A
solas, mirando esa monumental pieza de mierda, Pineda pensó que su desprecio
ante al arte contemporáneo estaba fundamentado, como si el destino hubiese
puesto en su camino una forma perfecta, lisa, destinada a ser despreciada de
manera inmediata y sin ningún tipo de arrepentimiento. Contemplaba un cuadro
angustiantemente blanco, o, mejor dicho, blanco hasta la desesperación, blanco
preciso, irrefutable, molesto, una pintura donde apenas podía distinguirse el
signo de igual pintado en blanco sobre un fondo todavía más blanco. Nada más.
Pineda miraba la pintura de pie, el brazo izquierdo doblado contra el pecho con
la mano descansando suavemente sobre el antebrazo derecho, cuya mano era
sostenida sobre la boca y la nariz, en un ademán que expresaba no sólo
desconcierto sino también preocupación; la mirada con las pupilas bien
dilatadas para permitir que la mayor cantidad de luz posible ingresase en los
ojos de tal forma que Pineda pudiese alcanzar a distinguir los más mínimos
detalles de esta desconcertante pintura, mientras la cabeza gira de izquierda a
derecha como negando la obra, como diciendo “no es posible que alguien quiera
tomarnos el pelo de esta forma”, como aceptando que se trata de la clase de
persona que ante el desconcierto elige berrear, que no puede mirar nada que le
incomode porque necesita que la pieza le transmita
algo, algún mensaje, una enseñanza profunda e irrefutable, algo que pueda ser
contado posteriormente, que revele siempre nuevos hallazgos en lecturas
futuras, algo, digámoslo de una vez, fundamental, fundamental, es cierto, pero
también sencillo, que no implique dificultad, que no parta de la confusión para
generar sus efectos, que no suponga el mínimo esfuerzo de comprensión. No como
esta pintura malhabida, con sus blancos tan profundos, tan ausentes de todo,
apenas inteligible, hecha sin la más mínima técnica en manejo de las formas y
el color, esta pintura tan simple y descarada, que lo ofuscaba, que lo
incomodaba, que lo hacía sentir como si no fuese lo suficientemente competente
para entender todo el arte que se estaba haciendo, un hombre fuera de su
tiempo, una persona ajena a la austera voluntad de los movimientos contemporáneos,
un lector incauto, nadie, un ignorante. Maldita pintura, malditos blancos tan
blancos, maldita confusión hecha luz, maldito artista que en una ocasión
despertó con ganas de joder a otros, con ganas de hacerlos sentir menos, con
ganas de subir al pedestal del profeta y desde ahí pregonar que ha traído hasta
nosotros una luz nunca antes revelada, una nueva forma de sensibilizarse ante
el arte y dejarse poseer por su efectos, prácticas desconocidas hasta entonces
por la gran mayoría de los navegantes del arte contemporáneo, pero que ahora,
gracias a la suprema inteligencia y asombrosa generosidad de nuestro artista
tomaban la forma más definitiva de todas: una pintura blanca, una pintura
basada no en el color sino en la ausencia del mismo, una pintura hecha para
generar debate, cuyas esquinas apenas eran distinguibles de la pared, también
blanca, de la que colgaba.
Visto
desde fuera, Pineda pensó que su postura ante la pintura rayaba en el ridículo.
Nadie más en esta galería se había detenido frente a esa pieza, todos pasaban
de largo y nadie invertiría más de un minuto en tratar de comprender lo que el
mediocre artista estaba tratando de hacerle a sus espectadores. Se vio a sí mismo
consumido por el absurdo, se vio a sí mismo como el único imbécil que había caído
en la trampa de mirar, con detenimiento y atención, un lienzo vacío.
Contaba
al menos con dos perfiles de Instagram donde daba registro de sus encuentros
con el arte, siempre conservaba los encuentros positivos, los de cajón, las
obras de Kahlo y Warhol, Botero, Remedios Varo, los indiscutibles, aquellos que
no le suponían ningún tipo de incomodidad. Pero en esta ocasión, no se sabe si
por molestia o por simple desconcierto, Orlando decidió tomar una fotografía de
la blanca pintura. Encuadró bien, pues práctica no le faltaba, subió la fotografía
y decidió acompañarla con un pequeño texto donde daba cuenta de su malestar: “No
entiendo en lo absoluto el arte moderno. #artgallery #painting
#artistsoninstagram #modernart #contemporaryart #modernpainting #oilpainting
#abstractart #artoftheday #instaart #instapainting”, confundiendo ambos, arte
moderno y arte contemporáneo, en una especie de arrebato psicológico que inundó
su sentido común llevándolo derecho al desliz y la proclividad que de vez en
cuando toma el control de nuestras redes sociales.
La
pintura recibió al menos ocho likes y un comentario, algo vago, donde un buen
amigo celebraba el comentario de Pineda, diciéndole que Nunca había estado
tan de acuerdo. Las galerías están llenas de pseudoartistas que se creen más
inteligentes y mejores que cualquiera. Deberías romperla. Por supuesto,
Pineda, siendo un tipo culto, no optó por romper la pintura, pero no titubeó ni
un instante para darle like al comentario de su compañero y retirarse de la
galería con la sensación de haber sido estafado.
Un
poco masoquista, sin duda, Pineda volvería la siguiente semana, para
encontrarse con una pintura más del mismo autor, pero en esta ocasión la pintura
era negra. También le tomó una foto, recibió 12 likes y un comentario
asegurando que la pintura era una belleza. Sintió rabia.
Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici
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