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Llueve alcohol sobre una ciudad desolada, por Francisco Robledo


Semanas atrás, los diarios advirtieron de las intenciones de un experimento que acabó con la mayoría en muy poco tiempo. Recuerdo que nadie hicimos caso y las consecuencias ahora son tan irremediables como desastrosas. Nos enfrentamos con la muerte de tantas personas. Más doloroso cuando, lleno de impotencia, ves a los tuyos morir.
Las cabezas de los periódicos, en una fecha no muy lejana a cuando empezó el fin del mundo, o lo que se conocía como mundo, dieron inicio al bombardeo de especulaciones conspiratorias. Por qué siempre son otros los que toman las decisiones que cambian o, como en este caso, destruyen lo que tanto tiempo le costó a la humanidad definir. Sí, también estuve cansado de la situación social, pero llegar a estos extremos… Lo imaginé en el surrealismo: aparece un sujeto en la calle con un revolver en cada mano, acatando el verdadero manifiesto surrealista. Los imbéciles no tienen el don de ver galopar un caballo alrededor de un jitomate, por eso un virus cobarde hizo de esto una guerra como todas, sucia por invisible, aunque más mortífera que en otras épocas. Antes, al menos una explosión hacía testigo a quienes, desde sus hogares a blanco y negro, presenciaban el hongo de carne elevarse hasta el cielo a través de los televisores. Vivir la muerte desde la pantalla nos hizo descreerla, ignorarla, pensar que sólo un vecino ebrio puede hacernos daño. Como en esas películas mexicanas de bajo presupuesto. Desde cualquier encuadre aparece un tipo con pinta de pobre detonando su pistola. Nunca se sabe por qué lo hacen, creo que es parte de su estilo estético. Sus rostros jamás muestran maldad, como si fueran actores o asesinos principiantes. Hubo más maldad en la mirada de la señora de la tienda cuando me hacía la cuenta y me faltaban cincuenta centavos para completarla.
Ya no existe quién justifique una verdad o, lo que es mejor, que luche por ella o por la igualdad. Todo eso quedó en el pasado. El tiempo de la humanidad ya no existe. Es como si me hubieran vaciado de sentimientos, de ideas. Extraño sentir la obligación de ser, y si soy, ni siquiera sé qué. No hay a quién demostrarlo, ya ni para uno es un triunfo, más que sobrevivencia. Si quiero llegar a viejo es sólo para morir. Ahora hay una sensación de mucho menos sentido existencial. Llegó el momento, tengo que decir que antes jamás había bebido y ahora no me puedo mantener sobrio. No esperaba conocer los límites filosos de unos dientes de cuchillo en un perro que ladra infierno. Eso es cuidarme de la soledad, que a veces es más inofensiva de lo que parecen sus dientes. Que maten lo que soy, no me importa. Ya no lo quiero dentro, viviendo en un espacio tan pequeño como mi cabeza, donde ni sentarse puede. De qué se tratará este tiempo, que ni se mide ni se baila. El festejo es un recuerdo de viejos brindis en botellas que sólo sirven si voy a bebérmelas de una sentada. Los envases vacíos son para explotarlos contra los científicos que ocasionaron esto, aunque nunca los he visto. No sé por qué hicieron esto. Estoy tranquilo porque en mucho tiempo no he escuchado, visto o interactuado con alguien.                                                                                                     
Creo en los errores científicos. Puede que esto se haya salido de control. No sé quién querría ser el dueño de tanta soledad. No hay poder de la tecnología sobre nuestros huesos, nuestra psique. Si la tierra sobrevive y los humanos volvemos a Confucio, a Spinoza, será gracias a este bate, hijo de la puta Lucy. Con él intentaré, mientras tenga ganas, llegar a la normalidad de un mundo habitable, aunque tengamos que reinventar las costumbres de la sociedad. Ya sé que a Lucy no la necesito para nada, no hay contra quién defenderse. En este apocalipsis instantáneo no hay zombis ni vampiros. Es más aburrido porque no creo que ni los dioses ni los superhéroes vendrán a derribar el mal con su magia miserable y de caricatura.                                                
Mi madre estaría orgullosa si supiera qué bien lo he hecho. Este gran hijo de perra con su perro mutante que, gracias también a los científicos, ahora es del tamaño de la casa. Es lindo y me da seguridad. Fue rápido, día con día crecía más hasta que ya no pudo entrar por la puerta de los lugares que habitamos en nuestro errar por un mundo en pedazos. En pedazos nunca estuvo la ciudad. Es un decir de la sensación que tanta soledad me produce en las casas y centros comerciales. No me tomó por sorpresa que eso le pasara a Jikuri, que ahora sólo puede entrar por la puerta de las iglesias.                
