El camino es angosto, de
piedra, y lo cubre una selva de árboles tan altos que las copas se unen en un
cielo de hojas negras por las que rasguños de luz asoman por la celosía del
enramado. Las piedras de esa subida son inconfundibles. Sientes como si te fueras
arrimando más al cielo. Te lo puedo marcar en un mapa si quieres, pero no tienes
nada que ir hacer ahí. Tzumúl es otro mundo. Ahí son muy celosos de su tierra,
los extraños no son bien recibidos. Está en la cima de la montaña y, seguro
desde que bajé, ya tiene otro nombre de leyenda, donde aparecen fieras que
nadie ha visto. Tzumúl significa muchas cosas: Tierra donde los dioses van a
morir. Sus habitantes creen que un día los dioses que imperan en la actualidad terminarán
su función e irán a morir a su tierra.
No dejan entrar a
nadie, a menos que seas del pueblo. A veces los del poblado también son
exiliados por su comportamiento vicioso y holgazán. Hay a quien ya sacaron
encuerado, y les vale lo que pueda pasar con ellos en la selva. No existe el
buen ni el mal gobierno, sólo la ley del chicuarazo, de los machetazos cuando
no se siguen las reglas. Los más viejos son los que se organizan y ponen orden:
que trabajen en la siembra, que no beban, que los escuincles no les peguen a
los mayores, y lo más importante, no robar. Si no, chicuarazo o machete. Hay
amputados y tuertos.
El origen de estas
tierras se remonta a la época de La Conquista, cuando los originarios se
tuvieron que replegar por la expansión de la cruz, a la que siempre se han
negado. Se comían a los sacerdotes, mataban soldados, orinaban las imágenes
sacras en su intento por retar la imposición religiosa. Caso perdido, los
misioneros no quisieron saber más de ellos, estaban seguros de que allá arriba
no iban a sobrevivir.
Sembraban café,
maíz, cocían barro, tenían artesanía. Con el pasar de los años la rivalidad se
fue trocando en comercio. Los originarios bajaban al pueblo que se hizo a los
pies de la montaña. Ahí, intercambiaban y vendían su mercancía. Luego vino la
época de los vicios. Las amenazas a los de Tzumúl no se hicieron esperar. El
respeto por sus tierras desapareció cuando los narcos, bajo amenazas, los pusieron
a sembrar amapola a cambio de su vida. No aguantaron ver a los suyos, los más
recios, desplomarse con las mil patadas de burro, como llaman a las armas de
alto calibre. No les pagan lo justo, pero ahora al menos respetan sus vidas y las
mujeres pueden seguir comerciando su artesanía.
No vayas. Todos
somos el mismo extraño que esperan confundir con un ladrón, con un asesino. No
quiero saber cuántas personas han subido por curiosidad, por error si tú
quieres. Ladrones grita uno, asesinos, exclama otro. Entonces se dirigen ti a y
a tu hijo. No hay a dónde ir. Todos, los que sean, están en tu contra. Los
golpean hasta la inconciencia, luego les prenden fuego y ustedes todavía siguen
vivos. Los policías suben acompañados del ejército y unos cuantos periodistas,
que nerviosos toman una o dos fotos de los hechos. No capturan a nadie. Fuente
ovejuna, berrean. No los exterminan porque son los sembradores de amapola más
populares del país. Ni los delincuentes van, a menos que sea una compra. El
gobierno, esos ni siquiera han ido alguna vez, y si llegan a hacerlo será con
el ejército, ya sabes lo que les pasará.
Tzumúl también significa
lugar de las mariposas, sitio donde a volar se aprende, casa grande con techo de
estrellas, gran raíz que araña la tierra, jaguar que ruge en los árboles, grillo
que salta de un monte otro, río que canta por las noches, piedra que flota en
el universo, piedra que cae, piedra que vuela, árbol que acaricia los cielos, ubres
que las nubes besan, sol que arde, luna que llora, manto de estrellas que lo
negro concede, voces que en el viento murmura, punta cometa…
Yo estuve ahí.
Viví encerrado tres días con sus dos noches, en una casa a la que me confinó la
persona que me contó lo que te digo. Conocí lo poco que vi desde una ventana.
Romo se llama la persona que me encontró moribundo en la selva. Él es cazador.
Todas las tardes, a la hora de las fieras, baja en su carro y se mete en la
selva, de dónde saca armadillos, víboras, monos. Vende los animales para que
las señoras preparen la comida.
Yo soy un payaso
de circo y anduve moribundo en la selva desde que los narcos nos secuestraron.
Íbamos viajando de una ciudad a otra, con la carpa en los tráileres y las casas
rodantes llenas del espectáculo: bailarinas, payasos, malabaristas. Nos metimos
en estos rumbos porque buscábamos una reserva forestal para dejar a los
animales que ya están prohibidos en los espectáculos.
