Cuando
la gigantesca puerta de la antesala se abría, todos sabían quién era el recién
llegado. El crujir de la madera mientras la puerta la pisaba, era un sonido al
que ya estaban acostumbrados los monjes genéricos, que tomaban apuntes de todo
cuanto sucedía en esa sala. Pobres cuates, pa’ mí que sufren más que la banda
que viene a sufrir, pensé. Qué hueva ser un contador numérico: sumar, restar,
siempre apurados porque las cuentas “no dan”. Pero bueno, si a ellos les
gustaba presentar esos prolongadísimos y aburridísimos reportes al patrón, el
que por su gusto es buey... No como los periodistas, ellos no estaban tan
cerrados, tenían más libertad que los otros. Las palabras siempre han sido
menos opresoras que los números.
El caso es que aquellos diminutos seres sabían que yo iba a
pasar por aquella puerta, no porque el patrón les hubiera avisado, sino por la
forma en que el gigantesco armatoste metálico se abría. Al patrón le gustaban
las sorpresas, hacerla de emoción. Apenas iba cruzando el umbral y ya escuchaba
los golpes, aleteos y zumbidos tanto de contadores como de periodistas, quienes
se peleaban para acompañarme en mi chamba. Cuando puse pie en la sala lo
contemplé: un largo y angosto pasillo empedrado, en ambos costados, los mismos
ríos de agua negra, petróleo, lo llaman los humanos. A los lados estaban las butacas
donde reposaban contadores y periodistas, al fondo, sentado en un trono de barro
adornado con flores de loto, garigoleados y chuchería barroca,
estaba el patrón. Bien derechito, sombrero de copa, una mano sobre el muslo de
su pierna y la otra descansando en su bastón. En esta ocasión, la cabeza del
bastón tenía la forma de una guitarra de caja grande, estilo texana, de color
dorado.
El patrón estaba atento, sereno como estatua. Yo me quise
poner a su nivel y di un paso al frente, bien derechito, haciendo sonar mis botas. Cuando
escuché el gorgoteo, supe que no la iba a pasar bien.
Guru-guru-glo-glo-glo... ¡Splash! Dos bolas de fuego
salieron por ambos costados del pasillo, de entre el agua negra. Se levantaron
haciendo un arco por encima de mí y al llegar al punto álgido descendieron
como proyectiles queriendo quemarme. Me eché un clavado al frente y salvé mi
hermoso trasero de ser calcinado.
Los diminutos contadores y periodistas dejaron de pelear.
Uno que otro cayó al agua negra. Se quedaron mudos ante el espectáculo que el
patrón nos había preparado. Me incorporé sacudiendo la camisa y los pantalones
por la mugre que se me había pegado. El patrón se carcajeaba. Aquello había
sido una sorpresa, pero me impactó mucho más el encargo que me dio.
—¿Por qué a él? Ni mais palomas. Es más, no
se puede porque es inmortal, hizo un pacto. —Reclamé.
—¿Y qué? —reviró el patrón.
—¿Cómo que, y qué? Hizo un pacto, no puede
morir, no puedo matarlo.
—Claro que puedes. Si tienes mi
consentimiento, puedes.
—¿Entonces no es inmortal?
—El pacto no te vuelve inmortal, —explicó
el patrón, acomodándose en su trono— el pacto simplemente te pone bajo mi
protección. Protección de la cual tu nuevo encargo ya no goza.
Creo que me quedé boquiabierto. No sabía qué decir. Clamar
injusticia ante el patrón sería ridículo. No quería mirarlo directo a los ojos,
intimidarlo estaba fuera de mis posibilidades, y tampoco quería hacerme el
indignado, eso estaba ya de sobra. Decidí darme vuelta y retirarme, antes de
que me jugara otra mala pasada.
—Espera —exclamó el jefe.
¡Diantres!
Aquí vamos, me dije mentalmente.
—¿No quieres saber
por qué te elegí a ti para esta encomienda tan delicada?
