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Mostrando las entradas de junio, 2019

LA NOCHE QUE NADIE ME CREYÓ QUE YO ERA ALFONSO CUARÓN, por Eli Vázquez

Caminé por toda la de Obregón para visitar a un compa en su casa. Andaba medio pedo y toqué en una puerta que me pareció familiar –Hola, ¿Está Serch?–. Una chava modorra, despeinada y de cabello chino abrió. –No sabía que tenía novia– pensé. Quería entrar pero ella puso su brazo en el marco y me dejó afuera. –¿A dónde vas?– dijo. –Pues vengo con el Serch– –¿Qué te pasa? Aquí no vive– –Checo...– – Ese wey vive a un lado– –Bueno... pero ya que estoy aquí me puedes invitar a pasar y podemos beber algo ¿no?– Di un paso adelante pero la China me cerró la puerta en la cara. Pinches viejas. Uno no les puede invitar un trago porque se creen especiales. Me pasé a la puerta a lado. Timbré chingos de veces, unas die cisiete , pero Serch no estaba. Empezó a llover. Regresé a la calle y caminé aprisa hacia el centro hasta llegar al Cerdo de Babel. Entré. Para ser una noche lluviosa había bastante gente. Era tarde y solo encontré un asiento libre en la barra, a lado de una ch

DILE A DIOS QUE NO VENGA A BUSCARME, por César Gaytán

La noche que decidió de dejar La Abundancia, Romina se encerró con llave en su cuarto. Encendió una veladora sobre su buró junto a una imagen de la Virgen. Hincada, dijo en voz alta siete Aves María, cuatro Padres Nuestros, y por un instante se sintió reconfortada, pero al terminar la soledad la acogió de nuevo y empezó a llorar hasta quedarse dormida.       Al día siguiente, los primeros rayos de sol se colaron por la ventana y le acariciaron la frente. Quiso quedarse ahí todo el día: torcida, encorvada, recargada sobre la cama como una muñeca de trapo. Recordó así de la nada que había soñado que recorría un jardín seco de gordolobo que poco a poco se convertía en un pantano donde quedaba sepultada. Abrió los ojos y vio la llama temblorosa de la veladora. Romina salió de casa al mediodía, cuando no había sombra alguna en aquella tierra llana. Se acomodó el short de mezclilla a la cadera y lució sus piernas grandes y largas. Se aseguró que la blusa de tirantes le marcara bien el es

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici