. Nunca supe lo que le pasó, pero allí aprendí que las personas cambian y que casi siempre es para mal.

Como buen adolescente enamorado, nunca dejé de perseguirla y me dediqué a derrocar a cada novio que ella conseguía. Los conspiraba para hacer que terminaran e incluso hice que dos de sus pretendientes se pelearan entre sí de una manera tan dramática, que tuvieron que llamar a la policía. Pero siempre que yo derribaba a uno de mis oponentes, desde las sombras ella se conseguía a otro y a otro más, Hasta que un día el oponente terminó siendo mi mejor amigo Jacinto. Estábamos ya en el primer año de preparatoria cuando ella comenzó a buscar la atención de Jacinto. Él me juró que nunca le haría caso, pues sabía que ella era mi “crush” y él era mi mejor amigo y no me traicionaría. Incluso nuestras amigas más cercanas decían que Sarah estaba buscando a Jacinto sólo para lastimarme, para verme sufrir. ¿Por qué? No lo sé, hasta donde supe ella nunca se enteró de que yo le había derribado a cada novio y tiene sentido, pues yo siempre actué sólo y nunca se lo dije a nadie.

Pero Jacinto no logró resistirse a los encantos de Sarah y, al final de la adolescencia con dieciséis años, se acostó con ella. Me enteré por otras personas, pero al final él mismo me confesó su supuesto crimen. Desde aquel día Sarah dejó de importarme, pero otra vez, la claridad llegó demasiado tarde pues ahora había perdido a mi mejor amigo. Aquel que me salvó de la depresión cuando me mudé la gran ciudad y no tenía un solo compañero.

El segundo año de la preparatoria fue una larga carrera de mi parte para conseguir novia, pues la mayoría mis amigos tenían una. Pero todas aquellas chicas tras las que iba me rechazaban: “eres raro”, “eres muy serio”, “eres bastante friki”, “no me siento atraída físicamente por ti”. Me rendí al final de aquel segundo año de preparatoria. Hasta que apareció Adriana, aquella chica de quince años con el cabello rizado, baja estatura, piel blanca, mejillas enrojecidas y apellido italiano.

Carajo, Pamela, si yo te la pudiera describir. En aquellos días todos afirmaban que Adriana era la niña más bonita en aquella ciudad veracruzana. Y creo que lo era, bastaba con que subiera una fotografía suya a Facebook para que doscientas personas le dieran “like” y varias decenas de chicos se amontonaran buscando su atención. En aquel último año de preparatoria todos estaban enamorados de ella, excepto yo. No sé si porque seguía herido por Sarah o porque no veía la probabilidad matemático-biológica en ir tras la chica más bonita de la escuela, cuando a mí todas me habían rechazado por raro y orejón.

Aparentemente los cuentos de hadas suceden y un día ella estaba en la casa de mi nuevo mejor amigo, Hilario. Llegué como siempre, con mi laptop para jugar videojuegos, y su madre me abrió la puerta, subí las escaleras y al abrir la puerta de su habitación allí estaban Luisa y su amiga Adriana… Adriana, con la falda de la escuela dejando ver sus piernas blancas. Levanté la mirada y pude ver como unos ojos color café me miraban desde la cama. Hilario nos presentó y comenzamos a jugar un videojuego llamado Left 4 Dead. Yo no podía ni pensar y en el videojuego me mataban cada treinta segundos porque Adriana inhibía mi actividad cerebral. No podía hablar, tampoco podía dejar de intentar mirarla de reojo y por sobre todo, no podía evitar analizar cada palabra antes de que saliera de mi boca, tratando de evadir el sonar como un niño raro. Recuerdo también su aroma, como de rosas marchitas, rojizas al igual que el color de sus labios. Desde entonces, cuando estoy cerca de una chica que realmente me parece bonita, la vista se me nubla, la mente me traiciona y siento como mi corazón se acelera.

Pasaron los días y seguíamos viéndonos en casa de Hilario, hasta que una tarde ella me invitó a salir. Le dije “¿No crees que soy raro?”, y ella me respondió “Sí Ali, pero ser raro hoy en día es más un cumplido que un insulto”. Ella era tres años menor que yo y aun así parecía saber más de la vida. Y en verdad sabía de ella, pues había sufrido bastante: a su padre lo había secuestrado y asesinado el narcotráfico, y ahora ella era adicta a la marihuana. Totalmente diferente a mí, el chico de dieciocho años aburrido que no bebía ni siquiera una cerveza. Nos complementábamos, ella me empujaba a hacer cosas fuera de mi zona de confort y yo la llevaba a tierra cuando sus problemas le hacían perder el suelo. Fue un año increíble, en el que todos los chicos de la preparatoria me miraban con extrañez y preguntándose “¿Qué rayos le vio a ese orejón?”.

