La noche que decidió
de dejar La Abundancia, Romina se encerró con llave en su cuarto. Encendió una
veladora sobre su buró junto a una imagen de la Virgen. Hincada, dijo en voz
alta siete Aves María, cuatro Padres Nuestros, y por un instante se sintió reconfortada,
pero al terminar la soledad la acogió de nuevo y empezó a llorar hasta quedarse
dormida.
Al día siguiente, los
primeros rayos de sol se colaron por la ventana y le acariciaron la frente.
Quiso quedarse ahí todo el día: torcida, encorvada, recargada sobre la cama
como una muñeca de trapo. Recordó así de la nada que había soñado que recorría
un jardín seco de gordolobo que poco a poco se convertía en un pantano donde
quedaba sepultada. Abrió los ojos y vio la llama temblorosa de la veladora.
Romina salió de casa al mediodía, cuando no había sombra alguna en aquella
tierra llana. Se acomodó el short de mezclilla a la cadera y lució sus piernas
grandes y largas. Se aseguró que la blusa de tirantes le marcara bien el escote
y que su ombligo quedara a la vista. Minutos más tarde, cuando un punto negro y
lejano apreció en la carretera, hizo visera con la mano para cubrirse la luz.
Acostumbrada al paso de trailers, se extrañó de que este fuera un auto el que
se acercó y se detuvo junto a ella. Al bajar la ventanilla, aparecieron un par
de ojos claros como no había en la Abundancia.
– Hola, oye, voy para
San Gerónimo, pero ya me perdí. Ayúdame. ¿Tú eres de aquí, no?
Un calor
irreconocible se le alojó en el pecho cuando escucho hablar al hombre de saco y
corbata. Le pareció familiar, pero no pudo recordar de dónde.
– ¿San Gerónimo? Sí,
está pa’llá –y señaló hacia una fila de cerros que estaban al sur–. Le das todo
derecho, luego vas a ver un letrerote que dice “La Jacinta” y ahí mero le
tuerces a la derecha. Son unos 30 kilómetros.
El hombre le
agradeció, pero antes de que arrancara, ella le hizo una seña con la mano. Se
inclinó para quedar cara a cara, echó una mirada rápida en el asiento trasero y
dijo:
– Oye, pos yo voy
aquí adelantito nomás. Dame rai, ¿no?
El conductor sonrió,
le guiñó y con un movimiento de la cabeza la invitó a subir. Romina abordó de
inmediato. Cuando la Abundancia desapareció de su vista al voltear hacia atrás,
pasó su mano por el vientre, después entre los pechos. Su acompañante no la
miró. Se apretó las piernas cerca de la ingle, se mordió los labios y se le
escapó un suave gemido. El hombre siguió con la vista en la carretera. Romina
se desabrochó el short. Se acercó despacio al desconocido, lo besó en la
mejilla y le pasó la mano sobre los huevos.
El auto se orilló. El
hombre bajó de una zancada amplia, pasó corriendo al otro lado, abrió la
puerta, tomó a Romina del cabello y la sacó de un jalón. Ella se sacudió para zafarse,
pero él la tundió con cinco golpes. Intentó mantenerse de pie, pero una mano en
su cuello le quitó el aliento y la derribó. Buscó algo de donde agarrarse
cuando….
Romina abrió los
ojos, pero la luz la cegó. Sintió fuertes punzadas en la espalda y al intentar
alejarse se dio cuenta que estaba recargada en una nopalera. Quiso dar un salto
inmediato, pero su cuerpo no respondió, así que se empujó lentamente hasta
quitarse ahí. Algunas espinas, sin embargo, no se desprendieron de su cuerpo.
Se arrastró unos metros hasta ponerse de pie. Se subió el short y lo abrochó.
Cuando se iba a acomodar la blusa vio sus manos manchadas de rojo. Se miró bien
y también las piernas estaban llenas de sangre. Miró alrededor, pero no había
sino piedras, matorrales, una carretera desolada y su cuerpo cociéndose en
aquella tierra baldía. Un soplo cálido del viento le dio un poco de fuerza para
dar el primer paso.
Caminó varias horas
sobre el desierto, al lado de la carretera, sin que alguien se detuviera a
ayudarla. No eran más de 8 kilómetros, pero para cuando regresó a La Abundancia
la luna estaba sobre La Abundancia.
Ya en casa, lo
primero que Romina enfrentó fue su reflejo en el espejo de la sala. Se miró e
intentó desenredar su cabello. Estaba duro por la mezcla de tierra y sangre.
Mirándose por unos segundos, tomó el marco de su reflejo y lo estrelló en el
piso. Sus gritos no solo rompieron la oscuridad, sino que parecían golpearla
nuevamente. Entre llantos, pasó al estrecho cuarto de baño, recorrió la
cortina, tomó un bote y, sumergiéndolo en un tambo de agua, se lavó el cuerpo.
A ratos arañaba su
piel empapada al punto de dejar heridas visibles, y en otros momentos se
exploraba la espalda para quitarse las espinas. Violada, sola y desnuda, Romina
pensó que si Dios existía tenía que ser un hijo de puta por rezarle e
ignorarla. Porque solo le pidió una cosa en la vida y él le pagó con burla.
Porque nadie se detuvo a ayudarla en medio de la carretera. Sintió que Dios
debió haber sido aquel tipo apuesto y bien vestido, con aroma a canela que la
dejó desmayada en las entrañas de la nada. Se acordó de su sueño del pantano,
se mordió los labios reventándoselos y lloró de nuevo hasta quedarse dormida.
El ruido del viento
golpeando el techo de lámina la despertó cuando todavía estaba oscuro. Romina
caminó a su habitación, echó la veladora y la imagen en una bolsa de basura y
las arrojó contra el suelo hasta asegurarse de que estuvieran completamente
destrozadas. Junto a su cama, echó la bolsa en una un bote, roció todo alcohol
y le prendió fuego.
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