Llegó al hotel a las ocho de la noche, después de perder un avión y media
vida en el tráfico de la Ciudad de México. Era un viaje imprevisto. Su jefe le avisó
a mediodía que tenía que acudir a una reunión urgente. Ni siquiera sabía de qué
era la junta, ya le informarían mañana temprano. “Un chófer pasará por ti a las
ocho de la mañana”, le dijeron en una llamada apresurada. En resumen, problemas
que resolver y un montón de trabajo.
Paulina tomó una ducha
rápida, se puso un vestido limpio. Dudó entre usar sandalias o sus zapatos negros
de tacón. Escogió las primeras. Basta de ropa de trabajo, pensó. Bajó a
buscar algo de cenar. El hotel tenía seis restaurantes. Uno de ellos era famoso
por tener la cava más grande de Latinoamérica. Jamás se había hospedado en un
lugar así. Se asomó a uno de los locales, donde la especialidad era la comida italiana,
pero parecía lleno. También se sintió intimidada por la vestimenta de los
comensales, demasiado elegante para un martes por la noche. A lo lejos vio el
bar, estaba desierto. Decidió que pediría un sándwich y un par de cervezas. Se
sentó en la barra. El barman le sonrió. La atendieron de inmediato.
Apenas le había dado un
sorbo a su cerveza cuando una mujer se sentó a su lado. Usaba un vestido rojo
sin mangas, zapatos de tacón a juego, maquillaje y peinados perfectos. Tendría cerca
de cuarenta años y era muy guapa. “Hola querida, mi nombre es Nancy”, dijo, y
esbozó una sonrisa reluciente.
Paulina se sorprendió ante tanta familiaridad. Tuvo que
sacudirse la reserva natural de su ciudad de origen. A fin de cuentas, en la
capital las cosas son distintas, pensó. Se presentó y estrechó la mano de la
recién llegada.
Nancy era nutrióloga y
divorciada. No tenía hijos, pero sí un pomerania al que presumía a la menor provocación.
Tenía cientos de fotos guardadas en su celular, incluso le hizo al perrito su
propia cuenta de Instagram. De eso se enteró Paulina al terminar su primera cerveza.
Paulina no era muy
conversadora, pero estaba acostumbrada a socializar con extraños. Hija única,
dejó el hogar paterno a los 22 años y de inmediato se puso a trabajar. En un
lustro, logró ascender a gerente de administración y finanzas. Los viajes que
nunca había hecho con sus padres los había realizado gracias a la compañía.
Incluso había estado en Los Ángeles el año anterior.
“Qué bueno que no soy la
única que llega temprano a estas fiestas. ¿También necesitas agarrar valor con
unos tequilas?”, preguntó Nancy mientras su mirada peinaba el bar, que poco a
poco comenzaba a llenarse.
Paulina mostró su
desconcierto. La nutrióloga se dio cuenta y, entre risas, le dijo que pertenecía
a un club de solteros. De hecho, estaba en el bar porque ahí se llevaría a cabo
la fiesta de San Valentín del grupo. Llegó temprano para hacerse de un buen
lugar y tener con quien conversar por si había que espantar a algún galán
indeseable.
Era 14 de febrero y
Paulina apenas se daba cuenta. Miró con atención las revistas que estaban sobre
la barra y a las que apenas había echado una ojeada cuando llegó. Perfect
match se leía en la portada desde donde sonreía Ricky Martin. Al menos
son incluyentes, pensó la joven y brindó a la salud de los solteros.
Después de todo, también era una de ellos.
A las diez de la noche, el
bar parecía otro. Mucha gente, música ruidosa, margaritas y daiquirís bailando
en las manos de los comensales. Nancy le contó a Paulina algunas de las
ventajas de pertenecer a Perfect Match: fiestas y cocteles, por
supuesto, pero también recorridos a museos, noches en Bellas Artes y paseos a
Kidzania para los padres solteros. Por un momento, Paulina se preguntó si la
estaría reclutando. Mejor pidió otra cerveza.
Un fotógrafo se acercó a
la barra y les pidió permiso de tomarles unas fotos. Las imágenes saldrían en
la revista del club el próximo mes. La publicación estaba a la venta en
Sanborns y Liverpool. ¿Qué pensaría mi madre si me viera en Perfect Match?...
A lo mejor hasta se alegra, meditó la joven mientras escribía su nombre en
la libreta del fotógrafo.
Tras tomar los datos de las
dos (nombre completo, profesión, hobbies), el hombre dejó su cámara a un
lado y se acercó a Paulina. Le dijo que un caballero quería platicar con ellas.
“Es extranjero”, agregó el fotógrafo como si esa característica le diera puntos
extras al admirador misterioso. Después de una breve vacilación, la chica
contestó que sí. ¿Acaso no es esta una fiesta para conocer solteros?
El admirador se sentó a un
lado de ella. Era alto, rubio, muy estadounidense. Tendría unos treinta años. Se
llamaba Mark. Hablaba poco español, pero Paulina sabía el inglés suficiente
para entablar una charla fluida, incluso era capaz de contar algunos chistes.
Nancy saludó al recién
llegado de inmediato. Había mandado a volar a unos tres pretendientes, a los
que ya conocía por algunas de las actividades del club de solteros. Pero el
inglés no era su fuerte. Intentó platicar con Mark con las líneas que recordaba
de algunas películas, no funcionó. Con un mohín de disgusto dijo que iba a
dar una vuelta por ahí. Se ausentó de la barra por unos veinte o treinta
minutos. Regresó derrotada. Este San Valentín no sería el día en que hiciera match.
Paulina le preguntó a Mark qué le parecía la fiesta de
solteros. El norteamericano no sabía de qué estaba hablando. Él también era
huésped del hotel y había bajado a tomarse un par de tragos. Añadió que estaba
en la ciudad como parte de un congreso de mercadotecnia digital. Le confesó que
preferiría estar en casa viendo episodios de Better Call Saul. “Yo
también”, contestó Paulina con profunda sinceridad.
“¿Y si vamos a mi cuarto? -preguntó él-. Ayer liberaron
el último capítulo y todavía no le he visto. Creo que hay palomitas en el
frigobar.”
Pagaron la cuenta. Paulina se despidió de Nancy. “Cariño,
qué gusto conocerte, pásame tu número -dijo la nutrióloga, después abrazó a la joven
y le dio un sonoro beso en la mejilla-. No te preocupes, uso labial indeleble,”
le susurró al oído con una risita.
Mark y Paulina caminaron hacia los elevadores.
Todavía era 14 de febrero.
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