Antes, las casas vacías me ponían triste. Tan
indefensas, sin propósito. Cuando las encontraba por la calle, las miraba
apenas con el rabillo del ojo. Me avergonzaba observar sus entrañas a través de
las grietas, sus ventanas cegadas a la luz.
Cada día eran más.
Condenadas, rotas, inamovibles.
Ahora las conozco
mejor: soy dueña de una. La ubicación no es mala, calle Pérez Treviño, a unos
metros del Santuario de Guadalupe. En la esquina hay un laboratorio de análisis
clínicos y un puesto de periódicos que sólo abre en las mañanas.
Fue un asunto
fortuito. Un tío murió. No tenía hijos. Me la heredó a mí. Tal vez porque en
ella pasé parte de mi infancia bajo el cuidado de la tía Choco. Todas las
tardes, el transporte escolar me dejaba en la entrada. Ahí comía, hacía la
tarea, jugaba con las cosas viejas que estaban en la cómoda, hablaba con los
retratos. Luego crecí y dejé de ver a la tía Choco y a la familia de mi padre. Estudié
la carrera en otra ciudad. Regresé para acabar la tesis. El plan era buscar una
beca en el extranjero, hacer un posgrado. Pero ahora estaba la casa: quién
cuidaría de ella si me marchaba.
De vez en cuando iba
a visitarla. Había un pequeño jardín tras la verja de hierro verde oxidado.
Pedazos de barda en ruinas durante algunos tramos. Maleza en el sendero
principal. Ninguna flor, sólo un escuálido ciprés. Ése no fue el problema cuando decidí que ya era hora
de entrar: ¿qué pueden hacerte unas cuantas ortigas? Era una cuestión de la
mente. No había puerta, sólo un hueco por el que una podía asomarse hacia
adentro.
La calle estaba
vacía cuando ingresé. Contrario a lo que esperaba, la oscuridad interior no era
completa. La luz se colaba por los pequeños hoyos del techo. Las virutas de
polvo flotaban en el rellano como pequeñas hadas. Era de día; no me hubiera
atrevido a abrir la verja de noche. No creo que la guadalupana tenga tiempo
para cuidar a sus vecinos.
Al lado del
rellano había un cuarto destinado a la sala, otro más al comedor. En el fondo noté
la cocina con sus gabinetes desvencijados y un fregadero aún con su grifo. El
agua que salió de la llave era de color café, como las baldosas del piso. No
quedaba mucho más que mirar en la planta baja.
Tardé unos diez
minutos en animarme a subir las escaleras. Las piernas me temblaban. Pensé en
correr y marcharme. No lo hice, seguro que la casa no tardaría en reconocerme.
Si escuchaba mis pasos un poco más, seguro que se acordaría de mí.
Los escalones eran
de piedra sólida. Al subir, sentí como si cada peldaño analizara los movimientos
de mi cuerpo. Aguardando. La sensación aumentaba paso a paso. Como dije, era de día: las cinco de la tarde. Sin
embargo, todo era más oscuro en el segundo piso. Creo que por las cortinas. La
mayoría de las habitaciones todavía tenía estos trozos de tela verde colgando
sobre las ventanas, como párpados. Mi casa no estaba ciega. Me veía.
Sólo entré a la
habitación principal. Ahí estaba la cómoda con unos cuantos cajones abiertos. Adentro
no vi ningún objeto de valor, sólo recortes de periódicos que mostraban
graduaciones, bodas, cosas así.
Reparé en el
cuadro. Colgaba de la pared donde alguna vez estuvo recargada la cama. Era el
retrato de una mujer de mediana edad con rostro ovalado y frente amplia. Lucía
a la moda de principios del siglo XX, el cabello corto y rizado, el vestido de
cuello alto y pendientes de perlas. No era muy guapa, pero sus ojos siempre me
parecieron atractivos. Su mirada se perdía por encima de mi cabeza. No pude
evitarlo, giré sobre mis talones para ver hacia donde mismo que ella. No distinguí
nada, sólo la pared sucia.
La mujer no me dio
miedo, ya la conocía. Alguna vez le enseñé los moretones de mis muslos, le
compartí mi lista de deseos, también la de odios. Jamás se sorprendió con
ninguna de mis historias. Siempre fue una buena escuchadora, al menos conmigo.
Cuando me fui, decidí dejarla justo donde
estaba. No creo que el retrato valga gran cosa. Dice mi prima que probablemente
lo pintó el bisabuelo Pedro, el que se fue a estudiar arte a Roma. Creo que será
una buena compañía: las casas no deberían estar nunca solas.
Hoy pasé de visita
por última vez. ¿Mencioné que aquel día, después de marcharme, mandé tapiar
todas las ventanas?... También la puerta.
Ahora camino por
la acera de enfrente. Sé que puede sentirme, que desearía engullirme y tenerme
en su interior junto con el cuadro. Pero ya no puede verme. Está ciega.
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