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LÁGRIMAS DE OJOS SIN PUPILA, por Juan Iván González


Una tarántula empolla un saco de huevecillos.
El saco, por cosas del destino, salió estéril. Sus diminutas cáscaras blancas están vacías.
Los huevecillos minúsculos debieron abrirse a cientos de arañitas insignificantes de color pálido. La mayoría moriría sin que el mundo siquiera notara que habían empezado a vivir. Pasarían su juventud trepadas en la espalda de su madre hasta que un “algo”, como un reloj sin horas, se active y entonces las crías, movidas por un resorte invisible, se alejarían para nunca volver.
Una vez que ese “algo” se active, las arañitas deberán huir de su madre como de cualquier otro insecto más grande que ellas. Si se llegasen a tardar demasiado, la tarántula vieja se las comería, de la misma forma que lo haría con cualquier otro insecto pequeño.
No podemos hablar de emociones ni de valores en un cerebro del tamaño de un alfiler. ¿Qué amor puede tener una criatura que se comería a sus propias crías?
El saco de huevecillos, con los cien pequeños hijos que el mundo no extrañaría, sigue en silencio. El cerebro de la araña, en la niebla de su estupidez, procesa el hecho de que está vacío. Pronto lo tirará fuera de su nido. Después llegará otro minúsculo macho que la preñará sin que se dé cuenta. Esa es la naturaleza de las arañas.
Sentada en su nido, obedeciendo leyes que nunca fueron escritas con palabras, pero que son más rígidas que la Tierra misma, la madre sin hijas espera a que eclosionen sus huevecillos. Todavía no ha procesado que nunca sucederá. Sólo presiente que algo no está bien. La madre sin hijas espera, extrañada, y siente en su cuerpo la intuición de cientos de pasitos fantasmas.
Cuatro pares de ojos nocturnos miran al enorme mundo con tristeza, con la calma de quien sabe que hay cosas que deberían estar allí, pero no están.

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