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CARNE, por Mariena Padilla


Se despierta con una sensación de oquedad y un dolor que se mueve en su estómago. Desde la escasez de carne en el país, se alimenta cada vez peor. Los animales han ido desapareciendo. Piensa que los vegetarianos son los que han sobrevivido mejor a esta crisis, aunque tampoco hay comida de sobra y todos padecen hambruna en mayor o menor grado. A diferencia de otros, él no recurre a la ingestión del cuerpo propio, lo ha intentado, pero no lo tolera: alergia a su sabor, una repugnancia que no puede superar, quién lo diría. Abre los ojos, los cierra de nuevo. No importa, de cualquier modo, ve lo que no puede olvidar.
El recuerdo empieza con él llegando a la peluquería donde iba una vez a la semana para cortarse el pelo, rasurarse la barba y verla a ella. Las calles de la ciudad se habían vaciado de gente, apenas unos cuantos comercios abrían de vez en cuando. La peluquería funcionaba porque una parte se convirtió en carnicería. A él le habían ofrecido rebanarle una oreja, cosa que ha rehusado.
Afuera del local, una pequeña vendía algunas cosas que en estos tiempos resultan inútiles: cintas para zapatos, pilas para reloj, pero también gasas y vendas. A la niña le faltaban un pie y un par de dedos del otro, a su lado yacían unas muletas viejas. Sus cabellos revoloteaban como mariposas cansadas alrededor de su famélico rostro. La primera tarde que la vio, el hombre le regaló un bizcocho robado, la siguiente semana una calceta para su pie descalzo. La niña sonreía al verlo.
Era menuda, no debía tener más de diez años, casi no hablaba y sus ojos eran de un oscuro triste. La última vez que la encontró, adivinó la magnitud de su hambre, semejante a la de casi todos. La invitó a su cuarto, unas cuadras calle arriba. Le dijo que ahí le prepararía de comer y cuidaría su descanso. Caminaron despacio, formando un extraño conjunto dolorido. Dentro de la habitación, él cocinó un guiso con la carne que había guardado, la suya, que no podía ingerir. Junto con la comida le sirvió un vaso con agua turbia, la nena sedienta dio grandes tragos. La miró enternecido, al ver el alivio que proporcionaba el alimento. La pequeña no tardó mucho en entornar los párpados y aflojar el cuerpo. El hombre la levantó, la desnudó, la depositó en el lecho y bebió su niñez hasta el fondo. Ella deliraba, soñaba que un dragón la incendiaba en sangre. Una pesadilla sin fin. Él le cortó un pedazo de lengua y comió por fin para menguar la avidez que siempre lo torturaba. No se detuvo.
Norte y sur, la sangre brotaba del cuerpo quebrado. Un río que palpitaba tibio, un surtidor rojo. La niña se convirtió en un exangüe pez sanguinolento en el que el hombre sació su doble apetito. Cuando él terminó, improvisó compresas para aminorar las hemorragias. Prendió un billete en el corpiño por si ella tuviera oportunidad de utilizarlo, de sobra sabía que no. Caminó hacia la puerta, echando un último vistazo a la chiquilla que parecía dormir entre gemidos. Días más tarde se desharía de todo rastro.
Esa fue la primera vez del hombre, pero no será la última. No es fácil subsistir en un mundo sin carne.

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