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Ya no hay 305 kilómetros libres en ningún lado, por Aurora Alvarado


Eran las once de la mañana cuando pasamos la Aduana número 26 de Nuevo Laredo. Tuvimos pase libre. Nuestro ánimo subió a tope porque no nos revisaron nada ni nos pidieron ningún moche. La distancia hasta Saltillo era de 305 kilómetros, sólo era pisar el acelerador a una velocidad promedio para llegar en dos horas.
          En la camioneta íbamos mi sobrina al volante, su esposo de copiloto, y su hija y yo en el asiento de atrás. Platicábamos de cualquier cosa, era una de esas charlas en las que se hilan unas con otras. Sabíamos que la pandemia estaba causando un gran alboroto por todos lados y quisimos aprovechar para ir a Saltillo a la despedida de la hija de mi otra sobrina y de paso surtirnos de agua, enlatados y papel higiénico, antes de que nos cerraran las fronteras.
          De esa última revisión transcurrieron quizá unos veinte minutos de camino. No supimos de dónde salió un coche blanco que sonaba el claxon. Rosaura, mi sobrina, no entendía de qué se trataba. Se orillaba para darle el pase, pero seguía sonando el claxon. Entonces ese coche aceleró y nos cerró el paso. Mi sobrina detuvo la camioneta. Del carro se bajaron tres hombres armados. Nos apuntaron y le dijeron a Gerardo que se bajara.
––Esto es rápido. Queremos cinco mil dólares ––dijo uno de los hombres, que apenas tendría 18 años, de manera prepotente y con la seguridad de recibir lo que le pegue en gana.
––Es que no tengo esa cantidad ––contestó Gerardo en forma calmada, pero su rostro se iba poniendo pálido.
          Los otros dos hombres no dejaban de apuntarnos. Yo me llené de pánico. Podía pasar cualquier cosa. Comenzamos a buscar en nuestras bolsas todo el dinero que podíamos encontrar. Yo metí mi mano adentro de mi busto y saqué unos billetes enrollados que obtuve por mi trabajo extra. Era como 120 dólares, se los di a mí sobrina.
––Ten Rosaura, dáselos a Gerardo ––le dije sin esperar ni un minuto más.
––Aquí traigo más papi ––mencionó Maricarmen, la hija de Rosaura, con una voz que sonaba suplicante, mientras sacaba de su pantalón otros billetes.
Yo pensaba en mis adentros, cállate niña, tú no digas nada. Afuera de la camioneta Gerardo revisaba su cartera y sacó todo su contenido.  
––Son dos mil dólares. Es lo que traigo ––dijo y extendió la mano para dárselo al hombre.
––Búscale cabrón. Búscale más. O quieres que te encuere ––gritó el sicario.
          Los otros hombres tenían una mirada brillosa, fija y atenta a lo que ordenara el de la camisa estampada y de cabello recogido.
Gerardo dio unos pasos y se acercó a nosotros y empezó a buscar debajo del asiento.
Rosaura volvió a meter otra vez la mano en su bolso y reburujaba con desesperación, con ganas de sacar lo que esos desalmados buscaban. Sentí el duro cañón del cuerno de chivo cuando uno de ellos lo puso en mi sien.
Apreté los ojos en ese momento. Escuchaba las pisadas de los hombres, duras contra el pavimento. El viento se colaba por la ventanilla y rechinaba como si fueran halos del demonio. Santísimo Señor Jesucristo quédate con nosotros y líbranos de todo mal. Rezaba en mi interior. Volví a abrir los ojos.
––Ya sácalo. No tengo tu puto tiempo. –– Volvió a hablar el de la camisa estampada.
          El tipo que estaba a mi lado tenía encañonada a mi sobrina. Ella estaba con la cabeza baja. Sólo veíamos lo que teníamos enfrente. Ni siquiera nos atrevíamos a mirarlos a los ojos, para no provocarlos. Perdí de vista al tercer hombre, quizá estaba aguardando cerca de la camioneta. Los tres usaban lentes de sol y el que nos encañonaba portaba una gorra negra. Todos eran unos lepes, unos huercos. El que daba las órdenes tenía una voz seca, hosca, dispuesto a que todo acabara en un santiamén. Mi mente corría a toda velocidad, pensé en mi casa con mi familia, tal vez no volvería a verlos. Tenía la boca seca, mi pulso estaba acelerándose. Era como aguantar la respiración, como el deseo de desvanecerse, como una angustia al filo de la navaja, como ver lo indeseable.
