—Si
tuvieras cinco minutos para escribir, ¿qué escribirías? —me
pregunta papá ajustándose los lentes.
—Tal vez una lista, o una pequeña carta, o un
recado, o un poema. Tal vez dejaría escrito en un papel el nombre de mis
grandes amores: mis hijos, mi familia. Trataría de abarcar a la gente que más
pudiera. No lo sé. Quizá recordaría el mejor evento de mi vida para dejárselo a
ellos. Pero ¿por qué me preguntas eso papá?
—Tienes la fortuna de que el tiempo te ha regalado
la dicha de tener contigo la compañía de quienes te quieren.
Me quedé pensando un momento en
la pregunta de papá. Posiblemente escribiría algo que me atormentara o un
secreto. Pero sólo para descansar.
Me despido de él. Conduzco hacia
mi casa. Llevo más de una hora de camino. La visita a papá me ha dejado
pensativa. Durante el trayecto he hecho un recuento de casi toda mi vida.
***
Me asomo al balcón y respiro el aire fresco de la
mañana. El sol muestra sus primeros rayos. Tenía tiempo sin verlo. ¡Qué
agradable es tomarse unos minutos para llenarse de energía! Lo miro y veo bajo
mis párpados los tonos naranjas y violetas que guarda para mí. El trinar de los
pájaros está en armonía con el roce de las hojas de los árboles. Todo es un
pequeño regalo que recibo con agradecimiento.
Entro, llego a mi escritorio y
reviso mis pendientes. Entre los sobres encuentro uno del laboratorio, el que
estaba esperando desde hace días. Tengo en mis manos el resultado de los
análisis de papá: Anemia. Otra vez, pienso. Las últimas semanas lo
había visto débil y no quería comer. Tengo que estar con él y vigilar
sus comidas. Tal vez no lo hace como se debe. Es lo que quiero hacer de
inmediato.
Lo comento con mis hijos y me
contestan con el entrecejo fruncido. No es necesario preguntar el porqué de sus
gestos.
***
Un día salí muy lejos
lloramos todos,
creo que ellos más.
No hay día que no lo recuerde,
no hay día que no duela,
eso está en ellos
y también está en mí.
Crecieron,
yo no estuve cerca,
entonces se apagaron sus
facciones.
***
Conduzco de nuevo hacia la casa de papá. Él está
dormido en el sillón con el periódico caído. Lo toco para saludarlo. Despierta
y me sonríe. Aprieta mi mano y me estira para darme un beso en la frente, así
como son los que dan los papás a sus hijas cuando comienzan a crecer.
—Papá te traje fruta y cereal. En un rato más te
preparo tu comida —le digo mientras voy hacia la cocina. Tomo un
pequeño bowl, le pongo algo de los trozos de fruta y lo aderezo con
yogurt. —¿No
has desayunado verdad?
—Sí mija, sí lo hice —me dice
mientras alisa su cabello cano.
—Ay papá. No me iré de aquí hasta que vea un buen
color en tu rostro. –—Sonríe.
—¿Y los muchachos?
—No quisieron venir.
—Me van a escuchar tus hijos ladinos. Ya estuvo de
dejar pasar el tiempo así.
—Papá —digo quedito y bajo mi mirada para
encontrar un escape en el tazón que coloco en sus manos—. Fue mi error y no
encuentro cómo resolverlo. Es tan pesado que lo pienso y me lamento.
—No te culpes. La vida tiene muchos recovecos y la
juventud es caprichosa.
—Tengo miedo. Quisiera ver surgir algo de ellos,
aunque sea descabellado, loco, efusivo. Pero parece que me lo llevé también.
—No te culpes hija —me dice y aprieta mi mano.
Siento su fuerza a pesar de su debilidad física. Eso me da ánimo para pensar
que se pondrá bien de salud.
***
1. Palabras que dejo en los
cajones de su ropa y que no me atrevo a enfrentar.
2. Me muevo a través de los
errores.
