Ir al contenido principal

Ojos de pescado muerto, por Carolina Herrera


He vuelto a escribir y fue precisamente cuando te marchaste. Ahora no sé si llorar o agradecerte. No sé si eres un maldito o mi inspiración. ¿Qué eres exactamente? Porque yo nunca lo he tenido claro. ¿Cómo es que antes escribía cosas banales sobre el amor y luego, cuando te conocí, empecé a escribir tan profundo como el océano? ¿Qué tienes de especial? No creo que tengas nada de especial. De ordinario, todo.
Te escribí “Alex, el tiempo, la distancia y yo” y me hizo sentir un poco muerta y malvada. Siento las palabras en mis dedos, las frases reptando por mis oídos para meterse y agujerear mi cráneo, cosa que no es fácil porque soy muy cabezota. Al principio bastante bazofia, pero luego un poco mejor. Entre más escribo, más recuerdo cuánto me gustaba. En la laptop o en un cuaderno, en las notas del celular cuando me veo fuera de casa, en un ticket por si acaso. Leo como loca unos poemarios que me prestó una amiga, o a Pizarnik, y leo en voz alta, dramatizando, entonando, volviendo a mis clases de lectura en voz, sintiendo que la profesora Guadiana me pide más emoción en mi tono dulce pero estoico. Una vez concursamos con un cuento, no me acuerdo cuál es, pero mi papel era el de una tortuga mágica, y al terminar me sentía la actriz del universo. Eso era felicidad y no lo sabía.
Ahora llueve en este desierto. No es metáfora, vivo en un lugar semidesértico donde lluvias son escasas. Fue precisamente en un día lluvioso cuando te abracé por primera vez, cuando te besé en esa tarde extraña y de lluvia en mi ciudad. Te hacía poemas sosos de persona enamorada, poemas basura y sencillos. Ahora que te has ido ha vuelto la aridez, los días calientes, los quemantes 40°C que me ponen la piel pegajosa, pero también todo se ha secado hasta el fondo y quedó lo bueno, lo real. Quedaron los poemas sombríos, los cuentos tristes pero verdaderos; quedaron mis ganas de leer y de poner el lápiz sobre el papel, o los dedos sobre las teclas, y escribir hasta titular a algo “Hasta la madre de escribir”.
“Tienes ojos de pescado muerto”, me dice el anciano de los harapos que siempre va custodiado por su séquito de gatos negros.  Yo sonrío mientras le paso un panecito. Tener los ojos de pescado muerto es genial, tiene un significado que yo conozco.
Tener ojos de pescado muerto es que no te importa nada, que tienes tranquilidad si hay tornado o desolación, si hay hot cakes para desayunar o frijoles negros. Da lo mismo si puedes salir de casa o si no, no importa si muerta o viva, si frío o calor, si cielo, purgatorio o infierno. Tener este tipo de ojos hace que quiera volver a leer Opio en las nubes y sentir nuevamente lo mucho que me gusta Pink Tomate y Amarilla, me dan ganas de escribir mis pensamientos mientras inhalo el humo que deja escapar mi hermano mientras fuma. Quiero quedarme acostada mirando el techo blanco y pensar por qué no he quitado las telarañas de las esquinas, mientras sonrío para hacer una nota mental de usarlo para un texto más adelante.
Escribir, escribir. Me gusta tanto como una tormenta eléctrica. Me gusta tanto como comer sushi o tacos de bistek -beef steak. Pero no me gusta como tú, porque para empezar si te comparo con la escritura ni siquiera me gustas.
Tengo que darte las gracias por dejarme caer, por olvidarme, porque no me diste explicaciones. No importa, caí en los Diarios de Pizarnik y tu olvido me hizo expulsar millones de letras y actualmente tus explicaciones me valen una mierda. Estoy feliz de que me hayas hecho sentir miserable porque regresé a mis inicios, a sentir el dolor y plasmarlo, a coser palabras, a pensar que mis escritos son bazofia para leerlos después de unos días y decidir que no están tan mal. Al releerlos meses después no creo que fui yo quien los escribió.
Te perdono por la simple razón de que provocaste que me reconciliara con mi vieja amiga y con su tía voluble: la inspiración, a la que soborno con pasteles de zanahoria para que me quiera ver todos los días. Últimamente viene mucho, aunque ya sé que no puedo depender de esta tía, sino que tengo que hacer un hábito de escritura para que poco a poco se meta dentro de mí, para que se convierta en una parte de mi cuerpo. 
Ahora veo todo, siento todo, debo describir el árbol de mi casa y su historia, terminar los libros que tengo pendientes: el del caníbal, el de Marybeth y sus calaveras azules, el de la chica viajando por los mundos, el poemario, los cuentos de terror. Veo las nubes grises y se me antojan muchos adjetivos para ellas, para el cuervo que toma del agua estancada que quedó de la tromba, para el gato que alcanzó a la paloma y la desgarró, para las plumas que volaron y para la arena secuestrada que tomé de la playa y que puse en un vaso de cristal.
Reviven mis dedos, mi cerebro maquila escenarios. Leo los libros viejos que tengo en el librero, los que nunca leí y que ahora tengo deseos de terminar. Vuelve a mí la escritura y creo que es el mejor regalo que me has dado, aparte de tu ausencia. Qué bueno que te fuiste. ¿Cómo tenerte rencor si has sido tan bueno? ¿Cómo odiarte si me has regresado mis ojos de pescado muerto?
Volví a escribir cuando te fuiste. Ahora sé que debo agradecértelo.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

ESTACIONES, por Sylvia Georgina Estrada

1 En las tardes veo al chico que me gusta comemos paletas de limón sentados bajo un nogal en el fondo del patio. Cuando lo beso su boca no sabe dulce ni amarga y no sé cómo descifrarlo. 2 Todos los días el chico que me gusta me manda una canción a veces dos. Siempre busco las letras sé que hay en ellas un mensaje oculto para mí aunque a veces no lo encuentre. 3 El chico que me gusta me llevó a su casa jugamos a contar historias le dije te amo pero no era cierto. Quería mostrarle decir que sí que yo tenía un corazón. 4 ¿A dónde iremos ahora? A un lugar donde haga frío respondió el chico que me gusta. Le compré gorros y guantes un termo para el café. Mis obsequios no llegaron a sus manos. Primero cambió de teléfono después de barrio finalmente dejó la ciudad.

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici

En busca de perdón, por Luis M. Alvarez

El teléfono sonó a las tres de la mañana. Estaba despierto. Ya eran varias semanas que intentaba dormir de corrido y no podía. A duras penas conciliaba el sueño a ratos y casi siempre durante las mañanas. El día anterior había sido muy difícil para mí. La persona que me llamó no entró en detalles, me dijo lo esencial y colgó. — El motivo de mi llamada es para informarle que su mamá acaba de morir. Me quedé con la bocina en la mano, tratando de digerir la noticia. La relación entre ella y yo nunca fue cordial, peleábamos todo el tiempo por cosas sin importancia. El único factor integrador entre nosotros fue mi padre. Él moderaba las discusiones y trataba de que ambos saliéramos ilesos de nuestras diferencias. Hasta que un día, en medio de una de esas confrontaciones, él tuvo una crisis de salud y murió dos horas más tarde en su cama. El doctor que llamé para que lo atendiera llegó cuando ya no había remedio y solo sirvió para dar fe del deceso. Desde su juventud, mi padre venía