Hace cerca de 30 días que, de manera
voluntaria, me encerré tras las puertas de mi casa para cuidarme, y cuidar de
mis padres, de la sorpresa del siglo llamada COVID-19.
Durante este tiempo
me ofrecí para realizar las labores de la casa y producción de comida para los tres.
Al principio creí que sería algo divertido, que con gusto registraría en las
anécdotas de vida. Claro, sería muy gracioso y enriquecedor, de no ser por Él.
Lista para pasar
cerca de un mes en casa, aún no sabía que la cuarentena tendría una segunda
temporada, Compré frutas, verduras y consumibles normales, nada extraordinario.
Dejé de lado un veinticuatro de cerveza Y cantidades industriales de helado,
que ahora que lo pienso debí adquirir.
Al llegar a casa
con mi cargamento, y luego de la consabida desinfección, vino el primer
enfrentamiento.
Durante un día me
preparé psicológicamente para evitar roces con mis padres, el caso es que con
quien tuve, he tenido y tengo severas diferencias es con el refrigerador.
Consciente de que
no debo enfrentarme a un oponente que me supere en peso y estatura, este
grandulón rebasa mi 1.65 metros por escasos 5 centímetros. Y de peso, mejor ni
hablamos, últimamente respeto mucho los kilos ajenos, pero es clara su ventaja
sobre mí.
Primer round: que
alguien me explique ¿dónde voy a meter las frutas y verduras? ¡Tengo que sacar
leche, huevo, queso y jamón!
-No te apures, todo
cabe -me dice mi madre con tranquilidad.
Ha pasado una hora
desde que inicié mi sesión de Tetris con el refri y nomás no la armo. Saco la
crema para que entre el jugo, muevo las lechugas que salvé del cajón de las
verduras, porque creo que van peor que en un pesero capitalino, y las pongo en
el segundo piso. Cuando creo que mi objetivo se cumple, desde la mesa “se
carcajea” un tupperware relleno de arroz que sabe que es necesario dentro de
esta especie de arca de Noé casera.
Segundo round: empezamos
de nuevo. Mis lentes no es que ayuden mucho, ante tanto movimiento se niegan a
quedarse cómodos en mi nariz y me brindan un desagradable panorama, a veces
claro, a veces distorsionado. Una mano ayuda a poner un poco de orden y siguen
las negociaciones con el yogurt y el jugo de tomate.
Hago una pausa, que
es más una invitación para que la calma se siente junto a mí en el piso de la
cocina. Desde ahí tengo una vista muy divertida de los diferentes colores de
mosaico que tienen el comedor, el cuarto de mis padres, el pasillo. Por
momentos pienso en hacer una serie de fotos de cada espacio, mi imaginación
vuela, pero este cadenero de bar LG me recuerda que: uno, estoy gastando más
energía al tener su puerta abierta; dos, todavía no termino de acomodar todo.
Tercer round: las
negociaciones siguen y luego de preguntar cuáles son las verduras que aguantan
el calor de la cocina, juego, por enésima vez, al Piedra, Papel o Tijera con el
grandulón.
En mi cabeza suena
la campanilla que da por terminado el encuentro del que, alegremente y por este
día, salgo victoriosa.
Me voy a mi cuarto
feliz por la hazaña. Mañana, al cocinar, el equilibrio, los pactos y la
búsqueda de contenedores más pequeñitos significarán un nuevo y divertido round
con Él, mi némesis.
A media noche un
estruendo desde la cocina me despierta.
-Dejaste algo mal
acomodado en el refri y se cayó -dice mi mamá con total tranquilidad.
La campanilla
resuena en mi cabeza… Con un knockout el grandulón ganó por el día de
hoy.
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