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La vida es una sola vez para siempre, por Elena Gómez


Aún hoy me sigue pareciendo que la fotografía está incompleta. El paisaje visto a través de la ventana a mis espaldas, su imagen triplicada y yo es lo único que se ve en ella.
Las tardes de invierno en París son pardas y silenciosas. Una bruma espesa desciende por entre las calles y se desliza hasta inundarlas. Es difícil ver las ramas sin hojas de los árboles. La ciudad aguarda la llegada de la primavera.
En estos días de calma dan ganas de quedarse en casa. A él le ha dado por venir cada tarde a sentarse frente a mí. Nos hemos vuelto mutua compañía. Me mira. Lo miro. Trato de entenderlo. Él apenas repara en mi presencia. No habla, sólo observa. Sus ojos cansados me son impenetrables.
Pensé que venía en busca del instante, de su instante decisivo. Pero no. Entra sigiloso a la habitación, deja su Leica sobre el buró y se acomoda frente al escritorio donde la escasa luz que entra por el ventanal le acaricia el rostro.  Lo he visto antes, más joven, y he sido testigo de cómo se le ha llenado de arrugas finas. Una vez cómodo, él se quita los lentes y los hace a un lado. Ha traído una hoja blanca y un lápiz de grafito para dibujar. Se queda pensativo. Me observa. Calla. Lo miro con la misma curiosidad y admiración con la que lo he hecho todos estos años.
Traza un círculo y luego un óvalo y va delineando la forma de su cara. Suaviza los gestos. Acentúa la barbilla y mantiene las líneas amplias de la frente. Me mira. Lo miro. Me ve a los ojos. Lo veo a los ojos. Su brillo permanece intacto a pesar de que los párpados cuelgan un poco sobre ellos. Las ojeras le dan un aspecto cansado a su expresión. Aún así, su vista de cazador se mantiene certera a la hora de mirar los detalles. Lo noto en la manera como dibuja sus altas cejas arqueadas, la rigidez de los labios y el poco cabello. Marca con perfección los hundimientos del rostro, sus líneas suaves y duras. La piel blanda de su papada, que cubre de manera parcial con una mascada Pineda Covalin, se asoma aterciopelada. Sugiere bien los volúmenes de sus salientes pómulos. A manera de fotografía, agrega luces y sombras a medida que va dando matices a su imagen. Su rostro ausente de emociones se va descubriendo en la hoja de papel. Los ojos redondos, tristes y ensimismados van dejando vestigios de múltiples instantes decisivos que se suceden con cada nuevo trazo y que van quedando atrás, en este pasado inmediato que va marcando el segundero del reloj.
Muchas veces lo he escuchado decir que las cosas cambian cada segundo y que el dibujo es un instante decisivo más largo que el que ocurre en las fotografías. Ahora ha venido hasta aquí para atraparse, para capturarse. Se medita, se vuelve introspectivo para conectarse consigo mismo. Intenta seguir cada tarde los pasos de su padre, de Paul Cézanne y Jan Van Eyck. Vuelve a dibujar, como hacía en su infancia. Su buen olfato y sus ojos avispados le orientan sobre el mejor ángulo para decrearse. Ahora es el pintor invisible del fotógrafo, ahora visible. El ojo del siglo se revela ante su propia mirada. Es el cazador, cazado. Interroga su geometría, sus líneas, la armonía de su rostro y busca la esencia que permea a través de los gestos, del punctum. Busca la flecha que le hiera y le penetre; que lo sorprenda, que lo maraville, que lo satisfaga. Se revela sin la Leica cubriéndole, protegiéndole. Se muestra sin máscara. Ante sí mismo. Toma registro de cada detalle de su piel, de cada mancha, de cada pliegue. Quiere beberlo todo. Ahora no hay visor. Es su ojo confrontando la realidad, su realidad. Se acerca a sí mismo con pies de plomo como hace cuando fotografía. Respeta su decálogo. Nada de luz artificial, sólo tonalidades blancas o negras y ningún color para imprimir hasta el detalle humano más pequeño. Conecta su mente, su espíritu y su ojo con aquello que mira. Con ese él que ahora es otro. Así, traslada una impresión orgánica a su ilustración. Percibe el ritmo de sus superficies. Encuentra la geometría de la composición.
Ahora quiere ir más lejos. Por eso se esmera en su gráfico. No basta con disparar. Hace falta paciencia, espera. Pensar por más tiempo.
Este proceso no es como el que hizo en el noventa y nueve a campo abierto, donde una línea de árboles de troncos rugosos situada a su izquierda le regala su sombra magnífica en una tarde cualquiera. Ahí está él, el fotógrafo invisible que se deja ver a través de su sombra. Se vuelve parte del paisaje. En este autorretrato que ahora dibuja, busca regresar a las cualidades de un niño pequeño. Él sabe que esto lleva toda una vida. Está listo.
Poco a poco tomo conciencia de cómo sus ojos adquieren un brillo peculiar, una cierta frescura para dejarse impresionar. Una sensibilidad que se va abriendo paso. Es el mismo hombre anciano con una mirada nueva. En completo silencio, establece contacto. Dibuja con calma. El boceto de su retrato va emergiendo.  Vuelve a experimentar el placer visual.
La tarde en que esto sucede, aparece Martine con su cámara en el umbral de la puerta. Elige la perspectiva y el encuadre. Enfoca y dispara.
Aún hoy me sigue pareciendo que la fotografía está incompleta. El paisaje visto a través de la ventana detrás mío, Henri de espaldas, su rostro en el autorretrato a lápiz y su imagen reflejada en mí es lo único que se ve en ella. De haber ajustado un poco más el cuadro, Martine también estaría reflejándose en mi luna. Esa foto sí estaría completa.

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