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La taza de porcelana, por Aurora Alvarado


La taza en la que Jimena tomaba café era muy enojona. Al lavarla bajo el grifo secaba rápido y se mantenía opaca. Todo tenía que ver con el ánimo de su dueña. El hecho de que la apretaran con fuerza bastaba para saber que la mujer se había levantado con muina, que ya era una costumbre. Y la taza lo sentía.
¿Ahora qué te pasa mujer?, preguntaba la taza, pero Jimena nunca se daba cuenta. Entonces, molesta también, el recipiente escondía su brillo.
          Un par de años atrás, Jimena había abierto una hermosa caja decorada con tulipanes. En su interior estaba la taza de porcelana. Era el regalo que le hizo su mamá al independizarse. La joven siempre tomaba café, le gustaba mucho. Su mamá le dijo que la taza sería su primer contacto con el día, cuando tomara café en las primeras horas de la mañana. Como si fuera el primer beso a la vida, pero ahora lo sentiría en su propio espacio.
          Jimena comenzaba a abrirse camino. Había encontrado otro empleo como reportera para una revista. Ahí conoció a Humberto, su jefe de redacción. Sin darse cuenta estaba en medio de una relación forzada y difusa por los compromisos de trabajo de ambos. Y esto le causaba a Jimena un humor desagradable todo el día. Estaba en medio de una mezcla de relaciones: laboral, de amistad, compañerismo y sentimental, lo que la mantenía en estado de mucha presión. De esto hacía casi un año, tiempo en el que casi no hubo espacio para la diversión.
         Un día la taza de porcelana sintió una leve grieta cerca de la oreja. La asustó tanto que tuvo que pensar qué hacer con su dueña. Ya no podía más con su enojo del diario. Ya no estaba dispuesta a ser el recipiente de sus conflictos. Sabía que, de seguir así, viviría muy poco. Un día me va a lanzar o me va a soltar de sus manos, pensaba la taza.
          La taza organizó una junta con los cubiertos, los platos, la licuadora y hasta el baño. Conocía a todas las cosas porque Jimena la llevaba por toda la casa, mientras tomaba café y decía improperios.
          Los objetos habían llegado a un acuerdo: ya no aguantaría que la taza sufriera la desdicha y los arrebatos de Jimena. Así que todos urdieron una estrategia para que su dueña dejara de perturbarla. Harían reventar a la chica de otra manera, para que desquitara su frustración en los objetos que ejercían el desperfecto. Estaban dispuestos a apoyar a la taza. Arriesgándose a que el enojo de la joven pudiera destrozarlos.
––Estoy dispuesto a que me rompa ––dijo el matamoscas––ya ven que le choca que entren insectos. Si quiere, que me azote contra la pared, ya estoy acostumbrado, con tal de que a ti te deje en paz ––le dijo a la taza.
––Yo estoy dispuesto a cerrarle el paso del agua caliente ––repuso la regadera–– y que grite lo que quiera si es posible.
––Me entristece que no se dé cuenta de que ya ni brillas, que su estado de ánimo te afecta ––expresó la llave del grifo.
––Vas a ver. Tú volverás a brillar ––agregó la licuadora con entusiasmo.
––Si mi brillo regresa es porque Jimena ya está bien en su interior y yo descansaré. La culpa es de ese Humberto, le carga el trabajo y luego la busca para salir a cenar. Y ella dice que no quiere decirle que no. Es un abusivo y me cae bien gordo ––expresó la taza.
––Tú no te preocupes más, todo se resolverá ––contestó la silla.

***

Jimena acordó con Humberto que ella haría la cena, tal como él se lo había pedido. Hacía mucho frío ese primero de enero. Eran las seis de la tarde cuando Jimena se metió al baño para darse un regaderazo rápido antes de comenzar a preparar la cena. Pero la regadera tapó los orificios y sólo salieron unas cuantas gotas, por lo que ella tuvo que salir de la ducha con un pequeño bote de plástico que llenó con agua del lavabo para terminar de bañarse. Le tomó media hora más de lo estimado.
         Salió temblando de frío. Conectó la secadora para recibir un poco de calor, pero ésta mantuvo su botón de encendido tan duro que Jimena no la pudo hacer funcionar. Ella gritó enojada y lanzó el objeto contra la cama. Se vistió rápido y mantuvo la toalla enrollada en la cabeza. Dio unos saltos para calentar el cuerpo. Luego bajó a la cocina. En la mesa ya estaba preparado el estofado que iba al horno. Lo metió y manejó la perilla hasta la temperatura de 250 °C y cerró la puerta. El horno a su vez subió su temperatura a 400 °C. Jimena tomó la crema y la leche para licuar los brócolis junto con la mantequilla líquida. Cuando encendió el aparato, la tapa saltó hasta el techo salpicándolo todo, ella y su ropa incluidas. ––¡Me lleva la que me trajo! ––gritó Jimena.
          La joven corrió a la recámara para cambiarse y pisó una corcholata, lo que hizo que lanzara otro grito, pero de dolor. Se sentó en la cama y revisó su pie, lo masajeó y colocó de nuevo el calcetín.
––¿Qué está pasando ahora? ––volvió a gritar. Estaba por ponerse otra blusa cuando percibió el olor a quemado. Corrió a la cocina y encontró que el humo salía del horno. Al abrirlo vio que el estofado era un desastre.
––¿Qué carajos está pasando aquí?! ¡Ya va a llegar aquel y no hay nada hecho! ––estalló Jimena.
“Humberto, trae la cena por favor, mi horno se descompuso”, escribió la joven en el celular y mando el mensaje. Cuando recibió la respuesta “Yo llevo la cena”, descanso por el momento.
Un rato después, tocaron en la puerta. El timbre no quiso funcionar. Era Humberto.
––¿Qué ha sucedido aquí?, pregunto el hombre cuando entró a la cocina.
          Jimena lloró de desesperación y angustia. Humberto la abrazó y le pidió que se calmara.
            ––Discúlpame por no haberte dicho que no hicieras nada, que mejor compráramos algo–– dijo él.
         Aparecieron varias moscas sobre la caja de la pizza que Humberto había puesto en la mesa. Ella tomó el matamoscas y arremetió contra la caja, pero los insectos siguieron zumbando. Humberto le tomó la mano e intentó tranquilizarla.
––Jimena ya cálmate–– le dijo con suavidad. Y Jimena apretó los labios y se le humedecieron los ojos. Humberto, con su índice, limpió la humedad de sus párpados. ––Te traje una noticia que te va a gustar ––anunció.
          Todos los objetos estaban también a la expectativa. La taza se encontraba cerca del escurridor, escuchando con gesto de enfado las palabras del hombre.
––Me voy para la Ciudad de México. No te lo había dicho, pero tú tienes una forma de trabajar excelente. Perdóname si sentiste que te presioné demasiado. Desde mañana ocuparás mi silla en la oficina ––dijo él.
          Jimena abrió los ojos y esbozó una sonrisa. Los dos se abrazaron. Y todos los espectadores sonrieron.
––Mañana te veo temprano ––agregó Humberto y se despidió.
          Después de que él se marchara, Jimena se puso a dar saltos de emoción. Después se dejó caer de golpe sobre la silla, ésta se desniveló y la chica cayó al suelo. Su cabeza topó con las gavetas del fregadero y la taza cayó sobre su regazo.
––¡Qué bueno que no te rompiste, mi querida taza! ––dijo Jimena y le dio un beso. La joven vio con sorpresa cómo la taza empezaba a brillar. Y, con el mismo asombro, miró cómo resplandecía todo a su alrededor.

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