Ir al contenido principal

SANTANDER, por Eugenia Naborski


–¿Nombre? –le dijo la mujer de la ventanilla.
            –Pedro –respondió.
            –¿Apellido?
            Suspiró. Aquí iba otra vez el mismo chiste de siempre. ¡Cómo si fuera un nombre tan poco común!
             –Fernández –dijo con resignación.
            –¡Pedro Fernández! ¡Ay! No me diga. ¡Qué emoción! ¡No sabía que estaba enfrente de un famoso!
            Pedro Fernández sonrió a través de la ventanilla, mientras la juzgaba.
            –Échese “Amarte a la antigua” o mejor “La de la mochila azul”. Ésa siempre me recuerda mi infancia. Y, dígame, ¿sí estaba bien guapa la Lucerito o no tanto en persona? Oiga: ¿Pedro o Pedrito? Pedrito mejor, ¿no? ¿Y por qué te saliste de la telenovela, Pedrito? Ya dime la verdad, ¿fue culpa de la Marjorie de Sousa o sí estabas malo de salud?
            Si sus manos hubieran cabido por ese pequeño círculo la habría ahorcado. Lenta y dolorosamente. Él sólo quería su quincena. Pero justo ese viernes los cajeros del banco se estaban tragando todas las tarjetas. Por una actualización, dijeron.
            –¿Te molesto con tu INE, Pedrito?
            El sonido de las uñas de gel de aquella mujer sobre el teclado le generaba la misma repulsión que los dedos gordos ataviados con anillos de pedrería falsa. ¿Qué más le daba entusiasmarse con una celebridad falsa?
            –Pedrito, ¿sí me regalas tu autógrafo? ¡Es broma, es broma! Pero sí necesito tu firma aquí y aquí. Y, ya en serio, si me pudieras dar tu autógrafo...te lo agradecería mucho. Para Nancy, ésa soy yo.
            Nancy es nombre de gorda, pensó mientras escribía sobre el papel: “para Nancy con cariño”. Esta mujer realmente cree que soy una celebridad. ¿Es tonta o qué?
            –Regreso en seguida, aventurero. –Le guiñó el ojo y salió hacia la copiadora.
            Bueno, y qué tendría de raro que lo pensara. En realidad, él había nacido mucho antes que el verdadero Pedrito. Es más, él era el verdadero Pedrito. El otro, un impostor con talento.
            Además, nunca había cantado mal. Sí, su impostor tenía talento, pero moderado. Él quizá tendría más. Incluso era más guapo. Y podía dar mejores vueltas moviendo la pompa. 
            –Aquí tienes tu INE, tu comprobante y tu efectivo. Me hiciste el día. Hoy que me desperté jamás pensé que iba a conocer a una estrella.
            Soberbio, Pedro Fernández miró su reflejo en el vidrio de las puertas del banco. Sí, definitivamente esa quincena la utilizaría para comprarse un oneroso traje de charro.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici

Secuencia de un instante, por Daniela Méndez Vega

Desde mi cama, veo por la ventana un globo que escapa, es de un color difuso. Mis venas están hinchadas, huele a orines. A mi vecina de cuarto le hacen diálisis, sus hijos tragan lágrimas y respiran apretado. El sabor de la gelatina no me quita lo amargo de la lengua.  Retrocedo a un tiempo de imágenes indefinidas, a un invierno de sonidos pretéritos, que regresan como fragmentos y vuelven a ser los mismos. Todo empieza, desenredo mi memoria. Tenía 15 años cuando me acostumbré a la violencia, a los silencios y palabras hirientes. Conocí a Raúl en un mercado. Él vendía fruta en temporada de posadas, acababa de cumplir 20 años. Su mirada era melancólica, tenía chatos los dedos de las manos, se mordía las uñas. Guardaba rencor a su infancia, su padre lo golpeaba con una pala y lo corría de su casa. Raúl hacía promesas de días prósperos y caminos tranquilos, pero acostumbraba quemar mi cuerpo con cigarros, rompía mis cosas, me gritaba, me pedía perdón y me contaba historias v

Las películas extranjeras, por Raúl Lemuz

Dentro del tanque del excusado guardo una pistola nueve milímetros. Pagué dos mil pesos y un juego de sillones semi nuevos por ella. Mi dealer de planta me aseguró que funcionaba a la perfección: Ya está calada, tiene dos muertos encima. Supuse que no debía probarla, dos muertos encima me parecieron suficientes para no dudar de su letalidad.  La idea de guardar ahí la Nueve Eme, como yo la llamo, la tomé de una película extranjera de los años ochenta. No recuerdo si es italiana o francesa, pero es rara como todas las que se producen en el viejo continente. En el filme un hombre calvo y con bigote esconde de su esposa una revista pornográfica cubierta por una bolsa de plástico. Un día su hijo, un adolescente, encuentra por error la revista y queda maravillado por las imágenes. Después de aquel descubrimiento, el hijo no puede parar de entrar al baño, echar una mirada a las revistas y tirarse una paja. El desenlace de la película es fatal. El adolescente está enganchado a la revista ig