Semanas atrás, los diarios advirtieron de las
intenciones de un experimento que acabó con la mayoría en muy poco tiempo.
Recuerdo que nadie hicimos caso y las consecuencias ahora son tan irremediables
como desastrosas. Nos enfrentamos con la muerte de tantas personas. Más
doloroso cuando, lleno de impotencia, ves a los tuyos morir.
Las cabezas de los periódicos, en una fecha no muy
lejana a cuando empezó el fin del mundo, o lo que se conocía como mundo, dieron
inicio al bombardeo de especulaciones conspiratorias. Por qué siempre son otros
los que toman las decisiones que cambian o, como en este caso, destruyen lo que
tanto tiempo le costó a la humanidad definir. Sí, también estuve cansado de la
situación social, pero llegar a estos extremos… Lo imaginé en el surrealismo:
aparece un sujeto en la calle con un revolver en cada mano, acatando el
verdadero manifiesto surrealista. Los imbéciles no tienen el don de ver galopar
un caballo alrededor de un jitomate, por eso un virus cobarde hizo de esto una guerra
como todas, sucia por invisible, aunque más mortífera que en otras épocas. Antes,
al menos una explosión hacía testigo a quienes, desde sus hogares a blanco y
negro, presenciaban el hongo de carne elevarse hasta el cielo a través de los
televisores. Vivir la muerte desde la pantalla nos hizo descreerla, ignorarla,
pensar que sólo un vecino ebrio puede hacernos daño. Como en esas películas
mexicanas de bajo presupuesto. Desde cualquier encuadre aparece un tipo con pinta
de pobre detonando su pistola. Nunca se sabe por qué lo hacen, creo que es
parte de su estilo estético. Sus rostros jamás muestran maldad, como si fueran
actores o asesinos principiantes. Hubo más maldad en la mirada de la señora de
la tienda cuando me hacía la cuenta y me faltaban cincuenta centavos para
completarla.
Ya no existe quién justifique una verdad o, lo que es
mejor, que luche por ella o por la igualdad. Todo eso quedó en el pasado. El
tiempo de la humanidad ya no existe. Es como si me hubieran vaciado de
sentimientos, de ideas. Extraño sentir la obligación de ser, y si soy, ni
siquiera sé qué. No hay a quién demostrarlo, ya ni para uno es un triunfo, más
que sobrevivencia. Si quiero llegar a viejo es sólo para morir. Ahora hay una
sensación de mucho menos sentido existencial. Llegó el momento, tengo que decir
que antes jamás había bebido y ahora no me puedo mantener sobrio. No esperaba
conocer los límites filosos de unos dientes de cuchillo en un perro que ladra
infierno. Eso es cuidarme de la soledad, que a veces es más inofensiva de lo
que parecen sus dientes. Que maten lo que soy, no me importa. Ya no lo quiero dentro,
viviendo en un espacio tan pequeño como mi cabeza, donde ni sentarse puede. De
qué se tratará este tiempo, que ni se mide ni se baila. El festejo es un recuerdo
de viejos brindis en botellas que sólo sirven si voy a bebérmelas de una
sentada. Los envases vacíos son para explotarlos contra los científicos que
ocasionaron esto, aunque nunca los he visto. No sé por qué hicieron esto. Estoy
tranquilo porque en mucho tiempo no he escuchado, visto o interactuado con
alguien.
Creo
en los errores científicos. Puede que esto se haya salido de control. No sé
quién querría ser el dueño de tanta soledad. No hay poder de la tecnología
sobre nuestros huesos, nuestra psique. Si la tierra sobrevive y los humanos
volvemos a Confucio, a Spinoza, será gracias a este bate, hijo de la puta Lucy.
Con él intentaré, mientras tenga ganas, llegar a la normalidad de un mundo
habitable, aunque tengamos que reinventar las costumbres de la sociedad. Ya sé
que a Lucy no la necesito para nada, no hay contra quién defenderse. En este
apocalipsis instantáneo no hay zombis ni vampiros. Es más aburrido porque no
creo que ni los dioses ni los superhéroes vendrán a derribar el mal con su
magia miserable y de caricatura.
Mi
madre estaría orgullosa si supiera qué bien lo he hecho. Este gran hijo de
perra con su perro mutante que, gracias también a los científicos, ahora es del
tamaño de la casa. Es lindo y me da seguridad. Fue rápido, día con día crecía más
hasta que ya no pudo entrar por la puerta de los lugares que habitamos en
nuestro errar por un mundo en pedazos. En pedazos nunca estuvo la ciudad. Es un
decir de la sensación que tanta soledad me produce en las casas y centros
comerciales. No me tomó por sorpresa que eso le pasara a Jikuri, que ahora sólo
puede entrar por la puerta de las iglesias.
