No debía salir. El mundo
se estaba acabando, pero ella pensaba en el amor. No porque quisiera animarse,
llevaba todo el día casi a punto de llorar.
Esperaba a La Urraca, llegaría en cinco minutos. Iban a hablar. Crystel tenía varias
razones por las que ver a cualquier persona sería particularmente peligroso,
pero a La Urraca esas cosas no le importaban. No es que no contemplara el
peligro, sino que le gustaba mostrar que no tenía miedo a la muerte, aunque seguro
sí le tenía miedo. Quizá si no tuviesen vidas de paz, aun en medio de un país
de guerra, el valor de La Urraca serviría de algo. Suponía que también por eso él
tenía que aprovechar la oportunidad. Mientras tanto, su novio le mandaba
mensajes por el celular, rogándole por una llamada, reclamándole desde su casa.
Sin idea de que ella estaba a punto de ver al hombre que tenía dos puestos que
quizá él nunca alcanzaría: el de su exnovio y del hombre a quien amaba.
Su
novio, si supiera, diría que La Urraca era un irresponsable y un egoísta por
salir en medio de todo. Su novio nunca se atrevería a verla en esas
situaciones, alegaría los riesgos para Crystel, los riesgos para él mismo, los
riesgos para sus familias, la ciudad, el mundo. Y si ella le pidiese que la
viera con todo y los riesgos, si tan sólo se atreviera a argumentar que no era
tan grave, entonces la egoísta sería ella, la cruel, la irresponsable. Entonces
su novio tendría que perdonarla tras una intensa discusión. O se quedaría
callado, abnegado, lleno de amor.
Ese había sido un beneficio de estar con La Urraca, con él nunca tenía que ser la
mala. Él siempre daba argumentos de sobra para quejarse. Su novio decía que le
había copiado la mala costumbre de desestimar cualquier queja legitima, quizá
fuese cierto. quizá era uno de sus peores defectos, algo que tal vez siempre la
unió con La Urraca.
Miraba
por la ventana, a través de los barandales de fierro, desde su quinto piso. En
la esquina caía la luz de un poste sobre su auto. A lo lejos sonaba música
norteña, los inquilinos platicaban. La gente todavía hacía reuniones, aunque se
suponía que ya no podían hacerlas. Crystel seguía esperando algo, tanto como
para comerse las uñas, pero no sabía qué. Se suponía que su novio era un gran
partido: le mandaba mensajes todas las mañanas, se había ofrecido a enviarle
comida si quería variar, conocía gente en caso de que ella se enfermara, le
había insistido que no viviera sola, que quería acompañarla.
Siempre
tan perfecto, tanto que le daba coraje. Él era feliz y ella no. La gente feliz
le daba un poco de asco.
No
había tenido ese problema con La Urraca. Él nunca había sido feliz en toda su
vida, hacía de su fracaso y su depresión una bandera con la que trataba de
rebelarse. Eso era otra cosa que los había unido: los dos necesitaban sentirse
superiores, tanto intelectual como moralmente. Cosa trágica que también los
unía: ambos sabían que debían sentirse mal por ello, pero ninguno de los dos lo
hacía.
Si
su novio le hubiera dicho a La Urraca que era un asesino pasivo por ir a verla,
él le hubiera contestado: “Sí, ¿y qué?”
Y
Crystel sabía lo que era el amor. Amor era lo que ella había sentido en aquella
clase, cuando el ridículo de La Urraca se puso una mano en el mentón para
ponderar una reflexión filosófica del profesor. Ella sabía que había hecho la
postura completamente adrede, para verse intelectual, sólo por si alguien
volteaba. Y esa imagen, ese orgullo, esa necesidad de sobresalir, a la par de
una y estupidez descarada, se le habían quedado grabados.
Tristemente,
no tenía necesidad alguna de una reciprocidad para sentir algo. Suertuda la
gente que sí. Seguro era por ser hijos de divorciados. Quizá si sus padres hubieran
tenido un buen matrimonio sería diferente.
La
Urraca, como ella, no sentía más que desprecio por el matrimonio de sus padres.
Fue así como empezaron a tener algo. Eran pubertos apenas y les había pegado al
cien la rebelión adolescente. Aún peor porque los dos venían de familias muy
católicas y vivían en una ciudad tan conservadora. Un día, en la catequesis, él
dijo en voz alta: “La gente feliz me da asco”. Huerco ridículo. Pero ella lo
recordó por un largo tiempo, esperando que él le dirigiera la palabra. Nunca lo
hizo y Crystel tuvo que tomar la iniciativa. Nunca había empezado una
conversación con un compañero hasta entonces, como estaban en colegios
separados y ella no era sociable. Él nunca había tenido una amiga. Y desde
entonces estuvieron siempre juntos, fueron a la misma preparatoria y trataron,
a su forma, de pelear contra Monterrey, aunque era como pelear contra un ser
sin fin. Él lo manejaba mejor que ella, por mucho
La
Urraca dejó la preparatoria y la casa de su padre. Ella era muy cobarde como
para discutir o irse a vivir con él. Pero lo veía, lo aplaudía y se sentía
infeliz. Esa infelicidad era su rebelión, su deseo de no ser como sus padres. En
esa época los dos se quedaban charlando en la azotea de la casa de la madrasta
de Crystel, hablando de que querían de la vida, de cómo odiaban al mundo,
preguntándose qué era el amor, haciendo pactos suicidas que nunca concretaron.