Me di vuelta para encararlo. Puse la sonrisa más
esplendorosa que me fue posible.
—La verdad, siendo
tan sincero como puedo serlo, no quisiera saber, pero como tú eres el patrón y
me lo quieres decir, adelante.
—Si no quieres
saberlo, puedes irte.
—Claro, ¿para que
un monstruo marino salga por esas aguas e intente decapitarme? No, yo paso.
Suficiente tengo con matar humanos.
—Sin trucos,
Tiroliro. Es más —extendió su bastón hacia mí, ofreciéndolo— ten, pa’ que veas
que mi palabra es ley.
—Tu bastón es ley,
no tu palabra.
—¡Bueno, pues ya! Deja
de hacerla tanto de tos. —Explotó.
—¿Cómo no hacerla
de tos después de que me mandas matar a Keith Richards?
—¿Cuál es el
problema?
—Que Keith no debe
morir, al menos no ahora.
—Ah, mira qué
canijo me saliste. Ahora resulta que tú dices quién se queda, quién se va y
quién se viene. —Dijo con fingida indignación.
Fue correcta mi predicción de que lo que se me deparaba
entonces sería lamentable.
—Ya parece que me
quieres tumbar la chamba, Tiroliro. ¿Pos qué pasó, mano? Si yo siempre te he
tratado a todísimo dar.
Por la cara que puse, anticipó mi comentario.
—Bueno, al menos
puedes presumir que eres de mis consentidos. ¿Tons qué, me quieres tumbar la
chamba?
—Claro que no.
—Eso es justamente
lo que diría un culpable.
Lo siguiente fue pura rutina. El techo se prendió en
llamas. Los guarros orangutanes del patrón bajaron en sus cuerdas. Pude haber
puesto resistencia, matar a uno que otro, hacer que los contadores y
periodistas tuvieran algo interesante qué contar, pero que hueva. Era una pelea
que no podría ganar.
Los guarros me sometieron y comenzaron a arrastrarme
afuera, ya ni ganas de caminar tenía.
—¡Alto! —gritó el patrón. —Ustedes, insectos,
escriban: he encontrado al conspirador que quiere destronarme. Lo sentencio a
la tortura de siempre. A ver si después se decide a obedecer mi mandato.
Un milenio de tortura después, el patrón me volvió a
llamar. Directito del agujero me presenté en la misma sala, con los mismos
periodistas y contadores genéricos, el mismo pasillo de piedra, las mismas
aguas negras. El tiempo no pasó para ellos, sólo para mí. Ni oportunidad de
darme una lavadita, ni de checar qué tal iban las cosas en la Tierra.
—¿Cómo te fue,
Tiroliro? —preguntó el patrón, poniendo su cara de chistosito.
Lo pude haber mandado por un tubo, pero qué mala onda sería
otro milenio de tortura. No era que no aguantara, era que ya quería moverme,
tener algo de acción, despertar.
—Con un milenio
basta, patrón.
—Así me gusta,
Tiroliro. Por eso me caes rebien, sabes qué es lo que te conviene.
—Me esfuerzo
bastante. —Seguí con su juego, aunque los dos sabíamos que aquello era un entretenimiento
para resaltar mi torpeza.
—Sí, el esfuerzo te
lo admito, Tiroliro.
Hubo un silencio prolongado, hasta las aguas negras cesaron
su movimiento de remolino para escuchar. Como el patrón no decía nada, apuré mi
retirada.
—Espera, Tiroliro,
ahora debo decirte por qué vas a ir a matar a Keith Richards después de toda su
vida y tras ese milenio que le regalaste.
Me estremecí, sentí un verdadero orgullo por eso último. El
patrón continuó hablando.
—En todo este
tiempo, ¿pensaste en alguna razón para que te mandara a ti en esta encomienda?
—Porque soy el mero
mero petatero de los matones.
El patrón se carcajeó, seguido por los monjes genéricos.
Los periodistas reían para sus adentros.