Una semana antes de la expansión del
virus, los diarios comenzaron a alarmarnos. A cambio, consiguieron la apatía e
indiferencia del auditorio, que pensaba que mentían una vez más, que hacían de
algo pequeño una enorme bola de nieve. Nos pasó como a Pedro con el lobo. Al
final, la avalancha creció y se tragó todo. Sé que empezó la noche del martes 44
de 1871, porque escuché un aleteo insectoide. Eran drones. No sé cuántos, tal
vez cientos. Recuerdo que me asomé por la ventana. Vivía en una cuadra que era
una loma inmensa. Seguro a nosotros nos cayó primero el virus. Los aparatos dejaron
caer algo invisible que entró en el cuerpo de las personas. Juro que fue una muerte
despiadada. Cada uno agonizó a su manera. Sufrían. Se lanzaron por las ventanas
con gritos descabellados, incluso mi familia. Fue lo más doloroso que enfrenté.
Corrí de una habitación a otra. Ellos tosían, se quejaban, pero ni uno podía
decir palabra alguna. No emitían más que estúpidos ruidos. Yo los tuve que
sobar, tranquilizarlos. Lloré y llevé agua a todos. También mis hermanos y mis padres
tenían lágrimas en los ojos cuando los fueron cerrando. Hubiera sido mejor darles
una muerte con arma, pero mi casa era pacifista y de clase baja. “Primero perro”,
como decía mi madre al referirse al gobernador. Todos se quedaron en sus
cuartos y fui por Jikuri al patio. Volví a mi cuarto con él. Rompí todo lo que
había en la habitación, como un brasileño con bat entrando a una exposición de
arte contemporáneo. Cada objeto era un home
run en cachitos. Jikuri se asustó, pero no hubo problema. Debajo de la cama
todos nos escondimos de niños por la violencia intrafamiliar. A través de la
ventana vi a la gente huyendo, como queriéndose arrancar los ojos de la cara. Yo
sólo experimenté una picazón en la garganta y escupí saliva negra. Desde
entonces tengo la lengua de ese color y perdí la capacidad de conmoverme. Ver morir
a los míos me volvió un hielo. Soy testigo del fin de la civilización. Ni en
sueños hubiera llegado a tanto. A veces me gustaría encontrar un diario que me
diga, aunque sea en mentiras, lo que ocurrirá mañana. Pero sin presidente, sin
policía, esto no es más que un eterno domingo con resaca.
Tomé el carro de papá. Subí víveres, trepé a Perro,
que aún no estaba crecido, y pensé que esto ya estaba jodido y no podía
quedarme. Podían venir a rematar. Pensé: estoy vivo por un error táctico. Puse
el coche en marcha y Dios, si no se ha infectado o muerto, tiene que perdonarme
porque en la huida aplasté a mi vecina. Me fui a la sierra, aunque no hay dónde
ocultarse. En la calle todo era caos, sin tráfico. Todos estaban muriendo sin
emitir palabra alguna. Ahora cierro los ojos y veo en tantos ojos, que ahora me
miran, la calamidad que quisieron decir como última voluntad. Manejé a toda
velocidad. Perro no dejaba de ladrar y le di una cachetada cuando me hartó su guau,
guau, en la oreja.
En el camino me encontré con dos personas que parecían
los más aptos para sobrevivir a una catástrofe de este tipo. Will Smith en su
papel de persona común y corriente. Me
hubiera gustado que estuviera caracterizado del Príncipe del rap. Lo subí. Más
delante encontramos a un científico rebelde que nos ha inyectado un centenar de
cosas que, dice, nos harán más fuertes. Aceptamos porque se ve buena persona.
Smith no es un cobarde, como pensé que lo sería en la vida real, es un
verdadero hombre de acción. El científico parece saber todo, más allá del virus
que nos aterra y del que también fue cómplice y desertor. Obligado a colaborar
en este cruel invento de dominio, lo hizo por temor a que su familia fuera
lanzada a un pozo lleno de picos; al final sí la lanzaron. Yo me podría
considerar un ignorante y existencialista, la tríada perfecta.
Amo
el color en las películas de Harmony Korine. Si esto fuera una de ellas, la
nombraría El día del loco Dios,
también en honor a la obra de teatro que se presentaba en el García Carrillo y
que la mitificaron maldita porque siempre, al finalizar, un tipo, distinto lanzaba
enormes cerillos al escenario. Con las cortinas consumidas por el fuego, toda
la arquitectura era abrasada por las llamas demenciales de una risa siniestra
entre el público huyendo. Ocurrió tantas veces que ya no reconstruyeron el
teatro ni la obra volvió a montarse en un escenario.