Nos amagaron con
sus armas. Manejaron los carros y nos internaron en la selva. En un principio
pensé que nos dejarían en Tzumúl. Eso decían y ya veo por qué. Más adelante,
los encapuchados soltaron a las bestias. Primero las cebras que, sin saber qué
hacer, fueron nalgueadas para que se perdieran entre el ramaje. Después
soltaron al elefante. Todos nos quedamos maravillados de verlo abrirse camino
entre los grandes troncos. Los changos salieron volando a las ramas, donde sus
chillidos pronto se camuflaron con el ambiente. El rinoceronte fue asesinado de
un balazo en la cara. Fue el único que se puso en defensa y casi dejó inválido
a un tipo cuando le pisó con sus toneladas un pie. Le arrancaron el cuerno y lo
pusieron en la punta de la camioneta. Sentí ganas de llorar, pero me contuve. Ya
tendría tiempo de llorar por mi vida, pensé.
Las aves salieron
de la jaula. No sé cuántas hayan sobrevivido porque las rafaguearon. Al final dejaron
libre al tigre, que se perdió en la selva, después soltaron al león. Avanzamos.
Desde un barranco lanzaron el tráiler con el sueño del circo adentro. A nosotros
nada nos importaba, excepto seguir con vida. No sé cuánto tramo de camino
recorrimos, hasta que a los hombres nos bajaron en medio de aquel lugar del que
nada conocíamos. Ni nuestro chofer, que siempre aseguró conocer todas las
carreteras del país.
Se llevaron a las
mujeres. A nosotros nos dejaron enjaulados, haciéndonos el jueguito de que
teníamos que alcanzar las llaves. Seguro se apiadaron de nosotros al vernos
como una pandilla de patéticos payasos en medio de la nada. Los narcos se
llevaron a todas esas hermosas extranjeras que el circo tanto batalló para
conseguir. En cambio, nos dejaron a todos los enanos sin alimento ni agua. Anduvimos
un rato, a paso de enano y, cuando la noche se hizo, formamos un campamento. No
teníamos con que encender una fogata y la oscuridad era tanta que ni siquiera
podía ver mis propias manos.
No sé si alguien
se quedó dormido, pero en la noche todos nos levantamos. Las ramas se movían
con violencia, como si una cosa gigante se pasara de un lado a otro. Lo
sabíamos no porque pudiéramos ver algo, sino porque el ruido se arrastraba por
todo nuestro alrededor. Alguien nos dijo que nos uniéramos, pero esa cosa, al escuchar
la voz, atrapó al temerario. Se escuchó que algo cayó al suelo, a un enano
pidiendo ayuda. Corrimos todos por sin ningún lado. Yo intenté seguir los pasos
de alguien, pero me tropecé y caí varias veces. Quedé muy lastimado. Choqué con
árboles, me torcí los pies, pero seguí hasta caerme en el agua de lo que
después supe era una acequia. Ahí, sin más, esperé a que la luz apareciera.
El cazador me
encontró. Después de escuchar mi historia decidió ocultarme en su cajuela y
llevarme a su casa. Me cayeron bien los días que estuve ahí. Creí que estaría
un poco más, oculto, como acordamos. Después el señor me llevaría de vuelta en
su cajuela a este pueblo. Pero no bajé en carro.
Bajé corriendo porque
tuve miedo de que me comieran. Esa noche, Romo me despertó. Traía el arma en la
mano. Me dijo de unos ruidos extraños. Por la ventana el pueblo apacible se
resguardaba en sus casas. Hizo que lo acompañara. Sólo él llevaba un arma y la
linterna. Nos internamos un poco en la selva. Su lámpara apuntaba al frente. Las
fieras rugieron en la oscuridad. Romo tiró un balazo al aire. En respuesta, los
rugidos aumentaron. Disparaba la lámpara, pero no atinaba más que a las hojas
con el fondo manchado de negro. Las ramas se violentaron y la luz atinó al león
y al tigre que estaban parados en dos patas, abrazados hasta la muerte. Ni uno
caía y ambos se querían; garras y mandíbulas enterradas como raíces en sus cuerpos.
Otro disparo y los animales voltearon sin dejar de abrazarse. Había lumbre en
sus ojos y rabia en sus hocicos. Nos saltaron encima. Otro disparo y se apagó
la luz. Corrí. Tras de mí más detonaciones, gruñidos y el ruido hojas que se
trozaban.
Corrí tanto que
llegué a Tzumúl. No puse atención en sus tejados de dos aguas ni en sus faroles
de petróleo en el kiosco. Los perros me perseguían ladrando. No vi a nadie despierto,
aunque seguro que empezaron a despertarse con tanto escándalo de animal, con mi
carrera hasta la salida del lugar. Pura bajadita y los perros ya no me seguían,
como si no pudieran entrar conmigo en la noche. Corrí feliz en la oscuridad hasta
que amaneció un pueblo.
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