Pero al finalizar el año las cosas se complicaron, yo tenía que entrar a la universidad y me mudaría a la capital del estado, así que ahora sólo vería a Adriana los fines de semana. Nosotros sabíamos por experiencia ajena que aquel era el final de todas las relaciones, sin importar cuanta voluntad tuvieran las parejas de aquella pequeña ciudad llamada Cardel, los que se iban terminaban siempre enamorándose de otra persona en la universidad. Pero en mi noche de graduación ella y yo nos prometimos que lo haríamos funcionar, y en aquella cancha solitaria de básquetbol me decidí a besarla por primera vez. Al final del día al muchacho de dieciocho años le tomó once meses reunir el valor suficiente para besarla.

 Mi primer beso, Pamela, ahí lo tienes. Sentir sus labios fue la experiencia más humana que he sentido en toda mi vida, fue como ir al infinito y regresar. Acaricié su mejilla con mi mano y quería que aquello nunca terminase, debieron ser tan sólo unos segundos, pero para mí fue la eternidad. Le dije: “Lo siento, creo que pude haberlo hecho mejor, pero ese fue mi primer beso”. Yo esperaba que me mirara con burla, pero en lugar de eso ella me respondió con un “Tranquilo, lo perfeccionaremos”.

Dicen por ahí que la perfección no existe y mi relación con Adriana tampoco existió mucho más.

Un mes después a mi padre le detectaban cáncer pulmonar, estaba ya en etapa terminal y tenía 78 años.  Su partida era inminente.  Justo en esos días yo había ingresado a la Facultad de Economía y se tenían altas expectativas sobre mí al haber obtenido el tercer lugar en calificación de entre 280 aspirantes. Los primeros días fueron bien en la facultad, pero con mi padre deteriorándose lejos de mí y con sólo visitas los fines de semana, las cosas se pusieron feas. No era capaz de resolver problemas matemáticos en la escuela, las doctrinas de John Maynard Keynes no me entraban en la cabeza y comencé a tener comportamientos erráticos. Como que los lápices y bolígrafos estallaban en mis manos sin darme cuenta, los nervios de la situación me hacían presionarlos con tal fuerza que se rompían.

Recuerdo que una chica me vio romper un lápiz amarillo mientras yo parecía estar tranquilo. Aún puedo sentir su mirada sobre mí, me observaba como a un monstruo, como a una criatura hostil, y pronto comenzaron a hacer bromas a mis espaldas sobre que yo probablemente tenía algún problema psicológico y que un buen día entraría al edificio con un rifle buscando traer de vuelta aquella imagen de Columbine.

¿Un monstruo? ¿yo? Pero si siento lástima hasta cuando piso a una hormiga en la calle. No, yo no era ningún monstruo que entraría a la facultad con un Kalashnikov. Mi padre se moría, era eso.

No podía con la carga psicológica de volver a casa cada fin de semana y verlo más y más delgado, de escucharlo hablar y de repente observar cómo se quedaba callado mirando al infinito. Aquel hombre fuerte que pasó hambre y frío en Nueva York como un niño refugiado de la Guerra Civil Española con tan sólo doce años. Aquel hombre astuto, que escaló tanto en la estructura organizacional de Televisa, que al final ya no pudo ascender más porque sobre él ya sólo quedaba el yerno de Emilio Azcárraga. Aquel hombre solitario y sin chiste que venció a los poetas para quedarse con la bella mujer de la playa. Aquel hombre arriesgado que intentó hacer justicia por la muerte de su amigo Santiago, asesinado por el gobierno de Díaz Ordaz, y que tan sólo fue detenido cuando un general del Estado Mayor Presidencial lo envistió con su vehículo para advertirle sobre desistir con sus pesquisas.

Con mi padre muriéndose decidí invertir mis fines de semana en pasarlos con él, pero el tiempo era algo valioso también para Adriana y nuestra relación a distancia se deterioraba. Yo le decía que seguiría procurándola, pero que la enfermedad de mi padre me impedía salir con ella. Un mes después Kevin, quien era otro amigo, subió a mi habitación en el dormitorio de la universidad y me preguntó “¿Terminaste con Adriana?”, yo le dije que no. Él hizo una mueca de lástima y me mostró su celular: Adriana había cambiado su estatus de Facebook a “en una relación con Miguel Ángel”.

