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KYOURINRIN, Por Carlos Mata


Todo comenzó poco después de que María, mi hija menor, se casó y se mudó a una nueva dirección con su marido. Mi casa, de dos plantas y tres recámaras, quedó vacía. O casi, salvó por Lety, que viene dos veces por semana a ayudarme con el aseo. Al principio creí que era Lety quien cambiaba las cosas de lugar. A pesar de que hacía la limpieza en toda la casa, las cosas en mi habitación permanecían en sus sitios, pero otras como las llaves de la entrada, el directorio telefónico o la mayonesa, con frecuencia aparecían fuera de su lugar habitual. Después de encontrar las llaves en el cenicero y la mayonesa en el cubículo de las verduras, me animé a preguntarle si por alguna razón las había movido a su nuevo sitio. Ella lo negó y, por el tiempo que llevábamos de conocernos, le creí.
Pasaron semanas y la situación se repetía. Lo que más me irritaba era cuando el control de la televisión no estaba en el reposabrazos del sillón, o que la toalla de baño estuviera sobre la taza y no en el portatoallas. Lo que me hizo perder la cabeza fue cuando todas las cucharas pasaron al cajón de los tenedores y los tenedores al de las cucharas. Las cosas llevaban una vida entera en su lugar y, de pronto, te las cambiaban. Le pedí a Lety que no viniera durante el próximo mes. Le conté que María acababa de tener a su bebé y que necesitaban algo de ayuda extra en su casa, por lo que pasaría un tiempo con ella y su marido. Ya le avisaría cuando necesitara de nuevo su ayuda. Ella me pidió que felicitara a María y que también nos sintiéramos en confianza en caso de que algo se nos ofreciera. Le dije que lo tendríamos en mente, pero le había mentido. Sí, María acababa de dar a luz, pero pasaría las semanas del puerperio con sus suegros en casa, así que no necesitaban ayuda. Lo único que quería era confirmar o descartar mis sospechas sobre el desorden de Lety.
Durante un par de días las cosas transcurrieron con normalidad. Las llaves estaban en su sitio y la toalla en el gancho de la pared. Lo primero que noté que estaba fuera de su lugar, otra vez, fue el control de la televisión. A diferencia de las ocasiones anteriores, cuando aparecía sobre el propio televisor, ahora estaba en la mesa junto a la ventana de la sala. Era imposible que llegara solo hasta ahí, ya que el sillón está lejos de la ventana. Traté de serenarme y quise pensar que, en un descuido, lo había dejado ahí después de asomarme hacia la calle.
Lo siguiente fue el jamón. Un día desperté y noté un olor desagradable al acercarme a la cocina. Encontré un paquete casi entero de jamón fuera del refrigerador que, producto de una madrugada de junio calurosa, se había echado a perder y emitía un olor agrio. Todas las noches, mientras veo televisión, ceno un sándwich. Después de prepararlo y antes de regresar al sillón, guardo los ingredientes, por lo que estaba seguro de haberlos regresado al refrigerador la noche anterior. No hubo más remedio que deshacerme del paquete casi nuevo.
Pronto hubo cosas que empezaron a desaparecer: cubiertos, las barras de jabón, calcetines. Llegué a pensar que alguien entraba a mi casa para robar, pero al ser cosas de poco valor, supuse que, quien fuera, sólo estaba molestándome.
Una noche, en vez de ver televisión, me dispuse a hacer una minuciosa revisión de la casa. Tomé las llaves del cenicero y cerré todas las puertas por dentro. Caminé con un cuchillo en la mano y revisé cada espacio: cuartos, clósets, incluso alacenas. No encontré nada o nadie. Eso me tranquilizó un poco y pude dormir sin preocupación.
A la mañana siguiente la situación cruzó una línea, la de mi habitación. Mis pantuflas estaban colocadas del lado contrario de la cama. No soy creyente de lo paranormal, pero en ese momento llegué a pensar que una presencia fantasmal era lo que causaba esos eventos. Investigué y vi de todo, desde duendes hasta una leyenda japonesa que dice que los objetos pueden volver a la vida después de cumplir ciertos años y que llaman Tsukumogami. Todo me parecía absurdo, así que decidí dejar de buscar una explicación fuera de la lógica y traté de controlar la situación.
