El primer hombre que vi desnudo estaba muerto. Yo tendría unos trece años,
el cadáver aparentaba cincuenta, tal vez más. Cuando eres chico todos los
adultos parecen señores, casi viejos. No sentí miedo sino una especie de
repulsión mezclada con curiosidad. Quizá si hubiera asistido a las clases de
biología, el hallazgo no me habría tomado tan de sorpresa. A mi favor debo
decir que entonces la escuela era la última de mis preocupaciones. En aquella
época sólo pensaba en comer, o en dormir si tenía la panza vacía.
Crecí con mi abuela
Josefina. Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo cumplí seis años.
Se fue justo el día de mi fiesta. Se suponía que él iba a traer el pastel, pero
nunca llegó. Desde entonces dejé de celebrar los cumpleaños, son de mala
suerte. Mi mamá se volvió a casar cuando yo entré a segundo de primaria. Se
marchó a otra ciudad con su nuevo marido y tuvo a mi hermano Pepe. A veces mandaba
dinero y mensajes de Whatsapp que siempre dejé en visto.
La abuela era buena
persona, le daba de comer a las palomas y me tejía suéteres de colores. No se
vivía mal con ella, en invierno cocinaba una sopa de letras con zanahorias que
servía bien caliente, y en el verano hacía bollos de limón. Compartíamos el
cuarto, pero ella apenas roncaba cuando dormía, hacía un ruido bajito como si
fuera un gato bebé.
Mientras estuve en la escuela, la abuela nunca me pidió
que trabajara. Yo lo hice por mi cuenta para tener qué echarle a las tortillas,
además de papas y salsa. Mi primera chamba fue ayudar a la vecina a hacer sus
entregas de ropa limpia. No es que la paga fuera mucha, apenas unos pesos, pero
con eso podía comprarme unos fritos, un gansito y una coca en la tiendita. Todo
un banquete.
Puede que ahora las cosas no sean muy diferentes, pero
jale no me ha faltado. Lo malo es que tengo que salir bien temprano de la casa
y no me da tiempo ni de hacerme un sándwich, lo bueno es que a la hora del
lonche siempre completo para una maruchan y una coca. A veces le compro unos
burritos a los chicos de Clamor en el Barrio. Cuando hace frío es cuando se me
antoja la sopa de la abuela.
Mi siguiente trabajo fue de dependienta en la tiendita
donde compraba los fritos. Sólo la atendía los sábados en la mañana, cuando la
dueña se iba con los cristianos a rezar. Fue un trabajo difícil, con los
duvalines y los chocolates Carlos V enfrente, bien tentadores, las cocas
sudando frío adentro del refri. Casi todo lo que gané me lo gasté ahí mismo,
aunque también llegue a comprar, y con descuento, paquetes de sopa y de
mantecadas para la abuela.
Yo creo que ahí fue cuando le agarré el gusto a tanta
cosa procesada. En mi cuarto tengo una caja llena de gomitas, snickers, paletas
de mango enchilado y chocorroles. Cuando la enfermera de la Secretaría de Salud
vino al trabajo a darnos unas pláticas de nutrición, me regañó porque como pura
comida chatarra. Pero es que antes era bien difícil darse cualquier gusto y ni
siquiera sentías la panza llena. Así que cada que pagan la quincena me voy al
Oxxo y hago un guardadito.
Fue mi tercer trabajo el que hizo que viera al hombre
desnudo. Gracias a la vecina, entré a un taller de costura. No sabía ni cómo
ensartar una aguja (y eso que mi abuela quiso enseñarme a tejer un montón de
veces), pero no era necesario. Mi trabajo consistía en embolsar y meter en
cajas los cientos de cubrebocas que hacían las costureras. Antes, el taller se
dedicaba a hacer blusas y vestidos, pero ya nadie quería comprar eso. Todos
buscaban los dichosos cubrebocas. La cosa no cambió ni cuando se terminó la
enfermedad, como que la gente se acostumbró a usarlos. Llevo ocho años en el
taller y seguimos haciendo cubrebocas.
Ya había visto alguna vez al hombre desnudo, pero vestido
con una camiseta del pato Donald y unos pants. Vagabundeaba por el rumbo del
taller. Siempre intentaba hablar con las muchachas, contaba chistes, todos muy
malos. No estaba muy sucio, sólo tenía las uñas negras como si hubiera metido las
manos en una bolsa de carbón. Recuerdo las uñas porque una vez me ofreció un
gansito. Lo rechacé porque me dieron asco sus manos, también el olor agrio de
su camiseta. Me lamenté todo el camino de regreso a la casa, con lo que me
gustaban los gansitos, además faltaba un montón para que pagaran.
Un día me tocó cerrar el taller. Fue cuando lo vi: estaba
tirado en el callejón de junto, por los botes de basura. La luz de la farola
apenas ilumina esa parte, por eso me tardé en distinguir qué era el bulto junto
a los botes. Primero vi sus pies, eran grandes, agrietados, con callos. Me fui
acercando y entonces me di cuenta de la cosa que estaba entre las piernas del
hombre, en medio del pelo enmarañado. A diferencia de sus pies, era pequeña y
blanda. Me pareció más repulsiva que las uñas y el olor a agrio, pero al mismo
tiempo no podía dejar de mirarla.
Se me quedó tan grabado, que la primera vez que Martín me
llevó a su casa me quedé paralizada cuando se quitó la ropa. Ya sabía a lo que
iba, éramos novios y todo, pero sí me dio tantito asco. Mejor apagué las luces,
para no tener que verlo. Lo bueno es que le cambian el turno cada quince días,
así que sólo vamos a su casa una o dos veces al mes.
Quién sabe de qué se murió aquel hombre, ni por qué
estaba desnudo, jamás le conté a nadie lo que vi. Me acuerdo de que esa
quincena, cuando me pagaron, me compré unos fritos. Gansitos ya no, ni hablar. Dan
más mala suerte que los cumpleaños.
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