Una tarántula empolla un
saco de huevecillos.
El
saco, por cosas del destino, salió estéril. Sus diminutas cáscaras blancas
están vacías.
Los
huevecillos minúsculos debieron abrirse a cientos de arañitas insignificantes
de color pálido. La mayoría moriría sin que el mundo siquiera notara que habían
empezado a vivir. Pasarían su juventud trepadas en la espalda de su madre hasta
que un “algo”, como un reloj sin horas, se active y entonces las crías,
movidas por un resorte invisible, se alejarían para nunca volver.
Una
vez que ese “algo” se active, las arañitas deberán huir de su madre como
de cualquier otro insecto más grande que ellas. Si se llegasen a tardar
demasiado, la tarántula vieja se las comería, de la misma forma que lo haría con
cualquier otro insecto pequeño.
No
podemos hablar de emociones ni de valores en un cerebro del tamaño de un
alfiler. ¿Qué amor puede tener una criatura que se comería a sus propias crías?
El
saco de huevecillos, con los cien pequeños hijos que el mundo no extrañaría, sigue en silencio. El cerebro de la araña, en la niebla de su estupidez,
procesa el hecho de que está vacío. Pronto lo tirará fuera de su nido. Después llegará otro minúsculo macho que la preñará sin que se dé cuenta. Esa es la
naturaleza de las arañas.
Sentada
en su nido, obedeciendo leyes que nunca fueron escritas con palabras, pero que
son más rígidas que la Tierra misma, la madre sin hijas espera a que eclosionen
sus huevecillos. Todavía no ha procesado que nunca sucederá. Sólo presiente que
algo no está bien. La madre sin hijas espera, extrañada, y siente en su cuerpo
la intuición de cientos de pasitos fantasmas.
Cuatro
pares de ojos nocturnos miran al enorme mundo con tristeza, con la calma de
quien sabe que hay cosas que deberían estar allí, pero no están.
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