—Buen sentido del
humor, pero esa no es la razón. Hay de dos a cinco mejores matones que tú.
—En gustos se
rompen géneros. —Me defendí.
—Touché. Esa te la
doy. —Admitió el patrón. —Pero bueno, ya para no regalarle más tiempo de vida al señor Richards,
te elegí a ti porque sabía que serías a quien más le disgustaría la idea.
—Gracias. Me largo.
Permiso. —Solicité mediante una reverencia.
—Propio.
***
PRIMER PASO: TOMAR LA COMBI
Ya en la Tierra, mandé al periodista a investigar a Keith
para que me trajera un reporte de sus quehaceres, para saber por dónde y cómo
atacar. Al contador lo mandé a la morgue, a la estación de policía y a un
periódico local para darme una idea de cómo se cometían los asesinatos en esa
época, qué accidentes eran los más mortales y conocer una que otra actividad
para envolverme en el medio social.
En lo que ellos hacían su tarea, yo no me quedé esperando
en el hotelucho. Como se hacía en todas las asignaciones, tenía que matar a
alguien antes de matar a Keith. Una estúpida apuesta que hice con Tiroloco,
otro matón del patrón. No había objeto como premio, ni deuda para el que
perdiera la apuesta, simplemente era un juego para mantenernos entretenidos. Mi
gallo era Keith, el de Tiroloco era Madonna, la eternamente joven reina del pop
contra el viejo pirata del rock.
Ese tipo de apuestas se hacían a menudo en la agencia. Un
matón ponía su gallo contra el gallo del otro. No era considerado trampa matar
al gallo del contrincante. La bronca era que, al ser enviado a asesinar a
alguien, había que formular un plan que se entregaba al patrón y que se debía
seguir al pie de la letra. Así que uno tenía que ingeniárselas para matar al
gallo del contrincante como un medio necesario para aniquilar a tu verdadero
objetivo.
Descubrí no sólo que Madonna seguía con vida, sino que era
la cabecilla de una organización muy poderosa, era algo así como la reina de
Maragaracay. Keith seguía tocando con sus satánicas majestades, los Rolling
Stones.
Para colmo de males, aunque podía servirme, la organización
de Madonna era ama y señora de todas las disqueras, se había proclamado los
Dioses del Rock y cualquier grupo que tocara blues, folk o el rock de antaño y
sus principales ramificaciones era considerado un criminal. Así que Keith y los
otros Rolling Stones eran unos forajidos, los últimos forajidos según había
descubierto, sólo ellos se atrevían a tocar los géneros prohibidos.
El monje periodista me llevó el reporte de Keith, para
llegar a él, había que tomar la combi.
SEGUNDO
PASO: SOMETER AL CHOFER
—Hazme el favor de
pasar atrás y dejarme el volante.
Había hablado con toda decencia y educación, ni siquiera
había sacado una pistola. El chofer dudó lo que su mente había escuchado. No
daba crédito a sus oídos.
¿Quieres secuestrar este camión? —preguntó en tono
de broma.
Algo no estaba bien.
—¿Sabes quiénes
vienen en este camión? —volvió a preguntar, sin dejar de mirar la calle.
—Sólo me interesa
un pasajero.
—Entonces sentí que
una enorme mano rodeaba mi cuello y apretaba para sofocarme.
—¿Acaso seré yo,
señor? —dijo el monigote mientras me levantaba del suelo.
Obviamente, los monjes que me acompañaban nada tenían nada que
hacer: uno había adoptado forma de mosca y el otro de grillo, así los vería
toda la misión. Siempre me han desagradado los hombres bestiales como aquel,
son torpes y lentos, pero si logran pescarte como aquel bruto me tenía, podía
darme por triturado.
Ya había comenzado con los siete pasos, así que debía tomar
control de esa combi a como diera lugar. La cosa es que esa no era una combi
ordinaria, era un camión de pasajeros donde viajaba un equipo de gladiadores.
Keith iba como polizón, haciéndose el dormido en el maletero.
