Ir al contenido principal

TZUMÚL, por Francisco Robledo


El camino es angosto, de piedra, y lo cubre una selva de árboles tan altos que las copas se unen en un cielo de hojas negras por las que rasguños de luz asoman por la celosía del enramado. Las piedras de esa subida son inconfundibles. Sientes como si te fueras arrimando más al cielo. Te lo puedo marcar en un mapa si quieres, pero no tienes nada que ir hacer ahí. Tzumúl es otro mundo. Ahí son muy celosos de su tierra, los extraños no son bien recibidos. Está en la cima de la montaña y, seguro desde que bajé, ya tiene otro nombre de leyenda, donde aparecen fieras que nadie ha visto. Tzumúl significa muchas cosas: Tierra donde los dioses van a morir. Sus habitantes creen que un día los dioses que imperan en la actualidad terminarán su función e irán a morir a su tierra.
No dejan entrar a nadie, a menos que seas del pueblo. A veces los del poblado también son exiliados por su comportamiento vicioso y holgazán. Hay a quien ya sacaron encuerado, y les vale lo que pueda pasar con ellos en la selva. No existe el buen ni el mal gobierno, sólo la ley del chicuarazo, de los machetazos cuando no se siguen las reglas. Los más viejos son los que se organizan y ponen orden: que trabajen en la siembra, que no beban, que los escuincles no les peguen a los mayores, y lo más importante, no robar. Si no, chicuarazo o machete. Hay amputados y tuertos.
El origen de estas tierras se remonta a la época de La Conquista, cuando los originarios se tuvieron que replegar por la expansión de la cruz, a la que siempre se han negado. Se comían a los sacerdotes, mataban soldados, orinaban las imágenes sacras en su intento por retar la imposición religiosa. Caso perdido, los misioneros no quisieron saber más de ellos, estaban seguros de que allá arriba no iban a sobrevivir.
Sembraban café, maíz, cocían barro, tenían artesanía. Con el pasar de los años la rivalidad se fue trocando en comercio. Los originarios bajaban al pueblo que se hizo a los pies de la montaña. Ahí, intercambiaban y vendían su mercancía. Luego vino la época de los vicios. Las amenazas a los de Tzumúl no se hicieron esperar. El respeto por sus tierras desapareció cuando los narcos, bajo amenazas, los pusieron a sembrar amapola a cambio de su vida. No aguantaron ver a los suyos, los más recios, desplomarse con las mil patadas de burro, como llaman a las armas de alto calibre. No les pagan lo justo, pero ahora al menos respetan sus vidas y las mujeres pueden seguir comerciando su artesanía.
No vayas. Todos somos el mismo extraño que esperan confundir con un ladrón, con un asesino. No quiero saber cuántas personas han subido por curiosidad, por error si tú quieres. Ladrones grita uno, asesinos, exclama otro. Entonces se dirigen ti a y a tu hijo. No hay a dónde ir. Todos, los que sean, están en tu contra. Los golpean hasta la inconciencia, luego les prenden fuego y ustedes todavía siguen vivos. Los policías suben acompañados del ejército y unos cuantos periodistas, que nerviosos toman una o dos fotos de los hechos. No capturan a nadie. Fuente ovejuna, berrean. No los exterminan porque son los sembradores de amapola más populares del país. Ni los delincuentes van, a menos que sea una compra. El gobierno, esos ni siquiera han ido alguna vez, y si llegan a hacerlo será con el ejército, ya sabes lo que les pasará.
Tzumúl también significa lugar de las mariposas, sitio donde a volar se aprende, casa grande con techo de estrellas, gran raíz que araña la tierra, jaguar que ruge en los árboles, grillo que salta de un monte otro, río que canta por las noches, piedra que flota en el universo, piedra que cae, piedra que vuela, árbol que acaricia los cielos, ubres que las nubes besan, sol que arde, luna que llora, manto de estrellas que lo negro concede, voces que en el viento murmura, punta cometa…
Yo estuve ahí. Viví encerrado tres días con sus dos noches, en una casa a la que me confinó la persona que me contó lo que te digo. Conocí lo poco que vi desde una ventana. Romo se llama la persona que me encontró moribundo en la selva. Él es cazador. Todas las tardes, a la hora de las fieras, baja en su carro y se mete en la selva, de dónde saca armadillos, víboras, monos. Vende los animales para que las señoras preparen la comida.
Yo soy un payaso de circo y anduve moribundo en la selva desde que los narcos nos secuestraron. Íbamos viajando de una ciudad a otra, con la carpa en los tráileres y las casas rodantes llenas del espectáculo: bailarinas, payasos, malabaristas. Nos metimos en estos rumbos porque buscábamos una reserva forestal para dejar a los animales que ya están prohibidos en los espectáculos.
Nos amagaron con sus armas. Manejaron los carros y nos internaron en la selva. En un principio pensé que nos dejarían en Tzumúl. Eso decían y ya veo por qué. Más adelante, los encapuchados soltaron a las bestias. Primero las cebras que, sin saber qué hacer, fueron nalgueadas para que se perdieran entre el ramaje. Después soltaron al elefante. Todos nos quedamos maravillados de verlo abrirse camino entre los grandes troncos. Los changos salieron volando a las ramas, donde sus chillidos pronto se camuflaron con el ambiente. El rinoceronte fue asesinado de un balazo en la cara. Fue el único que se puso en defensa y casi dejó inválido a un tipo cuando le pisó con sus toneladas un pie. Le arrancaron el cuerno y lo pusieron en la punta de la camioneta. Sentí ganas de llorar, pero me contuve. Ya tendría tiempo de llorar por mi vida, pensé.
Las aves salieron de la jaula. No sé cuántas hayan sobrevivido porque las rafaguearon. Al final dejaron libre al tigre, que se perdió en la selva, después soltaron al león. Avanzamos. Desde un barranco lanzaron el tráiler con el sueño del circo adentro. A nosotros nada nos importaba, excepto seguir con vida. No sé cuánto tramo de camino recorrimos, hasta que a los hombres nos bajaron en medio de aquel lugar del que nada conocíamos. Ni nuestro chofer, que siempre aseguró conocer todas las carreteras del país.
Se llevaron a las mujeres. A nosotros nos dejaron enjaulados, haciéndonos el jueguito de que teníamos que alcanzar las llaves. Seguro se apiadaron de nosotros al vernos como una pandilla de patéticos payasos en medio de la nada. Los narcos se llevaron a todas esas hermosas extranjeras que el circo tanto batalló para conseguir. En cambio, nos dejaron a todos los enanos sin alimento ni agua. Anduvimos un rato, a paso de enano y, cuando la noche se hizo, formamos un campamento. No teníamos con que encender una fogata y la oscuridad era tanta que ni siquiera podía ver mis propias manos.
No sé si alguien se quedó dormido, pero en la noche todos nos levantamos. Las ramas se movían con violencia, como si una cosa gigante se pasara de un lado a otro. Lo sabíamos no porque pudiéramos ver algo, sino porque el ruido se arrastraba por todo nuestro alrededor. Alguien nos dijo que nos uniéramos, pero esa cosa, al escuchar la voz, atrapó al temerario. Se escuchó que algo cayó al suelo, a un enano pidiendo ayuda. Corrimos todos por sin ningún lado. Yo intenté seguir los pasos de alguien, pero me tropecé y caí varias veces. Quedé muy lastimado. Choqué con árboles, me torcí los pies, pero seguí hasta caerme en el agua de lo que después supe era una acequia. Ahí, sin más, esperé a que la luz apareciera.
El cazador me encontró. Después de escuchar mi historia decidió ocultarme en su cajuela y llevarme a su casa. Me cayeron bien los días que estuve ahí. Creí que estaría un poco más, oculto, como acordamos. Después el señor me llevaría de vuelta en su cajuela a este pueblo. Pero no bajé en carro.
Bajé corriendo porque tuve miedo de que me comieran. Esa noche, Romo me despertó. Traía el arma en la mano. Me dijo de unos ruidos extraños. Por la ventana el pueblo apacible se resguardaba en sus casas. Hizo que lo acompañara. Sólo él llevaba un arma y la linterna. Nos internamos un poco en la selva. Su lámpara apuntaba al frente. Las fieras rugieron en la oscuridad. Romo tiró un balazo al aire. En respuesta, los rugidos aumentaron. Disparaba la lámpara, pero no atinaba más que a las hojas con el fondo manchado de negro. Las ramas se violentaron y la luz atinó al león y al tigre que estaban parados en dos patas, abrazados hasta la muerte. Ni uno caía y ambos se querían; garras y mandíbulas enterradas como raíces en sus cuerpos. Otro disparo y los animales voltearon sin dejar de abrazarse. Había lumbre en sus ojos y rabia en sus hocicos. Nos saltaron encima. Otro disparo y se apagó la luz. Corrí. Tras de mí más detonaciones, gruñidos y el ruido hojas que se trozaban.
Corrí tanto que llegué a Tzumúl. No puse atención en sus tejados de dos aguas ni en sus faroles de petróleo en el kiosco. Los perros me perseguían ladrando. No vi a nadie despierto, aunque seguro que empezaron a despertarse con tanto escándalo de animal, con mi carrera hasta la salida del lugar. Pura bajadita y los perros ya no me seguían, como si no pudieran entrar conmigo en la noche. Corrí feliz en la oscuridad hasta que amaneció un pueblo.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

