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No voy a dejar que me lance por la ventana, por Francisco Robledo


Me gusta ser pesimista y pienso que jamás te volveré a ver. El fin del mundo se interpone entre nosotros. Desde esta ventana apenas puedo imaginar lo que hay afuera, lo que se alcanza a vislumbrar es un nefasto color de atmósfera como en un libro de Ballard ¿Y quién es ese y por qué tengo su nombre en mi imaginación? Letras de neón en un anuncio que se levanta en medio de la carretera.
Me harto de pensar en las cosas que no ocurren, y que pasarán, si no salgo de esta casa que se encoge. De los cinco que había, ahora sólo queda un cuarto, donde miro fijo las esculturas que hago con tus libros. Esta casa muda es el reino del silencio. Muda desde que un día en la mañana, antes de irte al trabajo, te despediste de mí con tus labios néctar de los dioses que ahora busco por toda la casa, pero desaparecieron. La puerta quedó sellada. Imagino que por fuera es una boca tapada con un trapo, secuestrada se muere de asfixia conmigo dentro. Claro que mis puños humanoides no pueden romper estas paredes mágicas y sólo me quedó una ventana desde la que estoy gritando.
Cuando te fuiste la puerta se cerró por última vez, a este y al otro mundo. Yo me quedé por ser mi descanso de la jornada. Ni siquiera tengo energía para pensar en lo que sería de mí si no estuviera dentro de esta especie de libro. Abres una página y un sol te quema, das la vuelta y el león te está gruñendo, una vuelta más y cuidado, te puedes ahogar, y hay de ti si te toca la página del pozo. Ese día apagué el celular para no recibir alguna llamada que me fuera a pedir trabajo, y ya no lo volví a prender desde entonces, tampoco la televisión. Los putos relojes, todos, se fueron deteniendo en diferente hora y día.
Llamaste a este lugar “la casa de los relojes”, era una broma por mi obsesión por ellos. Hasta me decías que yo era el padre de Fadanelli en Educar a los topos. No lo leí. Siento que nunca sabré lo que me quisiste decir porque aquí ya ningún libro se puede abrir, están tiesos, como ladrillos que con el tiempo he ido apilando de distinta forma, haciendo esculturas con ellos por puro entretenimiento. Pensé que, si los dejaba caer afuera, lograría hacer una escalera hasta la ventana con toda tu biblioteca. Mantengo la esperanza de que algún día todo esto vuelva a ser como antes, que despertaré y escucharé tu llegada. No sentirte me vuelve el loco que saltará al vacío.         
Esto es como esos sueños en los que en algún momento tomas conciencia y se vuelven lúcidos. Debo aprender a volverme consiente de ellos para poderlos manipular. Hay sueños que nos engañan, nos agotan y consumen nuestra energía si nos dejamos llevar por las emociones que nos producen.
 Igual y no importa, la única sensación que tengo últimamente es la de estar soñando. La normalidad se transforma, como las pesadillas que tenía con regularidad cuando era niño. Muros gigantes donde la sombra de Reptar, el dinosaurio de caricatura, se plasma para asustarme y hacerme correr entre el caos de gente alborotada que no me deja pasar. El suelo de la casa se convierte en una ola, que derriba todos los muebles. Angustia tras angustia, luego aparecían mis padres muertos y yo me obligaba a despertar, como si mis ojos fueran alcantarillas que los vagabundos destapan. Ya es de día, tengo los ojos abiertos y el corazón agitado, me voy tranquilizando porque mis padres en su recamara tienen el sueño, quiero pensar que del paraíso.                         Esta pesadilla es una casa oscura que se empieza a encoger, elástica, y también me la quiero quitar de encima. Es como si una cobija negra me quisiera atrapar. No hay por donde salir. La ventana no cuenta, juro que el precipicio que hay bajo no tiene fondo. He ido aventando los muebles en la depuración de mis ansias, a ver si encuentro la puerta. No quiero que ésta no se esconda debajo de algún mueble no removido. Los objetos, al caer por la venta, nunca han hecho ruido. A veces me conformo con gritar para ver si alguien me escucha, pero lo único que suena es del laúd de mi voz fastidiada, asustada, como si me estuviera pidiendo ayuda a mí mismo desde una lejanía que la bruma oculta.
Sólo tus preciados libros son los que habitan la casa. Espero que cuando vuelvas puedan volver a abrirse. ¿Comida, sueño?, ¿qué puede sentir un corazón que no se agita?
***
Aquí mis ideas, mis pedos se quieren materializar en situaciones maliciosas. Me arranco los cabellos, sumo e inflo la panza. Yo también soy un mueble que ve al humano escandalizarse porque me muevo de un lado para otro, en vez de quedarme quieto en el lugar en que me dejaron. Como si ser un quieto inodoro al que cagan y mean en la boca todo el tiempo fuera algo divertido. Luego vienen sus gritos, arrancarse los cabellos de la cabeza, el acto desquiciado de treparse en la fotografía de Francisco Toledo, de sentarse en el marco de la ventana.
En su espalda destellan a contraluz sus alas rotas. Nunca aprendió a volar y la ansiedad ha hecho que él mismo se mutile, se despluma. Se acobarda antes de lanzarse, todos los días que lo ha intentado. Es raro verle dormir por culpa de las supersticiones que lo han obligado a ir desnudo por toda la casa. Furioso porque no puede trepar las paredes y caminar en el techo. Desde que la mujer se fue de casa no lo he visto dormir. Creo que una vez se quedó dormido después de llorar hasta que la cabeza y los ojos le explotaron encima de mí. Apenas y me di cuenta porque soy de sueño pesado.
A veces me despierta cagando pedos porque aquí no se come nada. El día es una superstición, como siempre, carente de buen humor. Me llama duende, nos confunde con un vulgar fantasma. No sé con exactitud cuál idioma habla cuando me llena de saliva la cara, y él se pone rojo con las venas saltadas en el cuello. Lo escucho y, cuando termina, me muevo a donde pueda, la casa es enorme y éste siempre me tiene que estar siguiendo. Lo tengo decidido, no voy a dejar que me lance por la ventana.

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