Una semana antes de la expansión del virus, los diarios comenzaron a alarmarnos. A cambio, consiguieron la apatía e indiferencia del auditorio, que pensaba que mentían una vez más, que hacían de algo pequeño una enorme bola de nieve. Nos pasó como a Pedro con el lobo. Al final, la avalancha creció y se tragó todo. Sé que empezó la noche del martes 44 de 1871, porque escuché un aleteo insectoide. Eran drones. No sé cuántos, tal vez cientos. Recuerdo que me asomé por la ventana. Vivía en una cuadra que era una loma inmensa. Seguro a nosotros nos cayó primero el virus. Los aparatos dejaron caer algo invisible que entró en el cuerpo de las personas. Juro que fue una muerte despiadada. Cada uno agonizó a su manera. Sufrían. Se lanzaron por las ventanas con gritos descabellados, incluso mi familia. Fue lo más doloroso que enfrenté. Corrí de una habitación a otra. Ellos tosían, se quejaban, pero ni uno podía decir palabra alguna. No emitían más que estúpidos ruidos. Yo los tuve que sobar, tranquilizarlos. Lloré y llevé agua a todos. También mis hermanos y mis padres tenían lágrimas en los ojos cuando los fueron cerrando. Hubiera sido mejor darles una muerte con arma, pero mi casa era pacifista y de clase baja. “Primero perro”, como decía mi madre al referirse al gobernador. Todos se quedaron en sus cuartos y fui por Jikuri al patio. Volví a mi cuarto con él. Rompí todo lo que había en la habitación, como un brasileño con bat entrando a una exposición de arte contemporáneo. Cada objeto era un home run en cachitos. Jikuri se asustó, pero no hubo problema. Debajo de la cama todos nos escondimos de niños por la violencia intrafamiliar. A través de la ventana vi a la gente huyendo, como queriéndose arrancar los ojos de la cara. Yo sólo experimenté una picazón en la garganta y escupí saliva negra. Desde entonces tengo la lengua de ese color y perdí la capacidad de conmoverme. Ver morir a los míos me volvió un hielo. Soy testigo del fin de la civilización. Ni en sueños hubiera llegado a tanto. A veces me gustaría encontrar un diario que me diga, aunque sea en mentiras, lo que ocurrirá mañana. Pero sin presidente, sin policía, esto no es más que un eterno domingo con resaca.              
Tomé el carro de papá. Subí víveres, trepé a Perro, que aún no estaba crecido, y pensé que esto ya estaba jodido y no podía quedarme. Podían venir a rematar. Pensé: estoy vivo por un error táctico. Puse el coche en marcha y Dios, si no se ha infectado o muerto, tiene que perdonarme porque en la huida aplasté a mi vecina. Me fui a la sierra, aunque no hay dónde ocultarse. En la calle todo era caos, sin tráfico. Todos estaban muriendo sin emitir palabra alguna. Ahora cierro los ojos y veo en tantos ojos, que ahora me miran, la calamidad que quisieron decir como última voluntad. Manejé a toda velocidad. Perro no dejaba de ladrar y le di una cachetada cuando me hartó su guau, guau, en la oreja. 
En el camino me encontré con dos personas que parecían los más aptos para sobrevivir a una catástrofe de este tipo. Will Smith en su papel de persona común y corriente.  Me hubiera gustado que estuviera caracterizado del Príncipe del rap. Lo subí. Más delante encontramos a un científico rebelde que nos ha inyectado un centenar de cosas que, dice, nos harán más fuertes. Aceptamos porque se ve buena persona. Smith no es un cobarde, como pensé que lo sería en la vida real, es un verdadero hombre de acción. El científico parece saber todo, más allá del virus que nos aterra y del que también fue cómplice y desertor. Obligado a colaborar en este cruel invento de dominio, lo hizo por temor a que su familia fuera lanzada a un pozo lleno de picos; al final sí la lanzaron. Yo me podría considerar un ignorante y existencialista, la tríada perfecta.              
Amo el color en las películas de Harmony Korine. Si esto fuera una de ellas, la nombraría El día del loco Dios, también en honor a la obra de teatro que se presentaba en el García Carrillo y que la mitificaron maldita porque siempre, al finalizar, un tipo, distinto lanzaba enormes cerillos al escenario. Con las cortinas consumidas por el fuego, toda la arquitectura era abrasada por las llamas demenciales de una risa siniestra entre el público huyendo. Ocurrió tantas veces que ya no reconstruyeron el teatro ni la obra volvió a montarse en un escenario.
