Nos
hemos vuelto desconocidos.
Después
del COVID-19 nos invadieron otras cepas, no sólo zoonóticas sino energnóticas.
Mi contagio fue de electronóticas. Algunos conocidos sufrieron brotes acuosos.
Estos
microbios se desplazan a través del cableado eléctrico y la tubería del agua. Se
mimetizan con los líquidos, la electricidad y en algunos casos hasta con red
inalámbrica.
La
red potable está contaminada. En los jardines se han aprovisionado sistemas de
vaporización de los que se obtiene agua para beber.
Como
medida preventiva, las habitaciones permanecen oscuras. Sólo se iluminan cuando
entra el sol al amanecer; lo que da ocho horas para buscar alimento enlatado en
las tiendas de autoservicio cercanas. Las casas ahora utilizan dispositivos
solares independientes de electricidad.
Al
principio, algunos se aventuraron a abrir los grifos después de que se declaró la
noticia oficial de invasión y el estado de guerra, mutaron de tal forma que
ahora son seres acuáticos con tres pares de patas largas. Buscaron alojamiento
en los mantos acuíferos. Tienen tomado el ojo de agua de la Iglesia. Permanecen
inmóviles por horas en la escalinata hasta que algún animal distraído pasa por
ahí y lo devoran.
Me
he acercado por el parque que queda frente al antiguo templo. Es increíble
tomar fotografías de las más de 150 formas que adoptaron esas personas. Algunas
reducidas a enanos de patas delanteras con músculos desbordados. Tomé una foto
del momento justo en que un grupo devoraba un gato pardo. Mientras unas lo
sujetaban, otras elevaban sus esnórqueles respiratorios mientras introducían
sus aguijones en la cabeza para inyectarle toxinas. El cuerpo del felino se
descompuso en cuestión de minutos hasta desaparecer absorbido por los
acuáticos. Eso por tratarse de una presa pequeña. En otra ocasión pasó un
anciano por ahí y lo intoxicaron al igual que el animal, sólo que su cuerpo
siguió respirando durante varias horas sobre el asfalto.
Con
el telefoto de la cámara pude ver el interior del templo, donde están apostados
los machos. Llevan los huevos en el lomo como si fueran un gran anillo de
perlas grises. Los alimentan y los protegen hasta que eclosionan. Las hembras,
en cambio, cazan para comer.
La
mutación a ovíparo ha hecho a estos híbridos súper predadores. Algunos lograron
reproducirse en el Lago de la República de la Alameda, pues ahí tienen patos y
carpas para alimentarse. Y uno que otro niño despistado que sale de las
escuelas cercanas.
El
Lago del Parque Francisco I. Madero les provee de garzas africanas y palomas. Fue
por ese motivo que el gobierno suspendió las visitas a estos lugares. Aun así, no
faltan quienes se acercan para cazarlos y comerlos fritos o hervidos. La comida
como la conocíamos no existe más.
Los
que nos desplazamos a través de los cables de alta tensión invadimos cada
espacio que antes era habitado por el hombre. Estamos en los techos, detrás de
los sockets de los focos. Nos llaman electroandroides o luciérnagas cyborgs.
Nuestros cerebros ya no se alimentan de
azúcar sino de impulsos eléctricos.
Nuestras
células musculares evolucionaron para producir electricidad. Somos como
luciérnagas iluminando los callejones y avenidas. Nos desplazamos de noche. Nos
comunicamos entre nosotros a través de señales eléctricas. Así marcamos
territorio. Los seres vivos que entran en contacto con nuestros brazos quedan
hechos ceniza que utilizamos como una de nuestras fuentes para producir
energía. Somos capaces de emitir ráfagas de mil voltios. Las muertes humanas
por un encuentro con nosotros se producen por un corto circuito que les genera
insuficiencia cardiaca respiratoria.
Ahora
somos humanoides cubiertos de millones de electro-receptores por medio de los
cuales detectamos campos eléctricos. Hemos perdido el habla y conservado la
escritura. Utilizamos las imágenes que viajan hacia nuestro cerebro a través
del tiempo-luz para interpretar la realidad.
Detectamos
los impulsos eléctricos emitidos por nuestras víctimas para atraparlas. Tenemos
un delgado exoesqueleto con el que generamos energía eléctrica. La piel de nuestra
espalda tiene franjas amarillas y marrón para cosechar la solar. Las rayas
color marrón atrapan la luz solar y las amarillas la convierten en electricidad.
Así producimos enzimas para metabolizar los alimentos que requieren nuestros
órganos eléctricos.
Nuestro
sistema circulatorio cambió. La electricidad entra en nuestro torrente
sanguíneo y circula. Es nuestra nueva sangre.
El
brinco viral entre varias especies nos impide respirar como lo hacíamos antes y
nos vemos forzados a utilizar mascarilla 3M para protegernos de vapores
orgánicos.
A
veces he cometido la imprudencia de quitármela para oler alguna flor que
encuentro sobre el pavimento de camino a casa, lo que es un hecho afortunado. Lo
único que conservo de mis hábitos humanos es mi cámara fotográfica. La llevo a
cada lugar para capturar los últimos vestigios de belleza.
Ninguno
imaginábamos que las cosas cambiarían tanto y tan rápido.
***
En
los días previos a mi transformación, el número de cadáveres ya rebasaba la
capacidad de las funerarias. Los trasladabnn en tráileres hacia los panteones.
Desde lejos vi cómo lo subían envuelto en plástico. No volví a saber de él.
Lamento
haberlo abrazado aún a sabiendas de que yo estaba contagiado. No pude
despedirme de él mientras agonizaba. Los hospitales no permiten visitas a los
enfermos.
Fue
rápido. Aparecieron dibujos de relámpagos azules en mi cuerpo, después lanzaba
descargas a cualquier ser vivo que tocaba. Eso fue lo que le hice al abuelo y a
mi perro Sam.
Cuando
supe que yo fui el que los contagió, decidí aislarme. Instalé una casa de
campaña en el jardín y desde entonces merodeo para ver a mi familia a través de
las ventanas mientras miran películas y comen palomitas. He tomado el papel guardián
de Sam.
En
la casa vecina, Luisa abre la puerta con sigilo. Es obligatorio el uso de
cubrebocas. Sólo puedo ver sus ojos. Nos miramos como cuando éramos novios. Su
risa me hace falta. Me saluda agitando la mano mientras me pregunta cómo estoy.
No puedo responderle. Pasa frente a mí y sube al auto para ir por comida. Queda
en el aire el olor afrutado de su champú.
Nos
hemos vuelto desconocidos.
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