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ENEMIGO MÍO, por Mary Carmen Urrieta


Hace cerca de 30 días que, de manera voluntaria, me encerré tras las puertas de mi casa para cuidarme, y cuidar de mis padres, de la sorpresa del siglo llamada COVID-19.
Durante este tiempo me ofrecí para realizar las labores de la casa y producción de comida para los tres. Al principio creí que sería algo divertido, que con gusto registraría en las anécdotas de vida. Claro, sería muy gracioso y enriquecedor, de no ser por Él.
Lista para pasar cerca de un mes en casa, aún no sabía que la cuarentena tendría una segunda temporada, Compré frutas, verduras y consumibles normales, nada extraordinario. Dejé de lado un veinticuatro de cerveza Y cantidades industriales de helado, que ahora que lo pienso debí adquirir.
Al llegar a casa con mi cargamento, y luego de la consabida desinfección, vino el primer enfrentamiento.
Durante un día me preparé psicológicamente para evitar roces con mis padres, el caso es que con quien tuve, he tenido y tengo severas diferencias es con el refrigerador.
Consciente de que no debo enfrentarme a un oponente que me supere en peso y estatura, este grandulón rebasa mi 1.65 metros por escasos 5 centímetros. Y de peso, mejor ni hablamos, últimamente respeto mucho los kilos ajenos, pero es clara su ventaja sobre mí.
Primer round: que alguien me explique ¿dónde voy a meter las frutas y verduras? ¡Tengo que sacar leche, huevo, queso y jamón!
-No te apures, todo cabe -me dice mi madre con tranquilidad.
Ha pasado una hora desde que inicié mi sesión de Tetris con el refri y nomás no la armo. Saco la crema para que entre el jugo, muevo las lechugas que salvé del cajón de las verduras, porque creo que van peor que en un pesero capitalino, y las pongo en el segundo piso. Cuando creo que mi objetivo se cumple, desde la mesa “se carcajea” un tupperware relleno de arroz que sabe que es necesario dentro de esta especie de arca de Noé casera.
Segundo round: empezamos de nuevo. Mis lentes no es que ayuden mucho, ante tanto movimiento se niegan a quedarse cómodos en mi nariz y me brindan un desagradable panorama, a veces claro, a veces distorsionado. Una mano ayuda a poner un poco de orden y siguen las negociaciones con el yogurt y el jugo de tomate.
Hago una pausa, que es más una invitación para que la calma se siente junto a mí en el piso de la cocina. Desde ahí tengo una vista muy divertida de los diferentes colores de mosaico que tienen el comedor, el cuarto de mis padres, el pasillo. Por momentos pienso en hacer una serie de fotos de cada espacio, mi imaginación vuela, pero este cadenero de bar LG me recuerda que: uno, estoy gastando más energía al tener su puerta abierta; dos, todavía no termino de acomodar todo.
Tercer round: las negociaciones siguen y luego de preguntar cuáles son las verduras que aguantan el calor de la cocina, juego, por enésima vez, al Piedra, Papel o Tijera con el grandulón.
En mi cabeza suena la campanilla que da por terminado el encuentro del que, alegremente y por este día, salgo victoriosa.
Me voy a mi cuarto feliz por la hazaña. Mañana, al cocinar, el equilibrio, los pactos y la búsqueda de contenedores más pequeñitos significarán un nuevo y divertido round con Él, mi némesis.
A media noche un estruendo desde la cocina me despierta.
-Dejaste algo mal acomodado en el refri y se cayó -dice mi mamá con total tranquilidad.
La campanilla resuena en mi cabeza… Con un knockout el grandulón ganó por el día de hoy.

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