El
día anterior a los hechos, el sábado, papá fue a una carne asada con sus excompañeros
de la universidad, los contadores.
Domingo
15 de junio de 1980. A las siete de la mañana tocan la puerta de mi casa para
avisarle a mi papá que robaron la tienda en donde él es gerente. Mamá recibe el
recado.
A
las 7:10 a.
m. mamá me pide que la acompañe a buscar a papá.
Cerca
de las 7:30 a.
m. mamá y yo vamos a la tienda. El carro de papá está en el
estacionamiento. La posición no coincide con la foto del periódico. Recuerdo que
el auto estaba estacionado en otro punto del lugar. No supe quién lo movió,
tampoco por qué.
8:45
a. m.,
vamos a casa de Luis, un compañero del trabajo que vive en el centro, para
preguntarle qué pasó. Él nos explica que cambiaron los planes y se fueron a
Monterrey. Cuando regresaron, mi papá dejó en sus casas a los que fueron con
él: a Luis y dos mujeres, todos trabajadores de la tienda.
Hasta
las 2:00 p.m. se realiza una búsqueda para localizar a papá. Participan familiares,
amigos y compañeros del trabajo.
Después
de las 2:00 p.m. llega Tito, el chófer de la tienda, a mi casa. Nos avisa del hallazgo.
Al norte de la ciudad encontraron el cuerpo de papá. La hora oficial que dan
las autoridades: 11:30 a.m.
***
Cuando
recuerdo estas escenas me parece tener la misma edad, diez años.
La
mañana era linda. Mamá me pidió que la acompañara a buscar a papá, al menos eso
recuerdo. También me dijo que fuéramos a buscar a Luis, el amigo-compañero,
para preguntarle por mi padre. El cielo era azul, abierto. El clima, calientito.
Caminamos por una calle larga del centro. Era una subida, el sol nos pegaba del
lado derecho. Las fachadas de las casas estaban iluminadas por la luz de la
mañana. Llegamos a una casa antigua, alta, con el barandal de piedra. Subimos
varios escalones y ese Luis salió porque su madre le habló.
La conversación, las palabras exactas
se fueron lejos de mi memoria. Tampoco recuerdo la expresión de mamá. Ni cómo
fue el regreso a casa.
Había movilización de mucha gente. Mi
abuela Cande estaba con nosotros, de visita. Quizá algo de su interior le dijo
que debía venir a la casa y ver a papá. Después, ella se quedó unos días más, quizá
un mes. Luego nos fuimos a casa de mi tía Chuya, hermana de mamá. Nos quedamos
por un tiempo en el Chamizal; mamá nos contó que estuvimos ahí treinta días.
El día que murió papá, estuve en el
patio con mi abuela. Eran como las tres de la tarde. El techito nos tapaba del
sol, que todavía estaba muy alto. Ella sacó la ropa de papá de una bolsa de
papel café: una playera color caqui de rayas horizontales, de estambre
delgadito y cuello del que se dobla. Las manos de mi abuela lavaban la playera.
El lavadero blanco se llenaba de tierra, arena, piedras pequeñitas y sangre. Mi
abuela estaba en silencio. Yo la veía. Debieron rodar sus lágrimas por la
orilla de la nariz hasta llegar a la playera. Después tomó los anteojos
plateados de papá y los enjuagó despacio. El chorro de agua no era ruidoso, era
suave. Ella no me dijo que me fuera, al contrario, quería que le hiciera
compañía. Yo también quería quedarme.
Recuerdo que le dije clarito a mamá:
“No es cierto. Parece una mentira”. Ella me respondió: “No se puede creer”. Después
fui a la recámara de ellos. Tal vez buscaba a papá. Había unos periódicos
sobre la silla, los tomé y los vi. Eran los diarios vespertinos. Había una foto de él, estaba en el suelo; el rostro casi no se veía por el ángulo en que se colocó la cámara. Yo quería saber e indagaba en silencio. Luego me quitaron los
periódicos y los escondieron.
Más
tarde la casa se llenó de gente. Muchos vecinos y otras personas que no
conocía. Ni en la cochera se podía caminar. Entonces comencé a sentirme
molesta. Tomé una escoba y empecé a barrer la sala, en donde estaba el gentío.
Alguien, no recuerdo si fue mi tía Cacho o mi abuela, me la quitaron. Mi deseo
era que todos se fueran, que no hubiera nadie en mi casa. Que nos dejaran
solos.
A mí y a mi hermana nos llevaron a la
funeraria. Cacho me llevó de la mano. Mamá estaba cerca, sentada con otras
personas. A él lo vi en la caja, pero no se parecía. Abracé fuerte a mi tía y
lloré. “Mi papá”, grité llorando.
El panteón estaba frente a la colonia
donde vivíamos. No fui, no me llevaron. No supe por qué.
Días después había rezos en la sala
de la casa. También una cruz grande de cal en el piso, con una veladora en cada
extremo. A medida que pasaban los días se iba haciendo cada vez más pequeña, hasta
que la pusieron en una cajita de cartón. Luego la llevaron al panteón.
Pasadas las semanas había miedo en
casa. Mi abuela ya no estaba con nosotros, creo que regresó a su rancho. El tío
Chelino, el hermano menor de papá, dijo: “Yo traigo mi pistola para echármelos”.
