Conocí
a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad
su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de
Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de
envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana
entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado
sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda
juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores
ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío,
entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como
para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada,
oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros.
Cuando iba a
ordenar, se me atravesó la voz del hombre:
–Eh,
tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes?
Me
volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con
un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el
español.
–Son
insecticidas, míster –dije ayudándome con mímica–. Veneno para
bichos.
–Sí
te entiendo, catrín. No hagas faramalla.
Sus
compañeros de mesa rieron con el ruido de un cascanueces.
–Yo
soy William Ricardo Almasucia, de Baton Rouge, Luisiana. Soy el único
hombre vivo que llegó a disparar contra Lazarus Morell. Y esta noche
tú vas a jugar conmigo por dólares o venenos. Al cabo mis amigos ya
se iban.
Me
miró a los ojos con desprecio mientras hablaba, así que ahora yo
tenía dos cosas por hacer: matar un gringo y largarme de México.
Sin apuro me senté
junto a él, puse mi maletín y mi sombrero debajo de la mesa, y me
solté los tres botones del chaleco para que no me molestara la
barriga. William Ricardo encendió dos cigarrillos recién liados,
una para él y el otro para mí. Los jornaleros nos dejaron solos.
Alguien trajo una botella.
Quien sepa lo que es
jugar a los dados con un pistolero me entenderá si digo que me
sudaba la entrepierna. A las dos horas nadie ganaba ni perdía.
Almasucia cogía con sus manotas llenas de pelos ya los dados, ya los
bordes de la mesa, ya su vasito de aguardiente. Y yo nomás
pajareando el maletín y los billetes, yo mirando si él se metía
dos dedos en los fondillos para extraer un pañuelo, si se arreglaba
el revólver entre la hebilla y la camisa… De pronto preguntó,
mordiéndose los bigotes:
–Esos venenos
tuyos, ¿matan arañas?
–Matan hasta
víboras, míster.
–Yo una vez maté
cuatro arañas sin usar armas. Tampoco venenos.
Por
un momento sospeché que él intentaba responder con ingenio a mis
pullas, que las seguía para ver hasta dónde podíamos llegar, que
su tontería de las arañas era, como la mía de las víboras, una
juguetona bofetada. Su rostro al hablar era una máscara blanda, y de
seguro habría pasado por amable si no hubiera traído semejante
pistolón clavado en las costillas.
–Fue una noche de
monte llovido –prosiguió ante mi silencio–. Tarántulas, que les
llaman: unas arañas grandotas y patonas de colores café y naranja.
Cuatro. Amalia y yo nos acostamos encima de la manta y estuvimos
cogiendo hasta que amaneció. Las encontramos debajo de nosotros,
engurruñadas
y fritas.
Sus dientes
amarillos relampaguearon debajo del bigote.
–Amalia era una
prieta de Chihuahua –suspiró–. Buenas hembras, las de allá.
–Ei.
Perdí esa partida y
las dos siguientes ideando cómo contestarle. Por fin me decidí.
–¿Sabes cómo se
mata a las víboras en mi tierra?
–Si me lo cuentas…
–Te lo voy a
contar.
Observé por un
momento su figura: su sarape rojo mal llevado de tiempo, su texana,
su camisa de lana valiente para caminar los inviernos de Chihuahua…
–Te escondes
detrás de un árbol junto al río. Luego esperas y esperas hasta que
estás cansado, pero todavía más. A veces pueden pasar cinco o seis
horas, porque como bien sabes las víboras son unas vivas del carajo
que te huelen a la legua y se avisan de trecho en trecho con
silbidos.
–Te toca tirar.
–Ahorita. Cuando
ya te estás quedando dormido /
–No me dijiste
cómo te llamas.
–Primero te enseño
a matar víboras, míster.
Él asintió sin
convicción, quizás aburrido.
–Cuando ya te
estás quedando dormido, porque siempre acabas con sueño después de
tanto rato, cuando ya vas de bostezo en bostezo, oyes cómo se
arrastran a lo lejos, en grupos de cinco o seis o diez, las muy
ladinas y lenguonas. Apenas alcanzas a distinguirlas, revueltas como
van con la arena de la ribera. Y es entonces que te escondes mejor
aún y no respiras, y te cuidas de que las sienes no te brinquen, y
te aguantas las ganas de mear. Porque las lagartonas se sacan de
debajo del colmillo –abrí la boca hasta que se me vieran bien las
muelas– una bolsita donde almacenan su veneno. Una tras otra van
desfilando por el escondite elegido por la primera para guardar su
carguita. Luego todas se acercan al río a tomar agua, y es tu
momento: corres al escondite y robas todos los saquitos de veneno.
Cuando ellas regresan buscan en balde, buscan con los ojos colorados
y las cabezas erizadas, pero la tierra es pura tierra sin madriguera,
y la ponzoña ya les fluye por el colmillo como un moco podrido…
Acaban matándose unas a otras.
William Ricardo
Almasucia se levantó de golpe, se llevó las manos al cuello con la
boca abierta y gimiente y me miró con lucidez durante unos segundos.
Luego cayó, con sus dos metros de estatura, encima de mí y de la
mesa, con la botella de aguardiente hundida en la clavícula y la
nariz estrellada contra su propio vaso.
[publicado
originalmente en el volumen de cuentos Soldados
muertos,
1993]
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