Los cigarrillos y la poca comida que quedan son deliciosos, tanto como las pajas que sé que cada uno nos hemos hecho, más por miedo y soledad. Estamos en la sierra. Nos funciona de momento. Volvimos a ser hombres de las cavernas, pero después del aburrimiento y con los víveres agotados, salimos de nuevo. Perro, ya crecido, se introdujo a la sierra y ya no lo volvimos a ver. También nos tranquiliza, porque con el hambre pensamos que en cualquier momento iba a devorarnos. Nosotros matamos pájaros a pedradas y los hervimos con agua de río. La naturaleza es deliciosa cuando lo único que te puede dar es carne. De plantas sabemos poco y no hay mucho para comer. Aunque alucinaciones nunca faltaron y nos preguntamos a qué saben las piedras. Imagino un caldo de eso, y luego imagino a la sierra sin sierra porque nos la acabamos en una comilona de ensueño. No me gusta ser un imbécil, por eso digo que sí cuando el científico chiflado dice que nos debemos separar. Will está de acuerdo y yo volteo en todas direcciones buscando a mi perro. Salimos de la sierra. El carro está en el mismo sitio en que lo dejamos, pero cada uno toma el suyo. El robo ahora no existe. Cada uno toma su auto y continuamos por caminos distintos.
Alguien hizo limpieza masiva de cuerpos porque no hay ni uno. El ambiente tiene buen aspecto. Parece que pronto la arquitectura quedará sepultada por la naturaleza. Después de todo, quien hizo esto debe ser un ecológico. El cielo se ve como si lo hubieran trapeado con agua y con jabón. La hija de puta de Lucy vibra en el tablero. Las casas están solas. No hay personas por ninguna parte. Todo es como una película de Juan Orol, donde el único personaje que tiene la voz del momento no sabe ni quiere saber lo que está pasando. Quién rayos quiere sobrevivir a esto de ver morir a tu familia. Dentro de las probabilidades, me tocó ser quien pisa el acelerador, excitado con el saxofón ochentero de Men at work en Who can it be now? Pienso en mi exnovia, la mayor. Me siento con esa energía de quien no tiene hijos. La vida ha dejado de ser negativa energía cíclica alrededor de mí cuerpo, sale disparada con el fluir de la libertad de un pie que el acelerador del carro de mi padre. He visto tantos hermosos carros en el camino, lo único que obtengo de ellos es su combustible. El carro de papá es lo único que me queda para decir que tengo familia. Es feo, sí, pero es el carro de mi padre.
Sigo sin saber a dónde. Puedo quedarme en cualquier lado, salvo si puedo encontrar una mujer. ¿Habrá sobrevivido alguna? Mejor busco una estancia donde esperar la muerte a gusto. He viajado miles de kilómetros hasta llenarme el pelo de canas. He tenido un par de perros más, pero nunca como Jikuri. Nunca supe con exactitud lo que pasa con el curso de la humanidad. ¿Dónde se festeja? ¿Cómo se llaman los que ganaron con esta acción genocida? Tonta pandemia invisible, a veces extiendo la mano para ver si puedo palparla. A veces grito para ver si aparece el extraño ser que inculca paz y orden. Se siente como si Dios en verdad nunca hubiera existido. Tal vez esto sí es una visión de Juan Orol y me toca errar solo, esperando encontrar el árbol más hermoso del que mi cuello se pueda abrazar.
Puedo caminar, puedo acelerar el carro, puedo subirme a un monte y apreciar el paisaje más bello que un prado puede ofrecer. He viajado desde la punta de Argentina hasta la punta de Alaska. En tantos años de carretera nunca he visto a otro ser humano. Ahora, el carro de papá vive aparcado en una bella casa en Nicaragua. Estoy bien, pero llegará el día en que no, en que todo permeará en una botella, como película de Buñuel en México. Recuerdo los revólveres que siempre quisimos disparar de verdad en los videojuegos y aquí no hay a quién. Así mi juventud adulta todavía, pero hasta cuándo y cómo. Viejo estúpido, la vida me dejará como un tronco derribado. El momento de quedarme quieto para siempre llegará, antes de ello los achaques. La vida cobra su factura descomponiendo poco a poco el interior del cuerpo. Puedo entrenar. Sé que puedo prepararme para envejecer hasta los cien años, pero ya estoy aburrido. No es que reniegue de tan lindos árboles ni del cielo tan limpio, ni de esos animales extraños de los que ahora hay muchos gracias al exterminio de la humanidad. Una especie por otra. Este acto, más que vandálico o de poder, es activismo ecológico. Funcionó. Hoy, ante la belleza del fuego, la mejor dama que el presente me concede, decido colgarme. Veo su luz de maravilloso movimiento, cabello en galope, caricias sexuales. Ahora, como Benedetti, también doy gracias al fuego.

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