Así es Pamela, sin siquiera terminarme, ella comenzó una nueva relación con otro chico. Adriana siempre se rehusó a decir que ella y yo éramos novios porque supuestamente “detestaba las etiquetas” y porque lo nuestroera “algo más que un noviazgo”. Vaya tontería. Pero no le guardo rencor por irse, al final del día yo sí era el chico raro pues me tomó casi un año animarme a besarla. No sé si quería llamar mi atención, pero no funcionó porque no le dije nada y seguí con mi vida. Mi vida que se hundía marchando directo hacia el abismo.

Una noche de fin de semana, mientras estaba de visita en casa, mi madre entró a mi habitación en mitad de la noche, estaba llorando y desesperada. Me dijo: “yo no puedo sola con tu papá, te necesito aquí”. A la mañana siguiente le dije a mi padre que dejaría la universidad y que regresaría a casa para ayudarle a mi madre a cuidarlo, pero él se negó rotundamente. “Tú tienes que seguir en la universidad”. Con el paso de los años entendí por qué no quería que yo volviera a casa, ahora estoy seguro de que mi padre no quería que un buen día yo lo viera morir.

Pamela, justo ahora estoy mirando a través de la ventana frente a mi escritorio. Las luces de El Palacio de Hierro que están cruzando la calle ya se han encendido. Estoy sólo en el inmenso apartamento y el silencio me susurra que ya no siga escribiéndote esta carta, porque lo que sigue es aquello que más me ha dolido en la vida. Además, a eso se suma mi desilusión a que tal vez estoy escribiendo esto para nada, al final de cuentas ¿por qué habrías de querer leer la historia de alguien a quien apenas conoces?

Pamela Méndez, escritora que fundó su propia editorial, leyendo las palabras de un muchacho solo que escribe más allá de la hora azul en la Colonia Condesa. Nadie me ve Pamela, nadie sabe lo que escribo excepto tú y los rascacielos del Paseo de la Reforma, que me observan como testigos mientras vuelvo a aquellos días de otoño de 2013.

Finalmente fracasé en la Facultad de Economía y en el cuarto mes decidí darme de baja. Yo ya no podía pensar, no podía imaginar nada y debo confesarte que más de una vez lloré sentado en algún parque de Xalapa, aquella ciudad montañosa invadida por la neblina.

Volví a casa y allí seguía mi padre, pero cada vez quedaba menos de él. Desde que era niño mi padre había sido mi principal y más grande fuente de conocimiento. Durante el desayuno solía hablarme de cosas tan inesperadas como el Apartheid en África, la Segunda Guerra Mundial o la estructura del Congreso de los Estados Unidos. Durante el almuerzo continuaba la conversación con el golpe de estado en Chile y la muerte de Salvador Allende en el Palacio de la Moneda, la guerra entre Argentina y Gran Bretaña por las islas Falkland. A la hora de la cena, viajaba al pasado familiar para hablarme sobre mi abuelo Germán y su lucha como comandante de las tropas españolas en Argelia, su travesía por los Picos de Europa ayudando a los políticos republicanos españoles a huir de Franco. O sobre su horrible y desoladora estancia en un campo de concentración en Francia del que logró escapar gracias a su astucia.

Y si mi padre estaba sentimental, entonces tal vez me contaría alguna historia de su juventud, de su niñez en España corriendo sobre lagos congelados o sobre su amigo Santiago, con quien pasó los mejores años de su exilio en Jalisco, una vez que llegó a México. Si estaba de buenas me hablaría con orgullo de los logros de sus otros hijos, mis medios hermanos. Me hablaría sobre Vicencio y como llegó a ser el capitán de puerto de Cozumel y actualmente de Los Cabos, de su estancia en Washington estudiando inteligencia naval dentro del Pentágono. O sobre Genaro, quien tuvo una juventud tan extraña que incluso terminó una noche de Acción de Gracias cortando el pavo en el comedor de la Casa Blanca con George Bush padre, todo gracias a los azares del destino y a una novia suya que era diplomática en la embajada de México en Washington.