Los cigarrillos y la poca comida que quedan son
deliciosos, tanto como las pajas que sé que cada uno nos hemos hecho, más por
miedo y soledad. Estamos en la sierra. Nos funciona de momento. Volvimos a ser
hombres de las cavernas, pero después del aburrimiento y con los víveres
agotados, salimos de nuevo. Perro, ya crecido, se introdujo a la sierra y ya no
lo volvimos a ver. También nos tranquiliza, porque con el hambre pensamos que en
cualquier momento iba a devorarnos. Nosotros matamos pájaros a pedradas y los hervimos
con agua de río. La naturaleza es deliciosa cuando lo único que te puede dar es
carne. De plantas sabemos poco y no hay mucho para comer. Aunque alucinaciones
nunca faltaron y nos preguntamos a qué saben las piedras. Imagino un caldo de
eso, y luego imagino a la sierra sin sierra porque nos la acabamos en una
comilona de ensueño. No me gusta ser un imbécil, por eso digo que sí cuando el
científico chiflado dice que nos debemos separar. Will está de acuerdo y yo volteo
en todas direcciones buscando a mi perro. Salimos de la sierra. El carro está
en el mismo sitio en que lo dejamos, pero cada uno toma el suyo. El robo ahora
no existe. Cada uno toma su auto y continuamos por caminos distintos.
Alguien hizo limpieza masiva de
cuerpos porque no hay ni uno. El ambiente tiene buen aspecto. Parece que pronto
la arquitectura quedará sepultada por la naturaleza. Después de todo, quien
hizo esto debe ser un ecológico. El cielo se ve como si lo hubieran trapeado
con agua y con jabón. La hija de puta de Lucy vibra en el tablero. Las casas
están solas. No hay personas por ninguna parte. Todo es como una película de
Juan Orol, donde el único personaje que tiene la voz del momento no sabe ni
quiere saber lo que está pasando. Quién rayos quiere sobrevivir a esto de ver
morir a tu familia. Dentro de las probabilidades, me tocó ser quien pisa el
acelerador, excitado con el saxofón ochentero de Men at work en
Who can it be now? Pienso en mi exnovia, la mayor. Me siento con esa
energía de quien no tiene hijos. La vida ha dejado de ser negativa energía
cíclica alrededor de mí cuerpo, sale disparada con el fluir de la libertad de
un pie que el acelerador del carro de mi padre. He visto tantos hermosos carros
en el camino, lo único que obtengo de ellos es su combustible. El carro de papá
es lo único que me queda para decir que tengo familia. Es feo, sí, pero es el
carro de mi padre.
Sigo sin saber a dónde. Puedo quedarme en cualquier
lado, salvo si puedo encontrar una mujer. ¿Habrá sobrevivido alguna? Mejor busco
una estancia donde esperar la muerte a gusto. He viajado miles de kilómetros
hasta llenarme el pelo de canas. He tenido un par de perros más, pero nunca
como Jikuri. Nunca supe con exactitud lo que pasa con el curso de la humanidad.
¿Dónde se festeja? ¿Cómo se llaman los que ganaron con esta acción genocida?
Tonta pandemia invisible, a veces extiendo la mano para ver si puedo palparla.
A veces grito para ver si aparece el extraño ser que inculca paz y orden. Se
siente como si Dios en verdad nunca hubiera existido. Tal vez esto sí es una
visión de Juan Orol y me toca errar solo, esperando encontrar el árbol más hermoso
del que mi cuello se pueda abrazar.
Puedo caminar, puedo acelerar el carro, puedo subirme
a un monte y apreciar el paisaje más bello que un prado puede ofrecer. He
viajado desde la punta de Argentina hasta la punta de Alaska. En tantos años de
carretera nunca he visto a otro ser humano. Ahora, el carro de papá vive
aparcado en una bella casa en Nicaragua. Estoy bien, pero llegará el día en que
no, en que todo permeará en una botella, como película de Buñuel en México. Recuerdo
los revólveres que siempre quisimos disparar de verdad en los videojuegos y
aquí no hay a quién. Así mi juventud adulta todavía, pero hasta cuándo y cómo.
Viejo estúpido, la vida me dejará como un tronco derribado. El momento de
quedarme quieto para siempre llegará, antes de ello los achaques. La vida cobra
su factura descomponiendo poco a poco el interior del cuerpo. Puedo entrenar.
Sé que puedo prepararme para envejecer hasta los cien años, pero ya estoy
aburrido. No es que reniegue de tan lindos árboles ni del cielo tan limpio, ni
de esos animales extraños de los que ahora hay muchos gracias al exterminio de
la humanidad. Una especie por otra. Este acto, más que vandálico o de poder, es
activismo ecológico. Funcionó. Hoy, ante la belleza del fuego, la mejor dama
que el presente me concede, decido colgarme. Veo su luz de maravilloso
movimiento, cabello en galope, caricias sexuales. Ahora, como Benedetti,
también doy gracias al fuego.
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