3. Busco mi libertad cuando no
puedo ejercerla.
4. Me abate el estar en la
distancia, en medio de un arrebato.
5. Juego a ser yo cuando no hay
leche en el refrigerador.
6. Hay un intento y a mitad de
camino llueve con granizo.
7. Todas estas cosas locas y
sueltas que sujeto con pinzas.
***
Héctor y Mariana fueron juntos a la escuela. Se
apoyaron, platicaron, lloraron a mitad de la noche, vivieron todo como una
pesada estela. El gris se ha quedado adentro y afuera. La risa tiene un hueco
grande que no se llena. Nada brilla por completo. El sol salió y la luna apareció
mientras el tiempo dictaba las horas: la hora de la comida, el regreso de la
escuela, las cinco de la tarde de los sábados, la hora de hacer la tarea, el
domingo por la mañana cuando su papá hace el desayuno. Cuando él está todo
cambia.
***
Recibo la llamada de Héctor, mi hijo mayor.
Pregunta por la salud de papá. Me extraña su interés. Me extraña que me llame.
—Él está bien —le contesto.
—Queremos ir mi hermana y yo —le
escucho decir. Y mi corazón se vuelca en júbilo.
—Los espero con gusto. Me avisan para ir por
ustedes.
—Mi papá nos va a llevar —hace una
pausa y continúa —Oye mamá, ¿qué le gusta al abuelo? ¿Sabe jugar
ajedrez? Mariana dice que sí.
—Así es.
—Vi uno que me gustó para él. Se lo vamos a comprar.
—Le dará mucho gusto. ––Contesté.
Me emociono toda. Esas palabras
hacen que mis ojos se llenen de lágrimas. Voy a lado de papá y le cuento. Estoy
contenta y mi pasado parece que se esfuma como cuando se va la cola de un
papalote, revoloteando. Las sombras desaparecen, sin lío. También es algo
caprichoso.
***
Esto tuvo un inicio y el final es incierto. De
pronto estaba entusiasmada. Todo fue fugaz. Me equivoqué. Era crucial comenzar
a vivir.
Fui egoísta.
De pequeños estamos sujetos a lo
que los papás dictan. Y cuando no están se pierde la brújula. También la perdí
yo. Una mitad la tiene uno y la otra mitad el otro.
***
Papá y mis hijos están en la terraza. Me gusta ver
ese cuadro tan cercano a mí que sucede en muy contadas ocasiones.
—Su madre es única. Yo la vi crecer. Le di todo. Y
no fue fácil detenerla––. Dice papá cuando descansa sus dedos en uno de los
peones del ajedrez. Como si se apoyara para decir las palabras.
—Nos hizo falta abuelo ––dice Mariana mientras rodea
su cuerpo con sus brazos.
—Mucho —replica Héctor y parpadean sus ojos. El
mismo gesto que hacía cuando de niño trataba de aguantar el llanto. Él recarga
su brazo en el hombro de Mariana.
—Los papás hacemos tonterías creyendo estar en lo
correcto. Lo que ustedes no pueden permitir es que su vida se detenga en un
momento triste. Vivir todo, lo que sea, pero vivir. La forma de perdonar es
vivir hasta el último segundo todo lo nuevo que se te pone frente a los ojos.
Buscar la vida, incluye respirar, despertar, correr, gritar, abrazar y
compartir cada cosa que experimentas. Lo nuevo brinda la oportunidad de conocer
dos facetas: te gusta, lo tomas, no te gusta, lo dejas.
—Abuelo. Perdóname.
—¿Por qué mi niña?
—Porque no vine antes contigo —dice
Mariana y suelta su melena china para poner su mano sobre la de papá.
—Hija mía, no digas eso, tú no mi reina —dice él
mientras abraza a mi hija y la besa en la frente.
—Tienes razón Mariana —contesta mi hijo y
voltea hacia a papá —Abuelo te hubiera ganado muchas veces. Mira: Jaque
Mate.