La base de mi relación con mi padre siempre fueron sus historias y aquellas que me contó. Por eso siento un vidrio clavado en mi pecho cuando recuerdo aquella tarde de noviembre, cuando lo vi limpiando una moneda estadounidense con la cara de John F. Kennedy. Recuerdo que comenzó a hablarme sobre aquella vez en la que JFK visitó la Ciudad de México y por una razón u otra terminó en una escuela de Ciudad Satélite, que era donde él vivía con su primera esposa y tres hijos. Vio pasar la caravana mientras iba al trabajo. Aquella tarde lo miré con atención, como cuando yo era un niño de cinco años y me hablaba sobre las teorías de Charles Darwin. Intentó contarme la historia, pero poco a poco sus palabras dejaron de escucharse, olvidaba partes y se contradecía negando con la cabeza. Finalmente se quedó mirando a la nada y allí, sentado en su mecedora de madera, la última historia que Vicente Martínez me contó terminó con las palabras: “Era un buen presidente… Era un buen presidente…”

Murió tres días después en su cama, mi madre había salido a comprar medicinas así que me quedé yo sólo sosteniendo su mano hasta que la sentí enfriarse. Y así se fue mi padre, el hombre que me lo enseñó todo, desde amarrarme los zapatos hasta manejar a la televisora más grande de Iberoamérica. Sin darse cuenta, aquella tarde, me enseñó también a morir.

Pasé seis meses solo, encerrado en una casa de playa a 60 kilómetros de la casa paterna. La tristeza era tan grande que mi única escapatoria fue comenzar a escribir una patética novela llamada El hombre entre las hojas. Sin darme cuenta, las letras se habían convertido en mi refugio ante la tempestad que era mi nueva realidad. Me sentía acabado, con miedo ante el futuro, pero sobre todo me sentía sólo, pues mi madre estaba demasiado enfocada en su sufrimiento como para prestarme atención. Entonces volvió a aparecer Adriana, quería pedirme perdón. Me citó en el restaurante de su madre, en un enorme patio con mesas, y aen un rincón y casi llorando me dijo “perdón por lo que te hice”. La perdoné y ella me dijo que quería que volviéramos a ser amigos. Pero yo ya no sentía nada por ella, nada por nadie y nada por nada. Mi pecho se sentía vacío y mi mente parecía haber perdido su brújula.

Finalmente volví a la universidad con casi veinte años. Esta vez a la Facultad de Administración en el Puerto de Veracruz. Para cuando abandoné aquella casa de playa y regresé a la ciudad las cosas habían cambiado. En la facultad ahora, y por alguna razón que hasta la fecha desconozco, las chicas me buscaban, una tras otra. Mi cara seguía siendo la misma, pero ya no me veían como un chico feo. Una amiga me dijo que yo les gustaba a las chicas porque era el concepto de “chico triste” y que eso las atraía. Pues sí, estaba triste y lamentablemente no me interesaba ninguna chica.

Pasaron tres años y conocí a Mariana, una chica de mi edad que jugaba en un equipo de futbol americano. Tenía un cuerpo atlético increíble, tanto que ocasionalmente modelaba en las pasarelas de moda para la tienda Liverpool. Iniciamos una relación, ella realmente parecía estar interesada en mí, pero yo aún estaba desconectado de la realidad. Con ella tuve sexo por primera vez, no hicimos el amor y tan sólo nos acostamos. Como lo dije, ella jugaba futbol americano por lo que la fuerza y la rudeza eran lo suyo. Más que recordar los escasos orgasmos, aún pienso en el dolor de mi espalda al día siguiente. Mi primera vez no me supo a nada porque desde el principio yo había sido partidario del amor, y de que mi primera vez debería ser con alguien a quien de verdad amase.

La relación no duró mucho y un día me dijo “siempre estás ocupado con tu proyecto y no me prestas atención”. Y ella tenía razón, para aquellos días yo ya estaba en mi último año de universidad, y la Secretaría de Economía en conjunto con la Universidad Veracruzana me habían asignado la tarea de escribir un discurso de inversión. Había ganado un par de concursos de escritura por lo que el vicerrector le pidió a la directora de mi facultad que utilizaran mi supuesto ingenio con las letras.

Pasé siete meses escribiendo discursos de negocios para un proyecto de inversión que tenía nuestro país y que debería ser presentado en Montreal, Canadá. Finalmente tomé un avión hasta la provincia de Quebec en el norte del continente. Allí conocí a muchos jóvenes de todo el mundo que estaban representando a sus universidades en busca de financiamiento. Todos buscábamos salvar al mundo desde nuestra trinchera, la mía era un dispositivo que alertaría a los trabajadores de peligros en las fábricas donde laboraban.

