No sé ya cómo es mi rostro. Sé, en cambio, que una vez al año me sacan durante varios días del sitio donde me tienen guardado y la gente acude a este convento para llorar y besar mis pies. Intuyo que mi cara debe estar agrietada o despostillada, al igual que algunas partes de mi cuerpo. Lo creo porque hace años no percibo, por ejemplo, la parte superior de mi dedo índice.
Siento un terror perpetuo por esta
oscuridad a la que estoy condenado. Mi cuerpo, el cuerpo de un niño de tres
años, muestra signos de laceración. Pero sólo se trata de un simulacro, como la
sangre que corre de manera perenne por mi frente, mi nuca, el costado de mis
sienes y bajo mis párpados. Nunca he conocido el calor o el frío. Las monjas que
me cuidan dicen que soy capaz de conceder milagros, pero yo sólo siento un
abismo atravesándome.
A veces despierta en mí el anhelo
del habla. Escucho a la gente piadosa que viene a buscar consuelo, o las
hermanas que elevan sus alabanzas, y se aviva dentro de mí el deseo de
pronunciar un lenguaje igualmente conjetural y secreto. Pero no siempre fue
así. En otra época, mis ojos eran esmeraldas y conocí la luz del día, el cielo
estrellado, los colores verdes vivos de la naturaleza y ante mí se abrían paso
grandes murallas, columnas, altares, sagrarios. Mi madre y su manto me
protegían. Una vez, incluso, cuando me movieron de lugar, vi a un hombre
ascendiendo al cielo ataviado con una corona y a ese mismo hombre con los
brazos extendidos al fondo de un ambón. Supe, porque su cabeza mostraba heridas
idénticas a las que llevo ahora, que se trataba de mí en el futuro, pero lo
cierto es que siempre soy el mismo.
En una ocasión, cuando vivía con mi
madre en el convento de Nuestra Señora de la Merced y era cuidado no por
religiosas, sino por padres mercedarios, se celebraron las fiestas de San
Lorenzo Mártir. Aunque siempre he sido tímido, y no puedo acercarme a la gente,
aunque quisiera, me regocijaba desde el seno de mi madre escuchando los bailes
y los cantos. Ya entrada la noche, al finalizar las celebraciones, cuando el
templo cerró sus puertas y sobre el atrio pesaba el silencio, desde las sombras
apareció un hombre para tomar por suyos los objetos que decoraban el altar. Yo
lo miraba fijamente y cuando sus ojos se encontraron con los míos vi dos
serpientes enroscándose en sus pupilas. Entonces, me arrebató de los brazos de
mi madre y sentí una distancia infinita hacia el mundo. El miedo se apoderó de
mí y comencé a llorar. El ladrón me tapó la boca, me metió a un saco y se
perdió en la noche.
Yo no paraba de llorar, pero el
pueblo se encontraba sumergido en el sueño más profundo, era como si sólo mi
secuestrador escuchara el clamor y la angustia que profería mi alma. A medida
que aceleraba el paso el llanto lo enloquecía. Ya en medio del monte no pudo
soportarlo más, me sacó de la bolsa y con desesperación arrancó, con ayuda de
un cuchillo, mis ojos verdes. Así nació la noche en mí, la verdadera, la más
espesa y profunda de todas.
Fui hallado por un indio, quien tuvo
a bien traerme a este convento. Lo sé, porque a mi llegada las monjas
murmuraban ––al igual que lo hacen cuando se encuentran a escondidas en sus
habitaciones por las noches, para abrir sus corazones, las unas a las otras–
que el ladrón me había arrancado los ojos y que de las órbitas comenzó a brotar
sangre a manera de lágrimas, que ante ese acto divino mi verdugo enloqueció y
me abandonó en el llano. Pero estoy seguro que nada de eso pasó, que de la
dureza del yeso es imposible que corran lágrimas o sangre.
Me
limpiaron, reconstituyeron lo que de mí quedaba, pero al final decidieron
respetar el supuesto milagro de la encarnación humana. Por lo que mis cuencas
quedaron vacías para siempre. En cambio, me ataviaron con una larga cabellera,
pintaron heridas en mi frente, pusieron sobre mí una corona de espinas, una
cruz en la mano derecha, y un platón con otros ojos que no son los míos.
Sé que hay otros como yo en otra
parte, lo puedo sentir en el hueco del estómago. Su historia también es la
misma, converge en la multiplicidad del tiempo, se articula como un nudo
infinito sobre otros espacios, pero presiento que, al final, todos somos el
mismo.
Recuerdo, con suma claridad, que lo último que vi antes de ser desprovisto de lo tangible fue la luna llena, resplandeciente, y por eso estoy seguro ––ésta tal vez sea mi única certeza–– que la verdadera ceguera es blanca, brillante y abisal.
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ResponderBorrarEra un comentario incompleto. Es un cuento genial: felicidades, considero que a Paco le habría gustado también
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