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CENTINELA, por Juan Iván González


En las calles vacías, en los páramos de la ciudad donde ladra un perro a lo lejos, en las colonias muertas por la noche, me muevo como un fantasma. Siempre sin ser visto, corriendo sobre las botellas rotas instaladas en las paredes, caminando en los techos de casas iguales dispuestas en filas infinitas, esperando en las ramas de los árboles. Mirando, escuchando.
Soy poco más que una figura oscura y no cometo pecados. Ustedes me ven, me juzgan. Ustedes me ponen palabras. Pero pecados no cometo.
Es difícil, porque si escuchan un ruido saben que estoy allí. Hace falta muy poco para imaginar que hay algo afuera. Cuando no hay nada, ustedes le ponen cosas al vacío. Y en el vacío estoy yo. En la oscuridad, mirando, escuchando.
Debes ser menos que nada si quieres ser una sombra. Debes ser rápido cuando sea conveniente, y lento cuando sea necesario. No basta con tener buen ojo o buen oído. Debes ser ojo y debes ser oído.
Ustedes no tienen lo necesario. No saben mirar, ni saben escuchar. Creen que son acciones recíprocas que sólo se logran cuando se es un cuerpo que puede ser visto, que puede ser escuchado.
Yo sé la verdad. Sólo las sombras realmente ven y escuchan, sobre un árbol en un parque, en el techo de una casa junto a la ventana, en el filo de las cercas que protegen a sus habitantes.
Una pareja, sentada en una banca del parque, se dice naderías sin sentido. Si alguien estuviera allí sería diferente. Necesitarían ser para el público. Serían mentiras. Como no hay nadie allí, su amor me parece real.
Un hombre cree que nunca en su vida será visto como realmente es. Ese pensamiento es común en los hombres. Usan máscaras y personajes para convencerse de que ellos sólo existen para ver, para oír. No saben que a través de su ventana abierta, quizá por primera vez, son realmente mirados y escuchados.
Una mujer llora en su cama. No habla. Las lágrimas que derrama no son para nadie, son lágrimas para ella misma, un tesoro. Ella cree que mantiene al mundo fuera, esas lágrimas son robadas. Qué tremenda maldad.
Las sombras sólo somos ojos y oídos, pero nos movemos. No nos basta ver y oír, pero nunca vamos a tocar. Eso sería un pecado. Podríamos, sí. Quisiéramos, sí. No lo haremos.
En los corredores de la ciudad, en los ecos de las alegrías humanas, las sombras estamos llenas de un amor sin rastro ni señales. Somos testigos de lo que ustedes hacen, de lo que tú haces. En el momento más solitario, cuando el público se ha ido, cuando las máscaras se han roto y cada acto es un regalo sin recipiente, nosotros estamos ahí y con hambre insaciable atestiguamos.

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