Sí me lo preguntas, Pamela, nuestro proyecto era una patraña comparado con el resto. Allí había equipos que realmente querían hacer una diferencia, que buscaban llevar la educación a los barrios pobres de Bangladesh, evitar que niñas fueran violadas en Vietnam, llevar comida a lugares recónditos de la India y, en aquella competencia, también estaba también Tosaki Yoshira, un joven y adinerado chico japonés que estaba buscando financiar su proyecto para detectar y tratar el cáncer en Kenia.

La competencia duró diez días de intensos debates en los que mi habilidad para escribir fue puesta a prueba, yo escribía y daba discursos de venta mientras mis compañeros mexicanos taladraban los archivos de Excel haciendo cuadrar las finanzas. Poco a poco fueron cayendo nuestros oponentes, primero los canadienses, luego los brasileños, después los franceses y finalmente los vietnamitas e indios. La noche de la presentación final sólo quedábamos dos equipos, nosotros los mexicanos y el japonés solitario.

Pamela, voy a contarte algo que nunca le he dicho a nadie. Aquella noche yo quería que Tosaki Yoshira ganara la competencia, pues sabía muy bien que mi equipo no tendría oportunidad de desarrollar el proyecto en México. Tosaki quería salvar a la gente de Kenia de morir en las garras del cáncer. La razón de mi afección por ese japonés solitario era simple: mi padre había muerto luchando contra el cáncer, la enfermedad del siglo XXI contra el hombre del siglo XX. Tosaki quería derrotar a ese monstruo, en ciertas palabras, dejarme perder en aquella competencia sería vengarme del cáncer por la muerte de mi padre.

Pero me pudo más el nacionalismo. Aquella noche, antes del discurso final, los profesores mexicanos me dijeron lo importante que era poner en alto el nombre de Veracruz, y que de ganar aquella competencia nuestra universidad obtendría un tratado con el que más jóvenes veracruzanos podrían ir a Canadá en búsqueda de financiamiento para sus proyectos sociales. Me convencieron, o tal vez me convenció mi propio ego que se rehusó a cargar con una derrota tan grande. Subí al escenario y di el discurso más importante que he escrito nunca. Al final de la noche salí de aquel auditorio con miles de dólares canadienses para mi universidad y un diplomado en emprendimiento.

Tosaki salió de allí sin dinero. Me lo encontré en uno de los lujosos pasillos de la universidad y él se acercó para felicitarme. Por alguna razón me dijo que le gustaban mis zapatos. Aún no sé por qué me hizo un cumplido sobre mi calzado, quizá simplemente los japoneses son raros. Le pregunté qué haría ahora para financiar su proyecto en Kenia, a lo que me respondió que utilizaría su propio dinero. Tosaki Yoshira me dijo tener un as bajo la manga, el presidente de Kenia, quien le había prometido financiamiento para su proyecto.

Volví a México, pasaron los meses y pronto me di cuenta del error que había cometido al ganar ese dinero. Jamás logramos hacer funcionar los prototipos y descubrimos que con el capital que teníamos no nos alcanzaba ni para encender un foco. Jamás se ayudó a los trabajadores vulnerables y jamás hicimos un cambio en el mundo. Pasé varios meses lamentando el haberle arrebatado aquel dinero a Tosaki y arrepentido de no haber peleado de vuelta contra el cáncer que mató a mi padre.

Terminé la universidad y estaba asqueado de Veracruz, así que conseguí un empleo temporal en el banco Santander para mantener mi mente ocupada durante seis meses mientras emprendía mi idea de largarme de aquella ciudad. Durante toda la primavera y el verano de 2018 me dediqué a vender todas las propiedades que mi padre me había heredado, departamentos, casas, terrenos y acciones en la bolsa. Para cuando terminé, cogí mi mochila y le dije a mi madre que me marchaba. “¿A dónde?”, preguntó. A Europa, me mudé a España buscando alejarme de Veracruz, de mi historia en aquel estado y tal vez de mí mismo. Desde 2011 mi padre me había otorgado la nacionalidad española, buscando que esta fuera una especie de “plan b” en caso de que la situación de violencia en México se volviese insostenible debido a la guerra de Felipe Calderón contra el narco. Al final de cuentas, la Unión Europea es muy grande como para no poder comenzar una nueva vida.

Al principio las cosas estuvieron bien en España. No tenía trabajo, así que me la pasaba recorriendo el país, caminando por pueblitos y bebiendo vino tinto en las terrazas de los restaurantes, ya fuera frente a las costas de Barcelona en Cataluña o en las frías montañas de León. Viajes en tren donde mirar por la ventana era lo habitual y luego pasar de las zonas áridas del sur a los bosques del norte. Una fiesta en lo alto de un penthouse de Madrid con vistas a la Gran Vía, mientras bailaba con una chica noruega llamada Valdis. El descanso bajo un pequeño olivo en Montblanc o una caminata solitaria por las calles estrechas del barrio de Chueca.

