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Mostrando las entradas de enero, 2020

EN MEDIO DE EXTRAÑOS, por Sylvia Georgina Estrada

Quietas. En una fila ordenada. Las medias yacían sobre la cama. El hombre las contempló durante treinta minutos, tal vez más, fascinado por sus diferencias: negras, grises, algunas más tejidas con patrones geométricos. Tocarlas era un placer al tacto. Con calma, guardó cada par dentro de un maletín. Se miró al espejo, complacido con su imagen: camisa blanca impoluta, corbata azul a rayas, traje gris claro. Un observador avezado podría darse cuenta de que el saco era un poco grande para su cuerpo enjuto, pero él no era del tipo que suele atraer miradas. Sus vecinos lo consideraban ordinario. Su madre lo llamaba torpe y poco ambicioso.             Dejó las medias sobrantes en la segunda gaveta del ropero, junto con las fotografías. Cerró con llave la puerta del cuarto. No es que tuviera algo valioso que proteger: una caja de mentas cuyo interior guardaba un billete de 500 pesos y la argolla de su padre. La rutina de quien ha vivido solo durante largo tiempo, en medio de extraños.

LÁGRIMAS DE OJOS SIN PUPILA, por Juan Iván González

Una tarántula empolla un saco de huevecillos. El saco, por cosas del destino, salió estéril. Sus diminutas cáscaras blancas están vacías. Los huevecillos minúsculos debieron abrirse a cientos de arañitas insignificantes de color pálido. La mayoría moriría sin que el mundo siquiera notara que habían empezado a vivir. Pasarían su juventud trepadas en la espalda de su madre hasta que un “algo”, como un reloj sin horas, se active y entonces las crías, movidas por un resorte invisible, se alejarían para nunca volver. Una vez que ese “algo” se active, las arañitas deberán huir de su madre como de cualquier otro insecto más grande que ellas. Si se llegasen a tardar demasiado, la tarántula vieja se las comería, de la misma forma que lo haría con cualquier otro insecto pequeño. No podemos hablar de emociones ni de valores en un cerebro del tamaño de un alfiler. ¿Qué amor puede tener una criatura que se comería a sus propias crías? El saco de huevecillos, con los cien pequeños hijo

UN DÍA DEL PADRE, por Aurora Alvarado

— Hoy es el día en que mataron a papá  — dijo Raquel mientras se veía en el espejo y se miraba a los ojos con un gesto de tristeza —. Sí, hace 39 años.           Mario, su hijo, la escuchó y se le acercó — ¿qué traes, Ma?           A Raquel se le subieron los colores, no quería ver los ojos de su hijo. Lo tomó de las manos y las apretó. Mario, en silencio, sólo la abrazó. — Hoy nos juntamos todos. Pero no hablamos de ello ni un solo momento. Hay algo que no me gusta. Está eso ahí, y nadie quiere verlo. — Ya sabes cómo son — le contestó Mario, mientras pegaba la cabeza de su madre contra su pecho y después la estrechó con los brazos largos y flacos. — ¿Por qué andan con sus brujos y sus espiritistas, pidiéndoles consejo, cuando ellos no me escuchan a mí? — alzó la voz que casi se le quebraba. — Antes no salieron de pleito como siempre, es mejor así. Ya los conoces. — Pero es él. Siempre él, quien se evade y no escucha nada. — No le hagas caso, ya sabes que así es.