ESTACIONES, por Sylvia Georgina Estrada

1 En las tardes veo al chico que me gusta comemos paletas de limón sentados bajo un nogal en el fondo del patio. Cuando lo beso su boca no sabe dulce ni amarga y no sé cómo descifrarlo. 2 Todos los días el chico que me gusta me manda una canción a veces dos. Siempre busco las letras sé que hay en ellas un mensaje oculto para mí aunque a veces no lo encuentre. 3 El chico que me gusta me llevó a su casa jugamos a contar historias le dije te amo pero no era cierto. Quería mostrarle decir que sí que yo tenía un corazón. 4 ¿A dónde iremos ahora? A un lugar donde haga frío respondió el chico que me gusta. Le compré gorros y guantes un termo para el café. Mis obsequios no llegaron a sus manos. Primero cambió de teléfono después de barrio finalmente dejó la ciudad.

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici

En busca de perdón, por Luis M. Alvarez

El teléfono sonó a las tres de la mañana. Estaba despierto. Ya eran varias semanas que intentaba dormir de corrido y no podía. A duras penas conciliaba el sueño a ratos y casi siempre durante las mañanas. El día anterior había sido muy difícil para mí. La persona que me llamó no entró en detalles, me dijo lo esencial y colgó. — El motivo de mi llamada es para informarle que su mamá acaba de morir. Me quedé con la bocina en la mano, tratando de digerir la noticia. La relación entre ella y yo nunca fue cordial, peleábamos todo el tiempo por cosas sin importancia. El único factor integrador entre nosotros fue mi padre. Él moderaba las discusiones y trataba de que ambos saliéramos ilesos de nuestras diferencias. Hasta que un día, en medio de una de esas confrontaciones, él tuvo una crisis de salud y murió dos horas más tarde en su cama. El doctor que llamé para que lo atendiera llegó cuando ya no había remedio y solo sirvió para dar fe del deceso. Desde su juventud, mi padre venía