Las caminatas solitarias, Pamela, no sé qué tienen. Al principio las hacía para pensar. Cuando regresé de Canadá caminaba durante horas junto a la playa en Veracruz, desde las cinco de la tarde hasta la noche, pensando y volviendo a pensar. Luego mis caminatas solitarias se trasladaron al Paseo de la Castellana en Madrid, al laberíntico parque de Aranjuez o a la Vía Laietana de Barcelona, donde siempre terminaba sólo y con el alma vacía frente a la catedral de la Sagrada Familia. Mis caminatas se volvieron tan extrañas que una vez decidí caminar desde Valdevimbre, el pueblo dónde había nacido mi padre, hasta la ciudad de León en el norte del país. Eran 60 kilómetros de carretera y yo iba vestido aquel día con un traje azul y una corbata roja, supongo que porque en León hacía mucho frío y aquel atuendo era el más abrigador que tenía.

Caminaba hacia León y recordaba las palabras de mi madre, que llorando me dijo antes de dejar México: “Me temo que vayas a España pensando que encontrarás a tu papá”. ¿Lo estaba buscando? ¿Estaba caminando hacia los Picos de Europa, mientras el viento agitaba mi corbata bajo el sol, en busca de mi padre? No, yo sabía bien que mi padre yacía enterrado allá lejos, al otro lado del Atlántico, en México.

Caminé durante horas por la carretera y junto a los viñedos leoneses. Y por ridículo y sentimental que parezca, en medio de mi soledad apareció Tosaki Yoshira para mostrarme el camino hacia mí mismo. Cansado de caminar me senté en la orilla de la carretera y bajo un árbol saqué mi celular y, al abrir Facebook, lo primero que vi fue una publicación de Tosaki, una fotografía de él en Kenia. El joven japonés estaba de pie en una pequeña y rudimentaria habitación, tenía equipo médico tras de sí y varias sillas para los pacientes. Recuerdo su sonrisa, era la de un hombre ingenuo que quiere cambiar al mundo y salvar a los keniatas del cáncer.

Lo que me despertó de mi letargo, aquel en el que había vivido desde la muerte de mi padre, fue el encabezado de su fotografía: “Podemos empezar desde cero, pero tenemos la obligación de ayudar al mundo”. Me quedé sentado allí, un joven de traje azul en medio de la nada, lejos de todo y casi en Francia. “Tenemos la obligación de ayudar al mundo”. Las palabras de Tosaki calaban en lo profundo de mi mente con fuerza y rapidez, tanto que ya ni siquiera podía escuchar a los jilgueros en el árbol o los potentes motores de los Range Rover que avanzaban por la carretera a gran velocidad.

“Tenemos la obligación de ayudar al mundo”. El japonés tenía razón, estábamos obligados y más yo, pues casi treinta inversionistas canadienses habían creído las palabras que había pronunciado aquella noche en Montreal. Rápidamente, y como es mi costumbre, comencé una larga caminata junto a la carretera pensando en cómo podía ayudar al mundo. No soy rico, no soy político ni mucho menos superhéroe. Comencé a pensar en cuales eran mis herramientas. A pesar de ser administrador y pseudo economista, no era bueno con las inversiones, dos años atrás había perdido una gran cantidad de dinero al comprar un edificio de apartamentos que resultó estar inclinado y que sufrí mucho para poder vender. No te miento Pamela, con la muerte de mi padre y mi nueva ruina financiera, incluso pensé en lanzarme desde el quinto piso de mi torre inclinada.

En medio de la nada y con el sol volviéndome loco, finalmente llegó la claridad, ¿Por qué había ido a Canadá? Por mis escritos. ¿Por qué habían decidido darme tanto dinero los canadienses? Por mis palabras. Aquella era la respuesta, el único arsenal que tenía yo para intentar crear un cambio en el mundo era mi supuesta habilidad para escribir. Las siguientes horas caminé por la carretera convenciéndome de que debía escribir y no parar de hacerlo hasta envejecer. Pero el día avanzaba y la tarde estaba por terminar, pronto el sol desapareció en el oeste y la temperatura comenzó a descender. El viento empezó a soplar desde la cordillera francesa y el frío traspasaba mi saco y pantalones. Me di cuenta de que estaba en problemas porque la noche realmente podría enfermarme, y peor aún, si llovía podría hasta morirme de hipotermia. El problema era que, para mi mala suerte, las dos noches anteriores había llovido a cántaros en aquella provincia. Me desesperé y me regañé a mí mismo: “¿Qué haces hasta acá caminando sólo y como pendejo? Esto es cosa de locos, tienes un problema. Mírate, caminando a paso perdido durante horas y por una carretera solitaria.”

