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El NOOCOMITO, por Juan Iván González


Llego a lo que queda del campamento, en un respiro de la nieve, y encuentro a la muerte frente a mí. Tengo el recuerdo del calor de los trenes de vapor, de las velas de la hacienda y de mi esposa. Poco más me aguanta a través del frío. No parece haber sobrevivido nadie. Apenas doy tres pasos en los restos del campamento cuando la ventisca golpea de nuevo: el sheriff me lo advirtió y así pasó. Estoy atrapado hasta que lleguen a rescatarme. Un rescate para el rescatista, Dios santo.
Dejaron varias tiendas bien espaciadas y abrigadas, entre veinte y treinta. Eran una caravana de colonos bastante grande. No eran tontos, sólo tuvieron mala suerte. Me instalo en la carpa que se ve mejor hecha, allí terminaron guardando a sus niños. Pobres criaturas, pero todo lo que puedo hacer es sacar los cuerpos para poder dormir yo, en lo que se va la tormenta. Duermo toda la noche.
A la mañana siguiente empiezo a mover los cuerpos. No sé si enterrarlos o sólo esconderlos. Lo más importante es asegurarme de que no me den botulismo. Aunque con este frío la carne no se echa a perder y la gente, si bien no parece dormida, tampoco parece muerta. Quiero un mínimo de respeto para ellos, pero trato de cavar en la nieve y pronto mis manos se cansan, hace demasiado frío. Pienso que ellos me perdonarán si los dejo tirados por allí en lo que espero que vengan por mí.
Una semana. Eso es lo que habíamos acordado. Una semana sin noticias mías y vendrán a buscarme. En el oeste, el que marca mi brújula, debe aparecer una luz que me indicará que la caravana de rescate está cerca. Entonces yo debo prender mi propia luz, para que me esperen allí en la montaña, donde las cuevas les darán respaldo. Brillo, pausa, brillo. Ningún sobreviviente, sólo yo. Caminaré el mismo tramo horrendo que ya atravesé y cuando llegue, mis pies no estarán congelados, habrá comida y podré reír y beber y esto será sólo un recuerdo horrible. Dios, ellos también se arriesgarán para salvarme, y tal vez yo muera. Lo más importante es que sepan que ya no hay nadie más que salvar. Si no, seguirán viniendo rescatistas.
Qée invierno tan horrible, qué crueldad de Dios causar esto.
Traje conmigo un mazo de cartas. Desperdicio de espacio, pero con él me pongo a jugar solitario en la carpa de los niños muertos. Una semana y entonces alguien vendrá por mí.
Tal vez podría ir yo de vuelta. Sería quizás lo más valiente y razonable. Pero la ventisca no para y cuando llega a detenerse vuelve apenas unas horas después. Moriré si me pierdo en el páramo frío, como igual quizá muera si llego a la montaña y no hay alguna excursión que me ayude. Quizá estoy siendo egoísta, la verdad es que no lo sé. Qué rápido cayeron mis planes.
Al tercer día hay una pausa en la terrible ventisca y el sol, tímido, sale. Yo me encuentro en el campamento y doy la vuelta, trato de contar los muertos. De los treinta que deberían haber, sólo hay veinticinco. ¿Alguna pequeña excursión que se perdió buscando ayuda? Es difícil decir. El número común para este tipo de excursiones son cuatro, pero si les importara tanto el deber, no hubieran viajado en pleno invierno.
Encuentro una botellita en el lugar de la fogata. Adentro hay un pergamino con un escrito: “Yo soy el noocomito. Yo no tengo piernas, pero camino. Yo no tengo boca, pero hablo. Yo tengo cara, pero no me puedes ver. Los colonos murieron porque yo quería que murieran. Yo quiero que te quedes conmigo hasta que el invierno acabe.”
Alrededor de la fogata hay huellas de pisadas. Son todas del mismo tamaño: huellas pequeñas, de niño o de una mujer pequeña. Dan vueltas en torno al fuego y después se pierden en varias direcciones.
Sigo las huellas. Mi corazón late fuerte. La carta me parece extraña, pero trato de no detenerme mucho en ella. Todo en lo que pienso es esto: hay un sobreviviente. Debo encontrarlo y salvarlo.