Hace una hora no imaginábamos este escenario. Estábamos contentos, con la paz de haber librado bien a la última aduana y que nuestro camino era sólo continuar kilómetro tras kilómetro. Sin embargo, ahí estábamos, a mitad de la carretera, temprano por la mañana. Antes teníamos nuestra charla de aquí y de allá, pero en un momento cambió todo. Ahora vivíamos un miedo indescifrable, el terror. En cuestión de segundos nos metimos a un infierno abierto a lo indecible.
          Gerardo tomó todo lo que traía debajo del asiento y lo puso en manos del hombre.
––Es todo lo que traemos. De veras. Es todo. ––Le dijo mi sobrino con una voz baja.
          El de camisa estampada revisó los fajos de billetes y dijo:
––Grábenselo bien. Se van a esperar aquí cinco minutos sin hacer nada. Y si les preguntan, ustedes van a responder que somos “Los Patrones del Norte”. ¿Oyeron bien hijos de la chingada? Y se van a ir sin detenerse.
          Ellos subieron al coche y le aceleraron de manera tal, que en un chasquido de dedos, desparecieron de la carretera. No se les vio el polvo.
          Permanecimos en silencio. La carretera seguía sola. No sé si la casualidad estaba ahí, pero no se acercó absolutamente nadie. Estábamos mudos adentro de la camioneta. No nos mirábamos, tampoco nos movíamos. Hasta que poco a poco reaccionamos. Tomé la mano de mi sobrina y puse mi otra mano en el hombro de Rosaura, miré a Gerardo y dije:
––Estamos bien. Gracias a Dios. Estamos bien ––repetí.
Gerardo comentó que le temblaban las piernas, que cuando se fueron los hombres sentía que tomar el volante era peligroso, como si todavía estuvieran allí, observándonos. Lo mismo sintió Rosaura, dijo que era como si la hubieran amarrado al asiento. Y Maricarmen contó que no quería ver a su papá así, sin poder hacer nada, más que obedecer a unos idiotas malnacidos. Yo tenía un espanto tremendo.
––Cuándo hablaste ––le dije a Maricarmen ––me invadió el miedo por todo el cuerpo. Temí que te llevaran a ti. Pudo pasar de todo.
          De rato y sin decir nada, Gerardo bajó, rodeó la camioneta mirando el suelo, abrió la puerta y ayudó a Rosaura a descender del vehículo. Se abrazaron un buen rato. Nos salieron las lágrimas. Maricarmen y yo también nos abrazamos. No pronunciamos ni una palabra más. Gerardo ayudó a Rosaura a subir al coche. Después él lo hizo también y condujo primero despacio, luego subió un poco la velocidad. A mí se me hizo eterno llegar a Saltillo.
          Se hizo la despedida de mi otra sobrina. Pero el suceso todavía estaba en nuestra mente. Apareció de nuevo el miedo, sólo de pensar que había que regresar y transitar otra vez esa carretera.
          Han pasado dos meses desde que ocurrió eso. Están por terminarse los pocos víveres que trajimos de Saltillo. Mi hermana nos echó la mano. Aunque de ese día quedó un mal recuerdo, lo que se llevaron esos hombres eran parte de los ahorros de Gerardo por diez años de trabajo.
          Regresé con ellos. Quizá para seguir apoyándonos y dejar que eso quedara atrás. Ahora vivo con mi sobrina y no podemos salir. No podemos reunirnos con nuestros amigos ni con otros familiares. Los que vivimos acá, del otro lado, estamos bien. Hay que cubrirnos la cara, seguir las indicaciones al pie de la letra, entrar casi desnudos a casa después de haber salido a comprar alimentos. En nuestra mente está fija la idea de que, si no lo hacemos así, no volveremos a reunirnos con nuestra familia, no volveremos a abrazarnos.

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