“Yo
tengo que ser la única persona con la que hables todas las noches. Quiero escuchar
lo último que digas todos los días, antes de dormir. Yo no dormiré hasta que lo
hagas”. Y así lo hicieron por nueve años. Aún ahora lo hacían cada tanto. ¡Cinco
años! Más de lo que sus padres biológicos habían durado casados. Si eran tan
rebeldes, ¿por qué su rebeldía era estar juntos todo el tiempo y no estar con
nadie más? Cuando terminaron, La Urraca le había dicho que él sólo tendría una
persona en toda su vida y que era ella. Sin importar lo que pasara.
Sus
amigas siempre le habían tratado de meter un poco de sentido común. Le decían
las verdades de La Urraca como si ella no las supiera. También le decían que
seguramente él le metía el cuerno, borracho como era. Y no.
La
Urraca nunca le pondría el cuerno. Ella lo sabía. Era el único hombre que había
conocido que le había hablado, llorando, porque había hablado “sucio” con una
amiga por internet que tenía en Alemania.
Incluso
ahora, años después de cortar, le creía cuando decía que no tenía a nadie. Le
creía porque La Urraca era solitario y miserable. Estar solo le salía natural.
“¿Fue abusiva nuestra
relación?”, le había preguntado a un psicólogo. “¿Tú crees que lo fue?”, fue lo
que recibió como respuesta. “Espero que no. Porque fui feliz. Por un tiempo, al
menos”.
Hace
horas que La Urraca le había avisado que se había aventado el Recorrido de los
Mil Infiernos. Casa de Rácapa, Casa de Ricardo, Casa de Theresa, Casa de Casyel…tomando
como loco en cada parte, pero todavía hablándole.
Crystel
recordaba muy bien cuando había empezado a tomar, se sentía especial porque
ninguna de las mujeres con las que había crecido lo hacían. Y como La Urraca venía
de una familia decente, él también entendía eso. El deseo de vivir mal, el
coraje de que te hubieran criado bien.
Ahora
él trabajaba como idiota en un OXXO. Aunque era la persona más inteligente que
Crystel había conocido en su vida. Y seguía tomando como cuando tenían 19. La
vida los impulsaba a moverse, pero no había adonde. Parecía haber muy poco
terreno habitable. Ahora ella tenía a su novio y trabajaba en una buena empresa
y ya no tomaba. Se suponía que debía fingir que aquella época fue un gran error
que había dejado atrás.
Su
novio le decía que era egoísta (“Sí, ¿y qué?”, hubiera respondido La Urraca)
porque lloraba a la menor provocación. Lloraba porque no le gustaba que le
dijeran patética por querer salir, porque no quería oír información sobre lo
que debía hacer para mejorar el mundo, por aburrirse en las reuniones en que
sus amigos ya casados hablaban de sus hijos. Y también estaba el horrible
brillo en los ojos de su novio cuando la miraba y ella se sentía en un vestido
de bodas y embarazada y sabía que debía sentirse afortunada, pero no podía.
¿Por
qué había dejado que esto pasara? Quizá todo lo que había hecho era manejar en
automático al lado opuesto de La Urraca. Sólo había esperado que en algún punto
todo tuviera sentido. Porque los años pasaban y el odio no se iba.
Recordaba
ese golpe de bong, cuando veía a La Urraca. Recordaba las noches y las
madrugadas y las mañanas. Recordaba los gritos de su madrasta. Recordaba las
pésimas tocadas, los poemas de amor mal hechos. Recordaba las noches en que se
había perdido hasta olvidar su nombre. En el trabajo pensaba que quizá nadie
más sabía lo que era eso. Era tonto, pero era un secreto. Y era suyo.
Después
de recibir el primer mensaje, que incluía el itinerario a través de la ciudad, Crystel
le había escrito a La Urraca: “Estoy tan cansada que me podría suicidar, sólo
para no tener que despertarme otro día. Recuerdo las cartas que nos
escribíamos, donde hablábamos de morir juntos. Ven a las tres de la madrugada,
como hacías cuando éramos niños y sácame de Monterrey. Mientras viva aquí seré
una esclava. Me ahoga. Vámonos de sin avisarle a nadie y nunca volvamos, nunca
miremos atrás”.
La
Urraca, le había contestado: “Puedo ir ahorita. ¿O quieres que me espere hasta
las tres?”