Sigo las huellas. Vienen y van entre las tiendas de campaña. Quien las hizo tuvo que saber sobre cómo ocultar sus pasos y tiene talento para ello. Dan vueltas en sí mismas, parece que la persona camina en sus propias huellas la mitad del tiempo. Entran en tiendas de campaña vacías o con nada más que cuerpos para salirse por atrás, se pierden fuera del campo del campamento, vuelven a la fogata, dan vueltas y vueltas. Me cansa seguir las huellas y debo mantener mis energías. Regreso a mi base sólo para encontrar que las mismas huellas llegaron, de alguno de sus tramos ilógicos, para darle vueltas a mi tienda. Quiero seguir el rastro a donde sea que hayan ido después, pero para entonces la tormenta empieza de nuevo.
Pasan cuatro días, aunque con la nieve y la tormenta la noche y el día se mezclan. Dicen que existe un sol de medianoche en las regiones más al norte, pero aquí la luna tiene un extraño brillo y aún en medio de la tormenta el mundo se ve muy visible, demasiado claro.
Pienso que el último sobreviviente probablemente enloqueció con la tragedia del campamento. No ha de querer verme y juega conmigo en su mente desquiciada. Trato de dormir en la tienda de la que me he apropiado y siento tristeza pensando en ello. Quizá es un niño o algún muchacho joven, el que me observa mientras lo busco. Hijo de alguna madre, no diferente a mi propia hija.
A la mañana siguiente, a pesar de toda la nueva nieve que dejó la tormenta, el campamento entero está repleto de huellas. Prácticamente el único lugar donde no las hay es la cercanía de mi tienda de campaña: donde hay un solo par que se quedó en la entrada de le carpa. Pienso que el último sobreviviente estuvo a punto de abrir la tienda, pero no lo hizo, asustado de mi presencia.
Hay una nueva botella con otro mensaje: “Yo soy el noocomito. El noocomito quiere decir yo. Nadie va a rescatarte. Esperas que alguien venga, pero de ser así morirías en el camino. Tú crees que vienes de algún lado y que te irás cuando puedas. Eso es falso. Trata de recordar el nombre de tu familia, te darás cuenta de que no recuerdas nada. Si rememoras algo eso también es mentira. Tú sólo existes porque el noocomito lo dice. Yo soy el noocomito. Yo digo que te tienes que quedar aquí.”
Estoy confundido. Miro para todos lados. No veo a nadie, no veo a nada. Sólo hay filas y filas de tiendas abandonadas y algunos cuerpos tirados y medio ocultos bajo la nieve.
Reviso todas las tiendas del campamento, sin importar si las huellas entraron o no. No hay nada. Sólo nieve y cuerpos. Cuerpos rígidos sepultados bajo sus ropas, con las caras rígidas también en muecas extrañas y con los ojos cerrados. Están apilados unos sobre otros por los sobrevivientes, sin pudrirse y sin moverse. Cuerpos y nada más que cuerpos. Ningún ser humano.
Regreso a mi tienda antes de que la tormenta golpee. No entiendo lo que está pasando. Yo vine a salvar a esta persona. ¿Por qué me diría que me quedara? No tiene ningún sentido. El tono insultante y prepotente de la carta hace que me ría un poco. Vine, arriesgando la vida, para darle de comer a esta persona. No tiene que hacer nada, yo le iba a dar lo que tenía libremente. ¿Qué está tratando de lograr? No lo entiendo.
Al quinto día la tormenta arrecia. Duró tres días en total. Se me empezó a acabar el agua. Trato de beber nieve derretida, pero el frío te hace más daño por dentro que no tomar nada. Se me empieza a acabar la comida. Esto tenía que ser una excursión rápida para darle de comer a los desesperados y confirmar si debían venir más personas o no. Con la tormenta se me pasa el día en que se supone que aparecería la fogata. Salgo a mirar cuando puedo, no veo nada. Ellos tampoco saldrían con esta tormenta.
La comida escasea, aunque debía durar más de una semana. No he comido más de la cuenta. No entiendo qué está pasando. Los días y las noches se vuelven uno. No sé cuánto tiempo pasa. Espero la luz en el oeste. No la veo.
