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Quién sabe se va a ti, por Abril Schmucler Iñiguez

 

Junto con sus pies, también arrastraba un palo. Dibujando una línea junto al camino que recorría dos o tres o cuatro noches atrás. Perdió la noción del tiempo muy pronto. La tierra, seca, se abría con facilidad en un surco tan largo como infinito. Todavía le quedaban unas horas para andar y todas sus horas se dirigían hacia el este. Un hombre que se encontró en la salida del último pueblo le había indicado que el este estaba Hacía allá. Todo derecho, le señaló con el brazo extendido y no lo bajó nunca. Tampoco respondió a su pregunta sobre la distancia que le faltaba recorrer. El hombre solo respondió, con el brazo inmóvil, apuntando hacia la dirección buscada, para el este, si usted busca el este, es todo derecho, señorita, lo demás pus ya es cosa de cada quien.  

No podía caminar lento, como hubiera preferido por el dolor que sus piernas sufrían al contacto mutuo. Apresuró su paso porque debía llegar a la misma hora que el sol. Allí se reconocerían, tal vez. Por lo menos ella no lo había olvidado, a pesar de haber vivido tantos días entre paredes, sin poder mirarlo ni sentirlo. Pero estaba segura de que el sol no había cambiado. En cambio, temía que el astro pudiera no reconocerla, aunque la hubiese visto todos los días de sus quince años, y es que su rostro había cambiado tanto que era fácil borrarla de la memoria. Además, en las madrugadas todavía está un poco oscuro, pensó, y el sol necesitaría de mucha luz para reconocer un rostro deformado.

Empujó hacia el centro de la tierra el palo que le servía de bastón. Hizo del surco una grieta más profunda. Un inmenso desfiladero. El surco terminaría a su llegada, en el este, donde la salida del sol pudiera dibujar de luz esa larga y honda huella hasta llegar al origen de su huida. Y mientras tanto ella se dejaría abrazar por el calor. No es que tuviera alguna esperanza, solo se había cansado de padecer y alguien, alguna vez, le había contado que el sol, en su salida, acaricia las penas y las suaviza tanto que se olvidan. 

Sus pies sintieron el frío de la media noche. La sensación no era nueva. Algo parecido había sentido en aquel piso de loseta en el que la habían hecho esperar durante algunas semanas. Esperar nada, esperar a que la libido de aquellos hombres se aburriera de su cuerpo. Esperar sintiendo en su rostro el frío del suelo y en su espalda el ardor del techo. Sus pies, entumecidos por la tierra, le recordaron esa loseta, y hundió con furia aquel bastón que no la sostenía, sino que la aferraba al suelo y entonces su esfuerzo era mayor a cada metro recorrido.

Alrededor no podía distinguir ninguna figura. Esa noche la luna no se había atrevido a dar la cara y las estrellas eran rostros que, desde su lejanía, rumiaban pusilánimes: No debería caminar por el desierto a estas horas; Si anda desnuda, más le vale atenerse a las consecuencias; Pobre niña, todos sabemos que desde hace tiempo el sol ya no siente pena por ningún animal, por más que se revuelque en todas las madrugadas que le queden por delante.

De haber escuchado a las estrellas, se hubiera rendido. Hubiera pensado que caminar al este para llegar al mismo tiempo que el sol naciente y dejarse acariciar por su calor, era una ridícula idea. Pero sus oídos sangraban, y ya no podía escuchar a nadie.

Junto con la arena, el viento se levantó en su contra. El palo se enterraba ahora en puntos distanciados uno del otro, y con esa estaca pudo jalar su cuerpo inerte.

Al horizonte, apareció el este. Lo pudo descubrir en aquella delgadísima línea azul-morada que se reveló, burlona, al fondo, a kilómetros de ella, kilómetros que se alargaron por culpa de la arena, el cansancio y el viento que insistía en regresarla hacia el oeste. No le importó. Nada detendría su escape y estaba segura de que todavía podría llegar al este en la madrugada; el único lugar en que la tierra no podía estar más cerca del sol. Así le habían dicho alguna vez, pero no recordó quién, ni en qué momento. Sospechó que había sido durante un sueño. Si hablas con la madrugada, si le muestras tus dolores, ella te consolará y te olvidarás de aquello que te ahuyentó.

Las estrellas no murmuraron otras cosas porque, aburridas, desaparecieron una a una.

Julia se detuvo. Exhausta. El paisaje negro tomó forma y el desierto se delató interminable hacia los cuatro puntos cardinales. Julia se miró en la mitad del mundo, lejos de todo, lejos del este. Dejó caer su palo y un halo de polvo se levantó con el golpe.

Sin importarle que la niña hubiese caminado tantas noches hacia su encuentro, sólo para obtener una caricia que alguna vez un poeta le había forzado a dar a los que, en su escape, la buscaban, la madrugada llegó antes de lo acostumbrado al este. Egoísta en su calor.

Julia se dejó caer junto al palo y triste miró el amanecer. Su cuerpo se hundió en la tierra. Los granos de arena, de tan secos, eran cristales que penetraron sus poros, deshaciéndolos en partes que tenían el mismo color del desierto. El sol no reparó en ella durante su paseo diario.

 


*Palimpsesto sacado del poema XLIII, del libro Trilce, de César Vallejo.

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