La
Urraca le había avisado que deambulaba con Tara, en San Nicolás, por las vías
del tren; le había contado que había estado en Jaral, tomando en los
estacionamientos de las colonias de Infonavit donde vivía Abimael, que había
estado quemando marihuana elegante en la azotea de la mansión de Christine. Vagaba,
tomando dramamine y gas para limpiar teclados, como cuando eran adolescentes.
Un
carro se estacionó y bajó un hombre con pelo de adolescente y barba mal
cuidada. Rostro un poco afeminado y ojos muy lindos. Se paró en medio de la
calle y, como solía hacer cuando iba a visitarla en casa de su madre, alzó la
mano y sonrió como idiota.
Teníamos
trece años, pensó Crystel, cuando empezamos a tener algo. Me he pasado la mayor
parte de la vida con él, no tengo ninguna amistad más antigua. No conozco mi
vida sin que esté él en ella. Si hubieran vivido en otro siglo, él sería el
hombre con el que se hubiese pasado la vida. Aunque si hubiera sido en otro
siglo, no hubieran pensado lo que pensaban, ¿o sí?
No,
pensó Crystel mientras bajaba las escaleras, ninguno de los dos tiene el temple
para ser un rebelde real. Sólo jugábamos.
El
joven estaba ebrio y había estado manejando. Crystel pensó en regañarlo por
eso, pero él lo tomaría mal. Además, ¿quién era ella para regañarlo?
Caminaron
hacia una de las bancas del parque. La Urraca ya no era lo que había sido. Al
mismo tiempo, era exactamente igual a como era antes. No hablaron de nada tan grave,
de alguna forma evitaron hablar del mensaje de Crystel. Mientras conversaban,
Crystel supo que borraría el registro de sus mensajes con La Urraca. Los
mensajes donde estaban, todavía, las declaraciones de suicidio y amor de cuando
eran novios.
“Cortaré
con mi novio. Está muy motivado para formar una familia, y no me siento capaz
de ello. Siento que en cualquier otra ciudad esa sería una queja válida, o en
cualquier otro país. Pero aquí me siento algo rara de decirlo. Me da miedo qué
me pasará, una vez que ya no lo tenga. Nunca he estado soltera más de un mes en
toda mi vida. No tengo ninguna buena razón para dejarlo. Me da miedo el futuro.
No quiero envejecer y no quiero estar sola. Pero estando con alguien recuerdo a
mis padres y eso no me gusta. No siento que haya ninguna vida que pueda tener y
que me guste”.
Entonces
la joventuvo una visión: su novio quejándose de la loca que había tenido por
novia. Y pensó que el pobre tendría buenas razones para quejarse, porque a fin de
cuentas no había hecho nada malo, sólo que había sido desafortunado en verdad
al encontrarse con una mujer que no sabía lo que quería. Pecado capital.
Un
mes es lo que tardaría en reemplazarla. Con algo de suerte esta vez hallaría una
chica que tuviera bien puestos los pies en la tierra.
Esperaba
ver el brillo en los ojos de La Urraca, que le pidiera que fuese su novia de
nuevo, que la besara. No sabía si eso quería, pero había pensado que eso
pasaría. No sucedió.
Él la miró. Crystel no
supo entender esa mirada. “Dicen que el mundo se está acabando”, fue todo lo
que él dijo. Ella se encogió de hombros.
Una
parte de ella quiso pedirle que se la llevara, como había prometido. Quería que
volviese a ser el muchacho de la preparatoria, el que hacía poses de
intelectual. Quería vivir de nuevo aquellas noches donde el aire era ligero,
donde sus vidas eran una y ambos eran únicos. Entonces creía que no importaba
si estaban solos y miserables, juntos se ayudarían, sanarían y harían una vida
en común. Tal vez ahora, si lo revivían de nuevo, lo harían bien. Y juntos
verían cómo el mundo se acababa.
Estuvieron
en silencio por un minuto entero. Cada segundo fue la separación de una herida
cuyas suturas se estaban deshaciendo. Al final quedó la herida abierta y dos
personas que no tenían nada que decirse. Crystel estaba vuelta una tempestad,
pero en vez de mostrarlo, le pidió a La Urraca un cigarro.
Fumó.
Le cayó mal. Estaba desacostumbrada.
Al
final La Urraca se fue. Quizá los dos murieran por haberse visto. ¿Había valido
la pena? Al ver alejarse esos hombros anchos, Crystel pensó que, al menos, sabía
cómo se sentía el amor.
Subió
las escaleras rumbo a su apartamento solitario y estéril. Crystel pensó que
quizá un día amaría con más gracia y volvería a sentir el golpe de un bong en
el estómago. Cerró la puerta detrás de ella. Se sentó en el piso con la espalda
recargada en la puerta. Pensó que se marcharía de Monterrey cuando las
carreteras estuviesen abiertas de nuevo y la gente pudiera viajar y ella
tuviese dinero y salud mental para empezar de nuevo. Aunque no estaba segura de
que el resto del mundo siquiera existiera. Nunca lo había visto.
“Sí. Quizá”, dijo en voz alta.
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