Ir al contenido principal

Quiero ser el murmullo de alguna ciudad que no sepa quién soy, por Nadia Salas


1
Cuando era una niña mis padres me compraron un comedor infantil. Una mesita color blanco. Cuatro sillas forradas con una tela plástica estampada con figuras de circo. Debieron haberlo comprado cuando yo tendría tres o cuatro años. No recuerdo haber jugado nunca con él. Mi memoria sólo es capaz de retroceder hasta los cinco. Mi papá ha reparado las sillas incansablemente. Dos de ellas no tienen los asientos originales, en su lugar tienen retazos de madera, pero la base de acero inoxidable es la misma. Han permanecido en mi casa a través de los años. Casi los mismos que el matrimonio de mis padres.

2
Es como si yo hubiera brotado de la tierra.

3
Desconozco mi historia. No la historia de mi nacimiento, que es hasta un poco trágica: niña prematura, bajo peso, incubadora. Pero no conozco la historia de mis padres. Sé que se conocieron en el restaurante del hotel La Torre. Ella cajera y él mesero. Se casaron un año después. No sé nada más. Llevo veinte años intentando descifrar por qué se casaron. Soy hija de dos personas que no se reconocen.

4
De saberlo, ¿mi madre se hubiera casado con el hombre hermético de mala dentadura que sólo habla a través del alcohol?

5
Tenemos un comedor para ocho comensales que se ha usado en menos de seis ocasiones. Cumpleaños de mamá. Primera comunión. Otro cumpleaños. Lo atribuyo a la cultura mexicana: parece indispensable para la clase media tener en casa un comedor de poca utilidad para ocasiones especiales. Mis padres adquirieron uno cuando eran recién casados. Ni mi papá ni mamá tienen amigos y, a pesar de que ambos cuentan con una familia numerosa, casi nunca recibimos visitas. No hay testigos. No existen huellas ni vestigios de mi historia genética.

6
De saberlo, ¿mi padre se habría casado con la fanática religiosa que utiliza la palabra de Dios para herir al prójimo?

7
Ordené mi álbum familiar cronológicamente. Foto de mamá soltera haciendo ejercicio en sudadera y pants. Sé que jugaba futbol. Foto de papá soltero sosteniendo un diploma junto al menor de sus hermanos. Sé que no terminó sus estudios. Fotografías de la boda. Mamá con un ridículo sombrero. Él sonríe en todas las imágenes luciendo su puente de oro. Ella casi nunca lo hace. Mi primera foto se tomó en la recámara que mis padres ocuparon en casa de los abuelos paternos. Mamá viste un traje color azul marino y me sostiene en sus brazos mientras está sentada en la cama. Sonríe.

8
Es como si la historia de mis padres se hubiera escrito a partir de mi nacimiento. Antes de mí: la Pangea. Después de mí: la creación.

9
La historia de mis padres es mi propia historia. Mi madre me contó sobre mi nacimiento cuando encontré las pulseras que nos colocaron después del parto:
Timotea Valerio
3276591618
Femenino    17:45
12-XII- 86   2,100 gr

10
Me mantuvieron en incubadora debido a mi bajo peso. A mi madre la dieron de alta. Desde el restaurante, mi padre solía llamar por teléfono al hospital todas las noches antes de regresar a casa. Lo siguiente mamá lo describe así: una noche papá regresó sin apetito, sin hablar. Llegó directo a la cama, pero no pudo dormir. Tampoco la dejó dormir a ella. Finalmente, mamá preguntó qué ocurría. Él respondió que, al llamar al hospital, le dijeron que la señora Timotea Valerio había sido dada de alta esa misma tarde al igual que su bebé. Mi madre se levantó en ese mismo instante y, luego de reclamarle a mi padre por su ineptitud, llegaron al hospital. Aún me encontraba en la incubadora. Les informaron que, el día anterior, otra paciente de nombre Timotea Valerio había dado a luz a un niño.

11
De saberlo, ¿mis padres hubieran engendrado a la hija egoísta que les succiona la sangre como una garrapata hambrienta?

Comentarios

Entradas más populares de este blog

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici

Secuencia de un instante, por Daniela Méndez Vega

Desde mi cama, veo por la ventana un globo que escapa, es de un color difuso. Mis venas están hinchadas, huele a orines. A mi vecina de cuarto le hacen diálisis, sus hijos tragan lágrimas y respiran apretado. El sabor de la gelatina no me quita lo amargo de la lengua.  Retrocedo a un tiempo de imágenes indefinidas, a un invierno de sonidos pretéritos, que regresan como fragmentos y vuelven a ser los mismos. Todo empieza, desenredo mi memoria. Tenía 15 años cuando me acostumbré a la violencia, a los silencios y palabras hirientes. Conocí a Raúl en un mercado. Él vendía fruta en temporada de posadas, acababa de cumplir 20 años. Su mirada era melancólica, tenía chatos los dedos de las manos, se mordía las uñas. Guardaba rencor a su infancia, su padre lo golpeaba con una pala y lo corría de su casa. Raúl hacía promesas de días prósperos y caminos tranquilos, pero acostumbraba quemar mi cuerpo con cigarros, rompía mis cosas, me gritaba, me pedía perdón y me contaba historias v

Las películas extranjeras, por Raúl Lemuz

Dentro del tanque del excusado guardo una pistola nueve milímetros. Pagué dos mil pesos y un juego de sillones semi nuevos por ella. Mi dealer de planta me aseguró que funcionaba a la perfección: Ya está calada, tiene dos muertos encima. Supuse que no debía probarla, dos muertos encima me parecieron suficientes para no dudar de su letalidad.  La idea de guardar ahí la Nueve Eme, como yo la llamo, la tomé de una película extranjera de los años ochenta. No recuerdo si es italiana o francesa, pero es rara como todas las que se producen en el viejo continente. En el filme un hombre calvo y con bigote esconde de su esposa una revista pornográfica cubierta por una bolsa de plástico. Un día su hijo, un adolescente, encuentra por error la revista y queda maravillado por las imágenes. Después de aquel descubrimiento, el hijo no puede parar de entrar al baño, echar una mirada a las revistas y tirarse una paja. El desenlace de la película es fatal. El adolescente está enganchado a la revista ig