Héctor se levanta. Los tres se
abrazan y después papá los toma de las manos.
—El perdón llega solo. Y su mamá lo sabe.
Yo los miro a través de la
ventana de la sala. Siento que mi corazón palpita muy fuerte, se quiere salir.
Respiro hondo, me calmo. Algo de mí sale como en efervescencia. Lo noto cada
vez más claro.
***
Abro los ojos y miro una lámpara grande y la luz
enceguece. Hay personas que cubren sus bocas, también usan gorros azules.
Escucho y reconozco el bip del aparato que lee el electro. Las
voces expresan alarma. Se agilizan ante las órdenes del médico. Yo me miro.
***
Desde este lugar camino. A veces veo sombras, otras
son luces que me llevan. Hay una fuerza que es más fuerte que yo. Hay palabras,
muchas. Siento un dolor intenso en mi garganta, como si las palabras estuvieran
ahí, atoradas. Veo mi letra en hojas que ondean y caen para dar forma a mis
sentimientos.
***
Hice
caso a lo que me dijo papá. Escribí en un cuaderno, pero lo cerré. No puedo
decirlo, me lleno de esta penitencia que no puedo remediar. Quizá él quería que
le escribiera algo.
“Gracias papá. Me diste
todo y viví lo que pude. A mis hijos les entrego todo lo que soy. Durante un
tiempo me robé la seguridad que no les pude dar. A ti te entrego mis memorias,
mis vivencias. Mis tiempos están desfasados. El hilo de mi existencia se rompe
a cada rato, lo amarro y se vuelve a romper. Son los matices los que me
colorean: el tono de cada persona, de cada lugar, de cada amanecer.
***
Después
de salir del quirófano desperté y me sentí mareada. Mariana y Héctor estuvieron
conmigo todo el tiempo.
—Héctor,
Mariana —llamé.
Se
acercaron. Se vieron entre ellos y me miraron.
—El
doctor dijo que estarás bien, que pronto podrás regresar a casa —dijo
Mariana.
Lo
sucedido horas antes no hizo que olvidara. Fue como si despertara en un día
normal y me encontrara con eso de siempre.
—No
puedo compensar lo que pasó, lo tengo siempre en la mente. Yo soy la responsable,
por eso les pido perdón. Todo ese tiempo no se llena con nada, es como si me lo
hubiera hecho a mí misma. Dios me dejó de nuevo aquí para tener otra
oportunidad.
—Sí
mamá —murmuró
Héctor, me besó la frente y tomó mi mano––. Estás aquí. Siempre has
estado aquí, no te preocupes más.
—Mamá,
quédate tranquila. Tuve mucho miedo, creímos que te nos ibas. En aquel tiempo
no estabas, pero sí. —expresó mi hija. Se acercó, me abrazó con
suavidad y me dio un beso en la mejilla. De sus ojos color miel salieron lágrimas.
—Eran
unos niños —al
decirlo, se humedecieron mis ojos sin poder evitarlo y apreté fuerte sus manos.
—Ya
pasó ma, ya pasó —continuó
mi hijo.
—Quiero
que ya pase. Lo recuerdo y me agobio de nuevo.
Sentí
sus caricias que me confortaron mucho, un alivio llegó a mi alma. Como madre,
yo misma no podía confortarme. El constante recuerdo será mi penitencia
infinita. Siempre partida en dos. Su soledad era la mía al doble.
***
Han
pasado dos años. Recibí buenas noticias: Héctor se mudó a su nuevo departamento
gracias a su primer empleo, ha salido de la ciudad; Mariana se ha tomado unas
vacaciones con papá, cerca de las montañas, dice que está feliz con su abuelo.
Yo espero a que este período de resguardo llegue pronto a su fin para ir a
verlos.
***
Todo tiene puntos y comas,
lo estrecho asfixia.
El viento ondea mi
cabello,
me lleva con él
y regreso.
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