Le hacía señales a los autos para que se detuvieran y nadie me levantaba. Horas y horas hasta que la desilusión comenzó a borrarme las palabras de Tosaki de la cabeza. “Ayudar al mundo. ¡Pero que pendejada! ¿quién carajo va a querer leer mis libros? Para ser escritor se necesita mucha suerte para que lo que escribas sea bueno y mucha más suerte aún para que una editorial decida publicarte”.

Suerte, Pamela, esa palabra era lo único que me rondaba la cabeza mientras la noche se acercaba y las nubes negras de lluvia me acechaban por el sur. Siempre me he considerado un hombre sin suerte, el hombre al que se le muere el padre, el hombre que compra un edificio inclinado, el hombre al que la novia abandona, el hombre que es traicionado por su mejor amigo.

“Para ser escritor se necesita suerte y la pinche verdad es que yo no la tengo. Vaya, ni suerte tengo como para que un jodido coche se detenga y me dé un aventón antes de que empiece a llover”. Apenas me dije eso y un coche, que iba en dirección contraria a mí, aminoró la velocidad y se dio la vuelta. Se detuvo, era un Citroën gris de cuatro puertas. El conductor bajó la ventanilla y pude ver a un hombre de unos cincuenta años, medio regordete y con ojos de hombre astuto.

––¿Se te ha averiado el coche? ––Me dijo.

––No, no venía en coche.

––¿Y entonces que haces aquí?

––Sólo estaba caminando.

––¿Desde dónde?

––Desde Valdevimbre.

El hombre puso cara de espanto.

––Madre mía, pero si eso está a casi 30 km de aquí. ¿Y para dónde vas?

––A León. ––Nunca voy a olvidar la mirada de aquel hombre, te lo digo en serio Pamela.

––¡No me jodas tío! ¿pero qué acaso estás loco? ¡Son más de 60 km!

Honestamente creí que el sujeto iba a encender el motor y a largarse dejándome allí. Obviamente ahora yo era uno de esos lunáticos que caminan por las carreteras con algún problema mental, pero para mi sorpresa me dijo que me subiera. Durante el camino me preguntó por mi acento extraño y yo le dije que venía de México. Me preguntó también el porqué de mi decisión de caminar. Pero cuando no le respondí pareció entender mi silencio. Creo que entendió que todos los hombres pasamos por una etapa en la que nos buscamos y finalmente nos encontramos. En mi caso fue a los 24 años y creo que algunos jamás logran encontrarse.

––Usted iba en dirección contraria, pero se dio la vuelta. ¿A dónde me lleva ahora? ––Le pregunté.

––Yo iba para mi casa y vengo del trabajo. Soy policía de tráfico en León.

––Ya veo, ¿entonces me llevará al pueblo más cercano?

––No, que va. Te voy a llevar hasta León. ––Yo me sorprendí.

––Oiga no, es demasiado. Además, usted ya iba para su casa, déjeme en el pueblo más cercano y ahí busco que hacer.

––Que no, tío. Que ya has caminado bastante por el día de hoy. Además, tienes suerte de haberte encontrado con un policía de tráfico en medio de la carretera. Es nuestra obligación ayudar a la gente que lo necesite, aunque no estemos ya en servicio.

Y por eso estoy escribiendo esta historia cerca la medianoche y llevo ya casi tres horas frente a la computadora. Porque aquella tarde, justo en la hora azul y a bordo de un Citroën gris, aquel policía dijo las palabras mágicas en una sola oración: “tienes suerte” y “tenemos la obligación de ayudar”. Aquellas palabras eran muy similares a las de Tosaki, pero el mensaje fue exactamente el mismo.

Regresé a León en medio de la lluvia, creyendo que tenía que escribir para ayudar al mundo y que en verdad podría tener un poco de suerte para lograr convertirme en escritor.

Por eso escribí una novela que busca generar consciencia entre los mexicanos sobre el cambio climático, el cual creo que es la más grande amenaza y pereceremos si seguimos siendo víctimas de la ignorancia. Creo que el miedo que México y la Guerra Azul pueda infundir entre la sociedad mexicana podría generar un cambio para aquellos que lo lean, un cambio de perspectiva.