Después de la tremendísima madrina que me recetaron los
gladiadores, me mandaron al maletero, donde descubrieron a Keith. Estaban
dispuestos a darle una golpiza semejante a la que me dieron a mí, pero Keith no
acabaría sin un ojo, tres costillas rotas, boca totalmente floreada, un brazo dislocado,
tres dedos arrancados a mordidas y un pie chueco, como me dejaron a mí. Sin una
intervención, Keith acabaría muerto. No me importaba perder la apuesta, no
podía dejar que le hicieran eso a Keith Richards, el viejo pirata del rock, su
satánica majestad. ¡Keith Richards!, con un demonio.
No es que el músico se fuera a dejar matar así como así,
pero lo más probable es que sus desesperados intentos por derribar a uno de
esos monigotes lo iban a llevar a un paro cardiaco, más que a su salvación. Herido
como estaba, tuve que entrar en acción. Para cuando acabé con todos, Keith ya
se había desplomado por el cansancio.
TERCER
PASO: ESTRELLARME CONTRA EL EDIFICIO DE MADONNA
Tenía el control de la combi y a Keith dormido en los
asientos de atrás, las cosas iban saliendo bien. Después de reforzar y blindar
la combi con la ayuda de unos ingeniebrios mecánicos, pasamos como bólidos por
la reja que daba al estacionamiento del magno edificio. Los de la caseta de
seguridad se enojaron por nuestra maniobra y dieron la alarma. Comenzaron a
llover balas.
El blindaje estaba funcionando, la combi reforzada logró
pasar la reja, pero el motor ya era viejo y ante tanto alboroto comenzó a
despedir humo negro y tronó. Los de seguridad no se cansaban de dispararnos,
pero los del blindaje se la habían rifado a todo dar y las balas parecían gotas
de agua. El asunto se complicaría cuando sacaran bazukas y explosivos.
—Muy bien, Keith,
es hora de actuar. —Le dije al rockero mientras lo sacudía para que despertara, pero andaba
tan ido, que decir amodorrado es minúsculamente poco.
—Yeshei amol irnasco beeelez.
No entendí palabra de lo que dijo, apenas y abría la boca.
Creo que ni movía la lengua.
—Noc fiiiilllln
fan.
Parecía que le costaba mucho trabajo hablar y que hacía un
extraordinario esfuerzo para levantar su rostro. Sus ojos dementes estaban muy
cerrados y su boca no dejaba de sonreír. No sufría, se la estaba pasando bien.
¡Bum! Nos echaron un proyectil. De buenas que el artillero tenía pésimo tino y
no nos pegó directamente. El impacto pegó en el suelo donde la combi creía
haber encontrado su último descanso. Salimos catapultados a una altura y
velocidad increíbles, y, parece broma, con dirección al quinto piso del
edificio. Woa, qué montaña rusa ni qué ocho cuartos.
Aterrizamos dentro del edificio. Me encomendé a Lord
Minols, héroe de la clase trabajadora de Tepenmequelmaquenpaque, quien me había
enseñado a usar el látigo láser que ya tenía en la mano. Grité mi famoso
alarido de guerra y salí rumbo al último piso, donde, según mis poco confiables
fuentes, estaba Madonna.
CUARTO
PASO: LA “MEDICONCENTRACIÓN”
A pesar de tener mi arma en mano, haber soltado el alarido
de guerra y estar en territorio enemigo, rodeado de matones con ganas de
despedazarme, no me podía lanzar todavía al zafarrancho. Encomendarme a Lord
Minols, mi acérrimo rival en otra época, era el siguiente paso.
Me escondí debajo de un escritorio, junto con Keith. Me
coloqué en posición sentado de flor de loto y salí de mi cuerpo. Pasé por las montañas
más picudas para llegar al océano donde nació Lord Minols, o más bien donde
Finolis Mulins se convirtió en Lord Minols. Encontré la ballena que usó como
medio de transporte y me mezclé entre sus jugos gástricos, que me brindarían
protección y ahí me estuve un rato, en calma.
