Me colé a la habitación de
mi abuelo en una maleta de ruedas. En la oscuridad del trayecto recordé las visitas
que nos hacía a mamá y a mí, que casi siempre estábamos solos. No fingíamos
sorpresa cuando debajo del sombrero, de la manga de su abrigo o tras su
espalda, sacaba unos ChocoRoles, un Gansito o alguna golosina. Ya quería salir
y devolverle el gusto.
Cuando
mamá abrió la maleta y salté afuera, vi que lo que había sido el dandi
ranchero, alto y con porte recto de montar caballo, ahora era una momia de
cartón conectada a una cabecera de armatostes clínicos. Ojos cielo claro en
coágulos de vidrio astillado.
Él
dijo: “enderécenme para ver al amigo”. No se refería a mí. El abuelo observó un
punto sobre mi cabeza, en la esquina entre techo y pared. Tendió la mano,
balbuceó y entró en coma. El peso de mi mamá sobre mis hombros me comprimió a
posición fetal de nuevo. Las enfermeras entraron al escuchar las alarmas de los
aparatos y los gritos que pegaba mamá. El siseo del cierre volvió oscuro el interior
de la maleta. Sacaron a mamá a empujones, conmigo rodando.
No
recuerdo los rostros de las personas que estaban alrededor, aunque llamarlos
bultos hace una imagen vaga. Digamos que estaba rodeado de costales. Costales
fofos de órganos enfermos, arrecholados en filas y filas de bancas azules:
Hospital ISSSTE.
Con
mi abuelo internado, aquellas vacaciones estuvieron llenas del típico aire a
penicilina. Iba cada rato a una máquina de Coca colas a checar si alguien había
olvidado alguna lata. Nunca sucedía. Acodado en una banca con las rodillas al
suelo, dejaba caer mis carritos desde el respaldo como rampa. Los soles de
aquel verano a los nueve años, rodeado de enfermos y viejitos, y por desgracia sin
ningún accidentado, se estampaban en el cielo. Para convencerme de que se
movían, colocaba una colilla al lado de un poste y la iba alejando conforme la
sombra se le acercara. Juego de aburrimiento que me daba tiempo para volver a
mis asiento-rampas, a recorrer las salas repletas de enfermos-banca e ir a la
máquina expendedora siempre vacía para regresar a mover la colilla antes de que
se la comiera la sombra.
Se
iba otra tarde de pesado sol idiotizante cuando pasé frente a la máquina de
Coca colas y una tensión eléctrica nos conectó: sentí que me veía. Caminé con
decisión hacia ella, casi marchando. Metí la mano. Sentí, con temor y
misteriosa alegría, el sudor del aluminio frío. Nadie alrededor.
Me
recuerdo disfrutando la efervescencia dulce del jarabe de maíz que hace botar lágrimas
por el rabillo del ojo, moviendo los pies al aire en la banca azul, cuando mamá
salió del área de camas. Por reflejo, escondí el refresco atrás de mí. Vino
despacio. No quería llegar. Se detuvo junto a mí y no se sentó. Dijo quedito y de
soslayo: “se nos acaba de morir tu abuelo, hijo”. Supe al instante quién me
había dejado la Coca, que mamá tiró por accidente, al abrazarme bien fuerte.
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