Quietas. En una fila ordenada. Las medias
yacían sobre la cama. El hombre las contempló durante treinta minutos, tal
vez más, fascinado por sus diferencias: negras, grises, algunas más tejidas con
patrones geométricos. Tocarlas era un placer al tacto.
Con calma,
guardó cada par dentro de un maletín. Se miró al espejo, complacido con su
imagen: camisa blanca impoluta, corbata azul a rayas, traje gris claro. Un
observador avezado podría darse cuenta de que el saco era un poco grande para
su cuerpo enjuto, pero él no era del tipo que suele atraer miradas. Sus
vecinos lo consideraban ordinario. Su madre lo llamaba torpe y poco
ambicioso.
Dejó las medias sobrantes en la segunda
gaveta del ropero, junto con las fotografías. Cerró con llave la puerta del
cuarto. No es que tuviera algo valioso que proteger: una caja de mentas cuyo
interior guardaba un billete de 500 pesos y la argolla de su padre.
La rutina de
quien ha vivido solo durante largo tiempo, en medio de extraños.
***
El cielo despejado presagió una tarde
prometedora. En las banquetas, los vendedores ofrecían las mercancías de sus
puestos. Los oficinistas bebían el último café del día. El hombre avivó el
paso, abriéndose paso entre el gentío.
Cuando llegó al
parque se sentó en una banca, frente a la fuente de Crenas. Sus ojos
recorrieron el lugar. Dos corredores de mediana edad, una anciana paseando a su
perro, un sujeto leyendo el periódico. Ningún prospecto.
Hombre paciente,
curtido en tardes solitarias, esperó. Jamás apresuró una transacción.
Pasaron dos
horas y por fin, caminando por el sendero que corría a la izquierda de la
glorieta, apareció una joven. Rostro redondo de tez clara, cabello castaño a
medio hombro. La chica lucía un vestido holgado y sus pies —diminutos, suaves,
perfectos— calzaban sandalias.
El hombre se
levantó. Contuvo las ganas de apresurar el paso. Aún ahora, su corazón latía
desbocado. Respiró hondo y se acercó a ella con los sentidos cerrados al mundo.
Se interpuso en el camino de la mujer. Mostró su sonrisa de dientes grandes.
—Buen día, señorita. ¿Me permite hacerle un par de preguntas? —dijo con voz firme—. Es sobre
un producto del que me interesa conocer su opinión.
La chica asintió
desconcertada. La petición la tomó por
sorpresa. Con pasos inseguros, acompañó a su interlocutor a la banca que éste
recién había dejado.
Ella no alcanzó
a pronunciar una sola palabra.
El hombre colocó
el maletín sobre la banca y lo abrió con lentitud. Alineadas, las medias
aguardaron las instrucciones de su dueño.
El parque, ya
solitario, se quedó a oscuras.
Hola, Sylvia. Buen día.
ResponderBorrarMe ha gustado mucho tu cuento pero he quedado pasmado con el supuesto final...por que termina así, debemos suponer, imaginar el final...el tipo de persona qu puede llegar a ser el hombre??
Gracias por tu escritura, gracias por tu atención.
Saludos desde Querétaro.
Aris.
Hola Aris, muchas gracias por la lectura y por la pregunta. El final del cuento es abierto y ambiguo justo para que el lector imagine qué es lo que hará el protagonista. Me gusta pensar que las medias también son personajes de la historia. Saludos desde Saltillo.
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