Todos le decían la bebé
milagro. El apodo no se limitó a su familia y la cosa no paró cuando terminó el
kínder, tampoco en la pubertad. Incluso cuando estaba en tercero de secundaria,
en las fiestas de quinceaños, cuando ella caminaba hacia la pista de baile, escuchaba
que los chicos murmuraban a sus espaldas: “mira, ahí va la bebé milagro”. Entonces
la cara se le ponía roja y recordaba la película de Carrie, cómo todos
gritaban en la fiesta de graduación. Cuánto le hubiera gustado hacer que los
tipos esos escarmentaran y dejaran de llamarla así. Pero en la realidad sólo le
quedaba apechugar y ponerse a bailar con sus amigas para ahuyentar los malos
pensamientos.
Su nombre era María Auxiliadora. Durante el embarazo de
su madre, la abuela le rezó a esta virgen todos los días para pedirle que salvara
a su hija y a su nieta. Las oraciones sólo funcionaron para la criatura. El
poder divino se vio limitado por la enfermedad desconocida que consumió a la
mujer en ocho meses, el tiempo suficiente para dar a luz a una niña prematura.
El virus que mató a su mamá debió hacer lo mismo con
ella, pero no fue así. Cuando salió de la incubadora en brazos de su padre, los
doctores y las enfermeras del hospital la nombraron “la bebé milagro” mientras
aplaudían para las cámaras de televisión. Su familia se hizo famosa por un
tiempo. Su padre y su abuela dieron entrevistas, recibieron dotaciones de
pañales y fórmula láctea, incluso una cadena de tiendas de ropa hizo una
pequeña campaña publicitaria con la imagen de María Auxiliadora. “Al menos es
una bebé fotogénica”, dijeron los ejecutivos de marketing cuando vieron las fotografías
que más tarde aparecerían en espectaculares de toda la ciudad.
María Auxiliadora no tuvo hermanos. Su padre no volvió a
casarse y la abuela se mudó a la casa del viudo para atender a la pequeña. Cuando
la niña creció, llegó a preguntarse, más de una vez, si su papá había evitado
la compañía de otras mujeres para que no le preguntaran si su hija era la bebé
milagro.
El prodigio de su nacimiento no le dio súper poderes, ni
la hizo más bonita ni más lista. María Auxiliadora no aprendió a leer a los
tres años como su prima Irene, nunca estuvo en el cuadro de honor y fue una
nulidad para los deportes. A veces, en las noches frías, bajo el montón de
cobijas, se preguntaba por qué no era especial. Ella, que venció a un bicho
desconocido y mortal, que se convirtió en noticia internacional y apareció en
los espectaculares del norte del país, no brillaba en ningún sitio.
Durante sus años en el colegio religioso, María
Auxiliadora se volcó por completo a las misas y los rezos. Esperaba hallar en
las lecturas bíblicas y en las clases de catecismo algunas respuestas, ¿qué
acaso no eran los milagros el sello distintivo de Jesús? Cuando estaba en
quinto de primaria escribió una lista con los prodigios más impresionantes del
nazareno (conservó el texto durante muchos años, pegado en el fondo del
clóset): la resurrección de Lázaro, la multiplicación de los panes y los peces,
la caminata sobre las aguas, la curación de un paralítico, la expulsión de los
demonios, la conversión del agua en vino y, por supuesto, la resurrección.
Cuando llegó a la facultad ya se había olvidado de la
lista de prodigios cristianos. Cambió la religión por las clases de filosofía. Estudiante
promedio, María Auxiliadora no siempre entendía ni las clases ni los libros,
pero cuando leyó a Spinoza tuvo una revelación. Frente a ella estaba la
explicación que siempre había esperado: El vulgo llama milagros a los fenómenos
extraordinarios de la naturaleza.
Cuando
terminó la universidad decidió que ya no quería saber más de la filosofía. Le
pidió a su papá que le prestara dinero para poner un vivero. El negocio tardó un
año en arrancar, pero María Auxiliadora tenía buena mano con las plantas y le
gustaba sentir la tierra entre los dedos, ver los brotes crecer y
multiplicarse. Ahí, en medio del abono y los mosquitos, no necesitaba ir tan
lejos en busca de portentos.
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