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GANSITOS, por Sylvia Georgina Estrada


El primer hombre que vi desnudo estaba muerto. Yo tendría unos trece años, el cadáver aparentaba cincuenta, tal vez más. Cuando eres chico todos los adultos parecen señores, casi viejos. No sentí miedo sino una especie de repulsión mezclada con curiosidad. Quizá si hubiera asistido a las clases de biología, el hallazgo no me habría tomado tan de sorpresa. A mi favor debo decir que entonces la escuela era la última de mis preocupaciones. En aquella época sólo pensaba en comer, o en dormir si tenía la panza vacía.
            Crecí con mi abuela Josefina. Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo cumplí seis años. Se fue justo el día de mi fiesta. Se suponía que él iba a traer el pastel, pero nunca llegó. Desde entonces dejé de celebrar los cumpleaños, son de mala suerte. Mi mamá se volvió a casar cuando yo entré a segundo de primaria. Se marchó a otra ciudad con su nuevo marido y tuvo a mi hermano Pepe. A veces mandaba dinero y mensajes de Whatsapp que siempre dejé en visto.
            La abuela era buena persona, le daba de comer a las palomas y me tejía suéteres de colores. No se vivía mal con ella, en invierno cocinaba una sopa de letras con zanahorias que servía bien caliente, y en el verano hacía bollos de limón. Compartíamos el cuarto, pero ella apenas roncaba cuando dormía, hacía un ruido bajito como si fuera un gato bebé.
Mientras estuve en la escuela, la abuela nunca me pidió que trabajara. Yo lo hice por mi cuenta para tener qué echarle a las tortillas, además de papas y salsa. Mi primera chamba fue ayudar a la vecina a hacer sus entregas de ropa limpia. No es que la paga fuera mucha, apenas unos pesos, pero con eso podía comprarme unos fritos, un gansito y una coca en la tiendita. Todo un banquete.
Puede que ahora las cosas no sean muy diferentes, pero jale no me ha faltado. Lo malo es que tengo que salir bien temprano de la casa y no me da tiempo ni de hacerme un sándwich, lo bueno es que a la hora del lonche siempre completo para una maruchan y una coca. A veces le compro unos burritos a los chicos de Clamor en el Barrio. Cuando hace frío es cuando se me antoja la sopa de la abuela.
Mi siguiente trabajo fue de dependienta en la tiendita donde compraba los fritos. Sólo la atendía los sábados en la mañana, cuando la dueña se iba con los cristianos a rezar. Fue un trabajo difícil, con los duvalines y los chocolates Carlos V enfrente, bien tentadores, las cocas sudando frío adentro del refri. Casi todo lo que gané me lo gasté ahí mismo, aunque también llegue a comprar, y con descuento, paquetes de sopa y de mantecadas para la abuela.
Yo creo que ahí fue cuando le agarré el gusto a tanta cosa procesada. En mi cuarto tengo una caja llena de gomitas, snickers, paletas de mango enchilado y chocorroles. Cuando la enfermera de la Secretaría de Salud vino al trabajo a darnos unas pláticas de nutrición, me regañó porque como pura comida chatarra. Pero es que antes era bien difícil darse cualquier gusto y ni siquiera sentías la panza llena. Así que cada que pagan la quincena me voy al Oxxo y hago un guardadito.
Fue mi tercer trabajo el que hizo que viera al hombre desnudo. Gracias a la vecina, entré a un taller de costura. No sabía ni cómo ensartar una aguja (y eso que mi abuela quiso enseñarme a tejer un montón de veces), pero no era necesario. Mi trabajo consistía en embolsar y meter en cajas los cientos de cubrebocas que hacían las costureras. Antes, el taller se dedicaba a hacer blusas y vestidos, pero ya nadie quería comprar eso. Todos buscaban los dichosos cubrebocas. La cosa no cambió ni cuando se terminó la enfermedad, como que la gente se acostumbró a usarlos. Llevo ocho años en el taller y seguimos haciendo cubrebocas.
Ya había visto alguna vez al hombre desnudo, pero vestido con una camiseta del pato Donald y unos pants. Vagabundeaba por el rumbo del taller. Siempre intentaba hablar con las muchachas, contaba chistes, todos muy malos. No estaba muy sucio, sólo tenía las uñas negras como si hubiera metido las manos en una bolsa de carbón. Recuerdo las uñas porque una vez me ofreció un gansito. Lo rechacé porque me dieron asco sus manos, también el olor agrio de su camiseta. Me lamenté todo el camino de regreso a la casa, con lo que me gustaban los gansitos, además faltaba un montón para que pagaran.
Un día me tocó cerrar el taller. Fue cuando lo vi: estaba tirado en el callejón de junto, por los botes de basura. La luz de la farola apenas ilumina esa parte, por eso me tardé en distinguir qué era el bulto junto a los botes. Primero vi sus pies, eran grandes, agrietados, con callos. Me fui acercando y entonces me di cuenta de la cosa que estaba entre las piernas del hombre, en medio del pelo enmarañado. A diferencia de sus pies, era pequeña y blanda. Me pareció más repulsiva que las uñas y el olor a agrio, pero al mismo tiempo no podía dejar de mirarla.
Se me quedó tan grabado, que la primera vez que Martín me llevó a su casa me quedé paralizada cuando se quitó la ropa. Ya sabía a lo que iba, éramos novios y todo, pero sí me dio tantito asco. Mejor apagué las luces, para no tener que verlo. Lo bueno es que le cambian el turno cada quince días, así que sólo vamos a su casa una o dos veces al mes.
Quién sabe de qué se murió aquel hombre, ni por qué estaba desnudo, jamás le conté a nadie lo que vi. Me acuerdo de que esa quincena, cuando me pagaron, me compré unos fritos. Gansitos ya no, ni hablar. Dan más mala suerte que los cumpleaños.


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