Había llevado a Keith Richards a una muerte casi segura,
pero tenía que volver para matar a Madonna. Viajé de regreso a mi cuerpo, listo
para el zafarrancho.
Abrí los ojos, esperando estar rodeado de enemigos a
quienes destruiría sin problemas, pero nada. El lugar estaba vacío. No había
gritos, explosiones ni nada por el estilo.
QUINTO
PASO: ENCONTRAR A MADONNA
Cuando salí de mi escondite vi un desmadre, ¿cómo ponerlo?
Puro, absoluto, épico, caótico, indescriptible. Era como si una ola de Keith
Richards en plan carnavalero hubiera pasado por ahí, pero no había señales de
su satánica majestad.
Recorrí los pisos superiores uno a uno. Todos presentaban
la misma apariencia, como si despertaran junto con el alba después de una noche
donde nadie quedó en pie. Qué calidad de desmadre. Seguí escalando pisos hasta
llegar a la azotea. Ahí se rompía el silencio. Si Keith, Madonna y todos los
demás no estaban ahí, me podía dar por perdido. Tenía ante mí la puerta con el
número cien y que daba al aire libre. Noventa y nueve pisos abajo todo estaba
hecho un tiradero vacío, pasando esa puerta estaba la clave del asunto.
Estiré mi brazo para abrirla y justo en ese instante sentí
el resonar de una guitarra. Las ondas sonoras eran tan fuertes y sólidas que me
pegaron con su magno poder y caí rodando, piso tras piso, hasta la planta baja.
Qué mala, onda. Ahora a subir de nuevo. Afortunadamente, escuché el sonido del
elevador y me introduje en él para evitar los mil cuatrocientos ochenta y cinco
escalones.
SEXTO
PASO: PERDER EL CONTROL
Al abrirse la puerta del ascensor, directo en la azotea, vi
que se había armado un escenario enorme. La gente estaba congregada alrededor y
en unas gradas improvisadas. En el escenario, Keith afinaba su guitarra,
Madonna estaba ahí también: encadenada como si fuera un tributo a King Kong.
Cuando Keith estuvo listo comenzó a tocar. Madonna se
retorcía, el público gritaba, yo fui afectado por todo ello y, vuelto un
demente poseído por la música, entré al gentío brincando, gritando y buscando la
forma de llegar hasta adelante. El slam era sofocante, el cansancio brutal. Una
tormenta eléctrica comenzó a armarse en el cielo y descendía con furia sobre la
tierra. Nadie en la azotea buscó refugio. Tener tanto aparato electrónico en
medio de una tormenta eléctrica era pésima idea, más porque todos estábamos
empapados de lluvia y sudor, y el agua que caía se había encharcado debajo de
nosotros. Un rayo bastaba para freírnos a todos.
SÉPTIMO
Y ÚLTIMO PASO: HACER SONAR LA GUITARRA DE KEITH
Como espectáculo de intermedio, Keith metió a una
enloquecida Madonna dentro de un amplificador grandísimo de paredes transparentes,
que permitían ver al interior. Keith se acercó y bajó el volumen del ampli.
¿Quién nos iba a hacer los honores de hacer sonar la guitarra para explotar a
Madonna?
Keith estiró su mano con el dedo índice en alto para
señalar a alguien. Me eligió a mi. Subí al escenario. Cuando Keith me pasó su
guitarra me sentí más poderoso que nunca, tan poderoso como para encarar al
patrón. Keith subió el volumen a todo lo que daba. Con mi mano izquierda puse
el acorde de Sol, tomando cuidado de no hacer sonar la guitarra. Levanté mi
brazo derecho, púa en mano. Pegué un brinco y al aterrizar rasgué la guitarra
con todas mis fuerzas.
Para cuando salí de mi éxtasis, Madonna se había convertido
en miles de manchas espesas y rojizas embarradas en las paredes del
amplificador.
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