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Cuando decimos blanco no todos decimos lo mismo, por Luis Arce

A solas, mirando esa monumental pieza de mierda, Pineda pensó que su desprecio ante al arte contemporáneo estaba fundamentado, como si el destino hubiese puesto en su camino una forma perfecta, lisa, destinada a ser despreciada de manera inmediata y sin ningún tipo de arrepentimiento. Contemplaba un cuadro angustiantemente blanco, o, mejor dicho, blanco hasta la desesperación, blanco preciso, irrefutable, molesto, una pintura donde apenas podía distinguirse el signo de igual pintado en blanco sobre un fondo todavía más blanco. Nada más. Pineda miraba la pintura de pie, el brazo izquierdo doblado contra el pecho con la mano descansando suavemente sobre el antebrazo derecho, cuya mano era sostenida sobre la boca y la nariz, en un ademán que expresaba no sólo desconcierto sino también preocupación; la mirada con las pupilas bien dilatadas para permitir que la mayor cantidad de luz posible ingresase en los ojos de tal forma que Pineda pudiese alcanzar a distinguir los más mínimos detalles de esta desconcertante pintura, mientras la cabeza gira de izquierda a derecha como negando la obra, como diciendo “no es posible que alguien quiera tomarnos el pelo de esta forma”, como aceptando que se trata de la clase de persona que ante el desconcierto elige berrear, que no puede mirar nada que le incomode porque necesita que la pieza le transmita algo, algún mensaje, una enseñanza profunda e irrefutable, algo que pueda ser contado posteriormente, que revele siempre nuevos hallazgos en lecturas futuras, algo, digámoslo de una vez, fundamental, fundamental, es cierto, pero también sencillo, que no implique dificultad, que no parta de la confusión para generar sus efectos, que no suponga el mínimo esfuerzo de comprensión. No como esta pintura malhabida, con sus blancos tan profundos, tan ausentes de todo, apenas inteligible, hecha sin la más mínima técnica en manejo de las formas y el color, esta pintura tan simple y descarada, que lo ofuscaba, que lo incomodaba, que lo hacía sentir como si no fuese lo suficientemente competente para entender todo el arte que se estaba haciendo, un hombre fuera de su tiempo, una persona ajena a la austera voluntad de los movimientos contemporáneos, un lector incauto, nadie, un ignorante. Maldita pintura, malditos blancos tan blancos, maldita confusión hecha luz, maldito artista que en una ocasión despertó con ganas de joder a otros, con ganas de hacerlos sentir menos, con ganas de subir al pedestal del profeta y desde ahí pregonar que ha traído hasta nosotros una luz nunca antes revelada, una nueva forma de sensibilizarse ante el arte y dejarse poseer por su efectos, prácticas desconocidas hasta entonces por la gran mayoría de los navegantes del arte contemporáneo, pero que ahora, gracias a la suprema inteligencia y asombrosa generosidad de nuestro artista tomaban la forma más definitiva de todas: una pintura blanca, una pintura basada no en el color sino en la ausencia del mismo, una pintura hecha para generar debate, cuyas esquinas apenas eran distinguibles de la pared, también blanca, de la que colgaba.
 
Visto desde fuera, Pineda pensó que su postura ante la pintura rayaba en el ridículo. Nadie más en esta galería se había detenido frente a esa pieza, todos pasaban de largo y nadie invertiría más de un minuto en tratar de comprender lo que el mediocre artista estaba tratando de hacerle a sus espectadores. Se vio a sí mismo consumido por el absurdo, se vio a sí mismo como el único imbécil que había caído en la trampa de mirar, con detenimiento y atención, un lienzo vacío.
 
Contaba al menos con dos perfiles de Instagram donde daba registro de sus encuentros con el arte, siempre conservaba los encuentros positivos, los de cajón, las obras de Kahlo y Warhol, Botero, Remedios Varo, los indiscutibles, aquellos que no le suponían ningún tipo de incomodidad. Pero en esta ocasión, no se sabe si por molestia o por simple desconcierto, Orlando decidió tomar una fotografía de la blanca pintura. Encuadró bien, pues práctica no le faltaba, subió la fotografía y decidió acompañarla con un pequeño texto donde daba cuenta de su malestar: “No entiendo en lo absoluto el arte moderno. #artgallery #painting #artistsoninstagram #modernart #contemporaryart #modernpainting #oilpainting #abstractart #artoftheday #instaart #instapainting”, confundiendo ambos, arte moderno y arte contemporáneo, en una especie de arrebato psicológico que inundó su sentido común llevándolo derecho al desliz y la proclividad que de vez en cuando toma el control de nuestras redes sociales.
 
La pintura recibió al menos ocho likes y un comentario, algo vago, donde un buen amigo celebraba el comentario de Pineda, diciéndole que Nunca había estado tan de acuerdo. Las galerías están llenas de pseudoartistas que se creen más inteligentes y mejores que cualquiera. Deberías romperla. Por supuesto, Pineda, siendo un tipo culto, no optó por romper la pintura, pero no titubeó ni un instante para darle like al comentario de su compañero y retirarse de la galería con la sensación de haber sido estafado.
 
Un poco masoquista, sin duda, Pineda volvería la siguiente semana, para encontrarse con una pintura más del mismo autor, pero en esta ocasión la pintura era negra. También le tomó una foto, recibió 12 likes y un comentario asegurando que la pintura era una belleza. Sintió rabia
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