Por fin, dos semanas después de mi llegada, la tormenta se calma. En la fogata hay otra botella.
“Yo soy el noocomito. Yo sé que tienes hambre. No debes irte. Vas a morir si te vas. El sol hace juegos con tus ojos. Si ves una luz y la sigues te vas a matar. Yo sé que estás asustado. Las personas te mintieron cuando venías para acá, pero la verdad es que si sigues la luz te vas a morir. Quédate aquí.”
Hay una sola línea de huellas que lleva a la última tienda de campaña del campamento. Es una tienda extraña y malhecha, que no debería abrigar nada. Empiezo a acercarme a ella, pero un viento fuerte sopla y la levanta volando. Realmente estaba mal hecha. Dentro no había nada.
Me regreso a mi propia tienda. Ahora me siento molesto. Realmente podría morir y esta persona juega conmigo. Camino dentro de sus pisadas. No me sorprendería si él está escondido en alguna otra de las tiendas para observar mi reacción cuando la carpa se destruía. Estoy cayendo en sus jugarretas.
Pienso en sus palabras. ¿Qué clase de débil mental sería yo si les hiciera caso? Me da un poco de risa pensar en ello. La verdadera fuerza es saber dónde está el cielo y dónde la tierra y tener tus pies firmes en ella, no creer en embustes tontos. Yo recuerdo el rostro de mi esposa, de mi madre y de mi hija. Recuerdo a mis compañeros que me esperan y que me salvarán cuando por fin prendan la fogata. Sé que debo ir con la fogata al oeste cuando alumbre.
Pasan los días y el hambre sigue. Al principio es hambre y después es dolor. Luego es algo más: el miedo. Tengo miedo de ser mi cuerpo, de comerme por dentro con la misma furia que el hambre misma.
Hago lo que tengo que hacer. No me siento feliz por ello. Estoy llorando. No quiero describirlo a detalle. Pienso que si hay un Dios él debe saber perdonarme. Prendo la fogata y saco uno de los cuerpos. Corto un pedazo y lo cocino. Mi estómago me duele.
Me doy cuenta de que el cuerpo que seleccioné ya estaba mordido.
Después, cuando hay un poco de luz de nuevo, encuentro otra botella en la fogata muerta.
“YO VI LO QUE HICISTE. ¿Tú crees que te dejarán vivir si se enteran? Por supuesto que no. Lo sabrán en cuanto te vean, lo notarán en tu cara. Ellos no van a entender, ellos no han vivido aquí. Te abandonaron, lo sabes. Te mandaron sólo porque querían que murieses. Si te ven de nuevo y saben lo que hiciste, te matarán. Tienen que saber, de otra forma no podrías haber sobrevivido. No puedes confiar en ellos. Si ves la luz, no vayas. Te lo digo porque sé cuánto has sufrido. El invierno casi se acaba. Quédate aquí. Puedes sobrevivir viviendo como has vivido. Ya has sufrido lo suficiente.”
Trato de dormir los siguientes días a través de mis lágrimas. Pienso en mi esposa. Pienso en lo que pensaría si se entera de lo que hice.
De repente, la tormenta se calma. Sé que es una calma falsa, porque esa es la clase de tormenta que es esta. Es una tormenta eterna, hecha completamente para mí.
Salgo de la tienda de campaña y más por costumbre que por deseo, alzo la mirada al oeste. Veo una pequeña luz que parece flotar.
Es la fogata de una excursión en la montaña. Está a un buen tramo, pero mientras la tormenta no golpee quizás pueda llegar hasta ella. Ahí tendría amigos, comida y un lugar que no esté frío.
Allá tendría que explicar lo que tuve que hacer para sobrevivir.
Empiezo a caminar hacía la fogata, a dejar atrás al campamento. Cierro los ojos y empiezo a llorar.
Me doy la vuelta.
Regreso a mi tienda de campaña. Me hinco, la entrada está a mis espaldas.
Escucho pisadas que dan la vuelta a la tienda y que se paran en la entrada. Escucho un ruido y una luz empieza a alumbrar a mi espalda. Alguien alza la pequeña entrada de la tienda. Es una luz leve, lo que quiere decir que pronto volverá la tormenta.
Detrás de mí, siento que el noocomito me observa.

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