Pasaron los días y me acostumbré a encontrar todo fuera de su lugar. Si las llaves no estaban en el llavero de la entrada podían estar en el refrigerador, el control de la televisión igual podía estar en el sillón que en el baño. Al poco tiempo dejó de parecerme molesto e incluso lo encontré divertido, como si fuera un juego de escondidas. Aunque hubo veces que algunas cosas desaparecieron sin dejar rastro. Lo que más eché de menos fueron mis pantuflas.
Nada fue tan preocupante hasta tiempo después. Una tarde, mientras veía televisión, comencé a percibir un olor a quemado. Fui hasta la cocina y una cacerola con lo que debió ser pasta, humeaba. Yo no recordaba haberla puesto en la lumbre, pero inmediatamente la puse bajo el chorro de agua del fregadero. Me preocupé y traté de llamar a mi hija, pero no encontré su número de teléfono. Sentí pánico y caminé hacia la puerta, pero en vez de salir a la calle, entré a la lavandería. Parecía como si mi propia casa se estuviera volviendo en contra mía. Abrí todas las puertas hasta que encontré la que daba hacia el exterior. Mi hija vivía a poco menos de una hora a pie, por lo que pensé que una caminata me haría bien.
A los pocos minutos el vecindario se tornó extraño. Había construcciones donde antes no los había, las casas habitadas ahora estaban vacías, un hombre al que nunca había visto me saludo por mi nombre. Todo a mi alrededor comenzó a dar vueltas, por lo que tuve que sostenerme de la pared. No estaba en condiciones de caminar, por lo que decidí volver a casa y tratar de llamar de nuevo a mi hija. Di media vuelta y regresé sobre mis pasos. No solo las casas habían cambiado, también las calles lo hicieron. Eran más largas y había nuevos cruces, los nombres parecían los mismos, pero no su orientación. Di vueltas casi durante dos horas, pero no encontré mi casa.
No sabía lo que pasaba, sentí una opresión en el pecho, como si quisiera gritar. Me recargué en la pared y comencé a llorar. Escondí la cara entre mis manos para tratar de ahogar los gritos, pero no funcionó. Un momento después, el hombre que más temprano me había saludado se acercó y me ayudó a enderezarme. Hizo lo posible por tranquilizarme y me acompañó hasta mi casa. No estaba muy lejos, debí haberme confundido en alguna esquina y por eso me perdí.
Entramos y me dijo que tomara asiento en lo que él me ayudaba a contactar a María. Esta vez las cosas parecían estar en su sitio. El hombre entró a la cocina, anduvo husmeando un poco y luego comenzó a hablar por celular. Saludó a María y dijo que otra vez me había encontrado en la calle y que de nuevo había quemado algo de comida. Le dijo que estaba bien y que se quedaría conmigo hasta que ella llegara. Por último, antes de colgar, le recomendó algo de un doctor.  
Cuando María llegó noté la preocupación en su rostro. Me preguntó si me había pasado algo malo y le respondí que no. Le conté lo que ocurría, que desde hace algunas semanas sucedían cosas extrañas en la casa, le hablé incluso de los objetos que cobran vida después de ciertos años y los duendes. Ella me miró con compasión y me dijo que ahora que estaba conmigo, todo estaría bien.
El doctor con el que me llevó al día siguiente me recomendó escribir un diario y leerlo con frecuencia. Eso ayudaría a fortalecer mi memoria y a fijar mis recuerdos. Me ha ayudado un poco, ya no me pierdo cuando salgo ni dejo comida calentándose en la estufa hasta que solo queda carbón. Lo difícil viene a la hora de escribir. El diario parece ser la única cosa que continúa con vida propia y a la que tengo que perseguir por toda la casa. Por ello, más por cariño que por creencia, decidí llamarlo como al Tsukumogami del papel: Kyourinrin.

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