Esa noche, después de dormir toda la tarde, me reuní
con Álvaro y Gabriella en la casa de la Colonia Centroamérica. Gabriella había
logrado descargar —después de varios días de búsqueda en sitios repletos de
anuncios pornográficos y estafas— las dos películas que Carlsen había rodado a
finales de los 70s. Dos cintas experimentales concebidas en pocos meses, dos
ejercicios de fuerza y determinación llevados a cabo tiempo después de
abandonar la escuela de cine. Ambas habían pasado desapercibidas, exhibidas apenas
en un par de ocasiones en los círculos de realizadores independientes,
profesores universitarios y activistas políticos con los que Carlsen se
relacionaba. La primera se trataba de un extraño corto de no ficción, una
especie de ensayo poético construido con material de archivo y largas tomas de
los barrios bajos de Sarajevo, Tokio y Adís Abeba. Una serie de imágenes
distorsionadas e intervenidas, un collage que reflexionaba sobre sí mismo,
sobre la incapacidad del cine para representar la realidad, la impermanencia,
el tiempo. “Me he propuesto filmar una película sobre la nada”, decía Carlsen
en una de las escenas. Su perfil alto, un poco encorvado, fumando a contraluz
junto a la ventana. “Una película sobre la nada”, decía, “construida a través
de una operación inversa, como resultado de la oposición, de la tensión entre
sus elementos”. La luz del exterior se filtraba sobre los muebles, fugándose
hacia uno de los extremos de la habitación, como en un cuadro de Hopper.
—Este tipo está loco.
—Es peor que Sátántangó.
—Callate
Álvaro, vos no sabés nada. —dijo Gabriella— ¿Este hombre gastó todos sus
ahorros para filmar esta cosa?
—Es el Sans Soleil de los neuróticos, el David Lynch
de los intelectuales.
—Que te calles Álvaro, no seas necio.
No
supe qué responder. Yo tampoco había entendido nada y para ser honesto me
sentía un poco desorientado. Gabriella propuso fumar un porro antes de
continuar con la siguiente película. Álvaro fue por más cervezas y al volver
nos acomodamos de nuevo en el sofá.
La siguiente
película consistía en un documental más o menos convencional. Una cinta rodada
en 16mm, basada en la variación y repetición de una serie de motivos visuales.
El joven Jim J. Parker es seguido por la cámara mientras deambula por los
suburbios de Nueva York: almacenes, puentes, alcantarillas, las vías de un tren
cubierto por la vegetación. Parker ha perdido recientemente su trabajo en un
pequeño semanario de la localidad y se debate entre la indigencia y lo que él
llama la “traición a sus principios”. Una voz en off detalla los hechos: el
abandono de la facultad, las lecturas de poesía y panfletos políticos, su vida
de desempleado en el piso de Eva. En una de las escenas, Parker conversa con un
extraño en una cafetería. Es de madrugada y las demás mesas están vacías. En el
centro, entre ambos hombres, se observan algunas tazas y cajetillas de
cigarros, dos ceniceros repletos de colillas y una jarra de café caliente. La
televisión transmite un juego de los Mets y Parker mira continuamente por la
ventana. Dice que está harto de esta farsa, que los intelectuales no entienden
nada de política. “Es necesario comprometerse, ¿entiendes?, pasar de la
retórica a la práctica, asumir verdaderos riesgos”. El monólogo se extiende
durante algunos segundos hasta que Parker confiesa su intención de viajar a
Centroamérica y convertirse en fotógrafo de guerra. “No sé cómo se lo tomará
Eva, creo que me echará de casa”.
—Este
tal Carlsen no es más que un vago.
—Una
visión melancólica del underground y la contracultura.
—Otro
gringo loco ilusionado con los ideales.
—Danés.
—Es
lo mismo. Tipos ingenuos exponiendo la vida por teorías.
—¿Vale
la pena exponer la vida, Álvaro?
—¿Vale
la pena exponerla por la literatura?
—No
seas ridículo.
—Todo
es ficción querida.
—No seas cínico por favor.
—¿Querés
que te cuente de nuevo la historia de mi padre?
—Basta
—dijo Gabriella.
—Cuatro
años en la guerrilla para terminar...
—Basta
Álvaro —dije— mejor vamos por más cerveza.
Comentarios
Publicar un comentario