¿Pero por qué el cambio climático? Yo ya había comenzado con la idea de aquella novela mucho antes de mudarme a España. Mi padre me hablaba del posible futuro del planeta y un día vi sus efectos con mis propios ojos, cuando la casa de playa de uno de los periodistas en Boquilla de Piedras, en Veracruz, fue engullida por el mar. La playa veracruzana en la que crecí ya no existe, Pamela. El mar avanza cada vez más y pronto devorará aquellas casas de playa donde mis padres se conocieron. Aquellas terrazas en las que escritores y poetas se sentaron a escribir y me inspiraron a las letras, ahora son azotadas con fiereza por las olas.

En Montreal convivimos con una burócrata del gobierno canadiense, aquella mujer estaba a cargo de la participación de Canadá en las futuras misiones espaciales y nos habló sobre el futuro de la humanidad y que de poco serviría que intentásemos cambiar el mundo con nuestras ideas, si para cuando lográramos concluirlas ya no quedaría un planeta sobre el cual ejecutarlas.

No busco ser publicado una vez y luego desaparecer. No, yo quiero escribir sobre drama, sobre la cotidianidad mezclada con la ficción, sobre misterio policiaco, sobre el amor y la magia. Pero primero debo asegurarme de que exista un mundo para leerme. Por eso primero va México y la Guerra Azul.

Estando en España pasé cerca de tres meses encerrado en la Biblioteca Nacional, investigando sobre los efectos del cambio climático y no sólo los ambientales sino los sociales. Me topé con protestas en Barcelona contra la inmigración y me di cuenta de que los refugiados no huían simplemente de la guerra, sino de la guerra causada por el hambre, del hambre causada por las sequías, de la sequía causada por el cambio climático. Por eso comencé a hablar con los pocos contactos que aún me quedan de la infancia, aquellos periodistas, escritores, analistas de inteligencia, políticos y militares. Desenterré a los viejos contactos de mi padre y les pedí que me ayudaran a escribir esa novela. En agosto del año pasado, mientras aún estaba en España, un grupo financiero holandés me ofreció un empleo en Madrid, estuve durante dos semanas en la capacitación, pero finalmente lo rechacé.

Sabía lo que quería: escribir México y la Guerra Azul. Me dediqué a recorrer Europa buscando ver con mis propios ojos los efectos del cambio climático en el primer mundo. El río Sena de París en niveles mínimos y casi mostrándome el lodo, los campos de tulipanes marchitos a las afueras de Ámsterdam y la Torre de Belem en Lisboa ya casi tragada por completo por el agua a orillas del Río Tajo.

Finalmente decidí regresar a México, pues mi historia habla sobre México y no sobre Europa. Además, un editor me dijo que mi libro no tenía futuro comercial en España. “Si planeas escribir en España, deberías comenzar con España y la Guerra Azul”, me dijo. ¿Y por qué no? Si vuelvo, no dudaré en escribir esa novela y buscarle una editorial europea.

Escribo porque siento que tengo una deuda con el mundo. Una deuda que adquirí en Montreal aquella noche cuando no dejé ganar a Tosaki Yoshira. Sin embargo, estoy consciente de que el hecho de haber crecido entre escritores no me convierte en uno de ellos. No soy engreído y tampoco tengo el ego alto. Así que no descarto la posibilidad de que todo aquello que escribo no sea más que basura. En estos últimos días he estado reconsiderando bastante y preguntándome si en verdad tendré madera de escritor, pero bueno, que eso ya lo decidirás tú.

No me mal entiendas, Pamela. No estoy asignándote a ti la responsabilidad de convertirme en escritor. Si bien he decidido que tu veredicto sobre mi novela será el mismo que tome para decidir si seguir con esto o no, yo seguiré escribiendo sin buscar más editoriales, aunque nadie me lea y hasta que algún día tenga el valor de dejar mi empleo en la Torre Mayor y mudarme a Kenia, para ayudar a ese joven japonés a luchar contra la enfermedad que me arrebató a mi padre.

 

Ali S. Martínez

***

Ali S. Martínez 

Estudió administración en la Universidad Veracruzana.

En 2019 obtuvo el segundo lugar en el concurso de literatura Siervo Blanco en Madrid, España, con su cuento titulado "Cafetería de medianoche".

Se gana la vida trabajando como analista de riesgos en una consultora financiera estadounidense.

Actualmente está en busca de una editorial para su novela titulada "México y la Guerra Azul".

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