Mamá respondió: “No. Eso déjaselo a Dios”. Había coraje y dolor en ellos y
lloraban. La luz que nos iluminaba era de las veladoras que estaban junto a su
foto, una luz amarilla que nos regocijaba. Mis tíos y tías estaban reunidos en
la sala con nosotros. Ellos platicaban
de lo ocurrido. De lo que hablaban con la policía. De lo que no se entendía, lo
que no decían.
“Esa
noche no podía dormir. Esperé a Quico hasta las tres de la mañana, mientras
hacía el arbolito con la chaquira. Por la ventana vi un carro estacionado en la
calle Roma, justo frente a la casa, y nunca apagó las luces. Pensé que me
vigilaban. Eso me puso muy nerviosa y me dio miedo. Me levanté, apagué el foco
y me fui a dormir”, contó mi mamá.
Alguien
agregó que "él estaba por llegar, cuando escuchó la voz de una mujer de adentro
de un carro, que lo llamó por su nombre. Fue cuando él hizo alto aquí, en la
esquina, para dar vuelta. Él la reconoció, era una de las cajeras. Esa mujer
estaba con tres hombres, esperándolo”.
Alguien
respondió: “Todo está muy raro. ¿Con los que se fue, qué sabían de lo que iba a
pasar?, ¿Por qué los llevó a Monterrey?, ¿por qué le insistieron?”.
“Ellos
dijeron que lo sonsacaron, que él no quería ir”, comentó otra persona.
“La
combinación se las dio equivocada porque no pudieron abrir la caja fuerte, sólo
se llevaron dos mil pesos de la caja chica”.
Creían
que papá se había llevado un millón y medio. Pero resultó que ese dinero estaba
en la caja fuerte que no pudieron abrir. Su muerte y eso nos daban mucho
coraje.
Después salimos en los periódicos.
Mamá, mis hermanos y yo. Ella se ve joven y bonita en la foto, pero su mirada es
algo rara, como si tuviera una cosa que no se quita con nada. Yo también tengo
esa mirada.
Al
año siguiente fuimos al circo de Cepillín. Un vendedor se acercó a ofrecernos un
llavero color verde, de esos que tenían un ojito donde te asomabas y se veía la
foto. Cuando mamá lo compró, reconoció al hombre, era uno de ellos. No recuerdo
que pasó después de ese momento, pero sí que nos llenamos de miedo. Andaban
sueltos. Luego los agarraron.
***
Voy
y vengo a través del tiempo. Acomodo cosas, busco y pregunto. Y vuelvo buscar y
a preguntar. En mi casa, los parientes me dicen: “Ya déjale así”. ¿Cómo? si no
puedo.
Hay cosas, las reales, como el dictamen
del forense. También hay historias, como la que escribí, donde las hormigas vieron
todo y me narran los hechos. Al final está el acontecimiento trágico, doloroso,
que fragmentó mi vida para siempre.
Existen
por ahí dichos que se cuelan con respecto a la muerte de mi padre. Los recuerdo
y me hierve la sangre. Por eso estoy enojada, encabritada. Desde entonces
pienso en ese gobierno y siento que me revienta las vísceras. Qué hizo mi
padre. Él era ordenado, metódico, trabajador, honesto, estricto, temible,
responsable, bromista. También era volado, así dicen en el rancho donde nació.
Es la fama de los Alvarado, que siempre andan diciendo “¡Vamos a ver a las
muchachas!”.
El
orgullo de ser su hija es lo que me sostiene. Sus cosas, su forma de ser, todo
lo tomé como tesoros. Con ellos me reconstruí para ser yo. Pero tenía que
encontrar algo: la base de diván, luego un diván y otro más.
Papá se fue cuando su carácter
comenzaba a enternecerse, cuando apenas empezábamos a convivir. Él me llevó las
primeras veces a la discoteca para comprar los vinilos de música disco: Savage
lover de The Ring y Fly Robin fly de Silver Convention. Luego
bailábamos en la sala. Aún recuerdo el aroma de su perfume cuando lo abrazaba,
también la camiseta blanca que tenía puesta.
La marca está siempre ahí, como si
todavía debiéramos algo. El tiempo no la puede borrar porque el origen quedó
sin revelar. El verdadero origen: lo que es y lo que no es. Eso lo supo la
última persona, quizá ya no está.
Sigo en la tarea de imaginar, de
sentir y acomodar lo que no se dijo. Los testigos son viles, anónimos y
cómplices. La mujer, “la halcón”, hace mucho que cumplió su condena de veinte
años. ¿Los otros? Las irregularidades son parte del sistema.
¿Qué
hay adentro de quienes ponen fin a la vida de una persona, y a la de su familia?
Debe haber un abismo, un corazón negro, podrido, con mirada de diablo. Un
infierno colmado de más infiernos.
Yo conozco el lugar donde ellas vieron
todo lo que pasó ese día de junio. El sitio donde se escuchó el estruendo que
sacudió a todo el hormiguero. Ellas, que primero se asustaron y corrieron
por todas partes, luego movieron sus patitas pequeñitas para ir con él. No lo
dejaron solo.
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