En
un fondo de estudio fotográfico, apegado al suelo y la pared, se ve en los pliegues,
una foto de álbum familiar en escala de grises.
Atrás, de pie, mientras ambas manos se encuentran en
los hombros, con una leve pulsión de fuerza, sujetando al otro sobre la banca,
Masahisa Fukase, en sus cuarenta, luciendo la musculatura de pectorales y sus
brazos protectores. El cuerpo que está enfrente, sentado en una banca, tiene
las costillas visiblemente expuestas, aunque los pantalones están tan arriba
que cubren el ombligo y parte del abdomen. La intención, al parecer, era
ocultar fútilmente el paso del tiempo. Los
brazos delgados, las pupilas temblorosas, negruzcas, perdidas, y los pocos cabellos
que le dan algo de dignidad a su vejez, revueltos, curiosamente oscuros (el
hijo, tiene ambas patillas decididamente blancas). Los brazos del padre
apoyados sobre sus rodillas, no como un descanso, si no para mantener la
postura.
Siempre vuelvo a esta foto. Es imposible, creo,
desligarla de su contexto de producción. Masahisa heredó de sus padres el
estudio fotográfico. Su madre resultó con múltiples complicaciones pulmonares,
producto del uso de químicos en la habitación destinada al cuarto oscuro. En la
obra de Fukase, el álbum familiar tiene un especial apartado. Cuando su musa, la
esposa, lo abandonó (no era difícil de imaginar, no le gustaban las fotos y
tuvo que ser el eje de gran parte de su
obra), dejó un vacío en el costado izquierdo de las fotos familiares donde
siempre estaba desnuda o semidesnuda, con los cabellos alborotados y la mirada
cargada de hostilidad, como en una actuación de butoh, mientras todos, sobrinos, hermanos, esposas, posaban con
absoluta normalidad; incluso, donde ella era la única persona mirando al lente,
mientras todos daban la espalda. En esa misma serie de fotos, Masahisa llegó a
contratar mujeres que suplieran a su esposa, más risueñas, incluso, solo hay un
par en las que comparte con su padre.
En algún punto el padre se volvió el lugar donde
depositaba sus aspiraciones artísticas. Vaya a saber uno por qué, pero en esa
foto en particular, una de las pocas donde comparten, solo aparecen ellos dos.
No incluye más familiares: hermanos, madre o la actriz de turno. Parece
decidido a que el contraste entre los cuerpos sea el centro donde descanse el
ojo. Pero de ser así, hubiese habido niños, los mismos sobrinos que aparecen
estornudando en otras imágenes. Parece que no, que la razón es más oscura y tiene que ver con una
competencia de virilidad, un cambio de roles. La sonrisa de Fukase no es la de
una foto de álbum. Ni siquiera está mirando de frente, hacia la cámara. La
incomodidad de la postura, como si estuviese tensando de manera sutil sus
músculos. El padre no parece sospechar.
No sé si fue llamado de forma indirecta por esa foto
de Fukase, pero cuando mi papá cayó enfermo por Covid-19, cuando los cambios en
su cuerpo se hicieron patentes, la irrefrenable pérdida de peso, el rostro
calado, incluso una barba alborotada que toda su vida mantuvo a raya, tuve la
necesidad de fotografiarlo.
Quizá tiene que ver con algo oscuro, en cuanto fotografiar al padre, retratar aquello que no se ve mirando a los ojos. Aquello que se ha vuelto visible sólo gracias a las sesiones. Esa mudez que, incluso con una pandemia zapateando sobre su pecho, no pudo abandonar. No fue capaz de decir estoy mal, no me siento bien. Pero no por una imposibilidad física. Incluso ahora, mirando atrás, duda de la posibilidad de haber sufrido la enfermedad. Incluso habiéndolo bañado, incluso habiendo llorado mientras tallábamos su cuerpo sorpresivamente escuálido, tembloroso. Esa mudez que su cuerpo, por suerte, pudo replicar.
Álvaro Gaete Escanilla
(Lo Espejo, Chile, 1994). Poemas suyos aparecen en Maraña. Panorama de poesía
chilena joven (Alquimia, 2019). Editor en Jámpster libros, la revista
Tatami y Jámpster.cl. En 2016 obtuvo una mención honrosa en el Premio Roberto
Bolaño, categoría Poesía, y en 2019, en la categoría novela. Becario de la
Fundación Pablo Neruda (2018) y del Fondo del Libro y la Lectura (2020).
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