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El profeta, por Rox Urbiola

No hay apenas distancia entre mi dedo pulgar y el índice y, sin embargo, cabría entre ellos toda la esencia misma de la existencia. Así de vacua y pequeña es. En otro tiempo, creía que la exploración del sentido de la vida solamente acrecentaría mi asombro y reverencia por la gloria de Dios, pero a la sazón, lo he conocido y mi fe se encuentra considerablemente minada.   
    Estoy sentado a oscuras, como siempre. El sillón de piel y el escritorio, ambos herencia de mi abuelo, siguen siendo inequívocamente los mismos, pero todo me resulta extraño y ajeno. Busco con desesperación en su familiaridad algo que me devuelva alguna certeza. Reposo las manos enfrente de mí, abro y cierro los dedos sobre la madera pulida por el paso de los años, corroboro su suave textura, la tibieza del roble centenario. Como un velo, un girón de angustia se interpone entre el tacto y la realidad. Comienzo a tamborilear los dedos, escuchando el sonido hueco de la madera, igual que un náufrago desespera por el sordo llamado del navío que se aleja. Deslizo las manos hasta el borde del mueble, y busco en su peso el eco de mi propia corporeidad, pero todo se ha diluido irremediablemente. Ya ni siquiera puedo creer en mi propia existencia.
    No he hablado con nadie, pero no puedo ocultarme por mucho más tiempo, todos esperan mis palabras. Puedo sentir su agitación y escuchar sus voces, cuchicheando detrás de la puerta, cada vez más ansiosos. Yo no puedo engañarles y manipular la verdad de lo que he visto, yo no puedo inventar un génesis nuevo para regresarles el sentido a los hombres. Me pregunto cómo se tomarán esta última ironía.
    Han cifrado sus esperanzas en mí, en mis extrañas capacidades. Mis padres dicen que nací con los ojos abiertos. Que mientras otros lactantes buscan ciegos el seno y chillan, yo miraba a un lugar ignoto y sonreía, y el pecho de mi madre comenzaba a desbordarse al ritmo justo de mi hambre. Desde niño, los adultos escuchaban con asombro los precisos vaticinios que salían de mis labios y me llamaron profeta. Yo prefiero considerarme el primer astrofísico del verdadero infinito.
    Desde muy pequeño comencé a buscar la soledad y el silencio, y mientras afuera el sol brillaba con gloria inalterada, como un inmenso reflector sobre el decorado, yo me escondía largas horas bajo este mismo escritorio, en la oficina de mi abuelo. Emergía de allí con profusos detalles de lugares desconocidos, revelaba conversaciones, aún no sostenidas con personas todavía ignotas, y daba exactas descripciones de sucesos venideros, a veces afortunados, muchas veces funestos.
    Nunca, en mis veintitrés años de vida, me he equivocado, y sin embargo, en todos estos años, tampoco he encontrado a nadie que acepte mansamente su destino. Irremediablemente, mi interlocutor me ha mirado con incredulidad, luego con furia, y después se ha lanzado a luchar a brazo partido para cambiar lo escrito en el libro de su vida. Siempre me ha conmovido presenciar las batallas perdidas de los hombres. Su valentía ante lo inexorable, hizo nacer en mí el deseo de entender el sentido de tantos afanes, llegar a la fuente misma que nos da sentido.
    Durante un tiempo busqué respuestas en el Exercitia spiritualia de Loyola, pero no encontré nada que pudiese ayudarme. Comencé a frecuentar grupos de metafísicos, iluminados y milagrosos, muchos de ellos ateos. Me enzarzaba en álgidas discusiones, pero aún ante los embates de sus furiosos argumentos, mi fe permanecía intocada. Entre tantas voces rabiosas y ojos desorbitados, destacaba un pequeño grupo de personas que permanecían serenos y me observaban atentamente. Los dirigía un hombre alto, de modales justos y facciones angulosas. Un día, me llamó con voz suave:
    —Profeta, eres un hombre de fe —su mirada parecía hecha de un destello único—. Tú podrías adentrarte al corazón mismo de la realidad, al lugar del cual emana la propia vida.
    —Si conocieras alguna forma de llegar, no estarías aquí, discutiendo con estos locos. ­— reviré, mientras meneaba la cabeza.
    —Yo no vine a debatir, yo vine a buscar — por un momento, pareció que el mundo entero hizo una pausa, para escucharlo—. He estado frente a esa puerta y he llamado, pero nunca me ha sido abierta. Si es que existe un supremo hacedor, se necesita fe para comparecer ante él.
    No existía defensa ante su franqueza. Como un Moisés moderno, nos adentró a unos extraños ejercicios espirituales, que se parecían más a un desierto de interminables y enigmáticas pruebas. Uno a uno, los integrantes del grupo desfallecían y fracasaban, mientras que, dentro de mí, se abría un espacio plagado de estrellas y nebulosas que giraban en silenciosos y elegantes arcos. Al final, quedé navegando solo en el infinito. Para asegurar mi total concentración, decidí encerrarme en la oficina que perteneció a mi abuelo, a oscuras, sin agua, ni alimento alguno, mientras los demás esperaban expectantes las noticias que traería a mi regreso. Calculo que llevo, con el día de hoy, seis días así.
    El tercer día, flotaba en el espacio impreciso del universo, sin rumbo ni dirección, cuando me topé con capas concéntricas de gas y una feroz luz violeta. Una masa brillante, blanca y densa, reinaba entre el caos de fragmentos suspendidos y torturadas espirales de gas. La sensación de estallido dominaba todo. Pese a que no había ningún movimiento perceptible, el conjunto parecía una colosal expansión suspendida. Continué navegando, alejándome de la estela del estallido, hasta un planeta diminuto, a una distancia inmensa. Sobre su superficie, se erguía una señal monolítica, una enorme masa derretida por el terrible calor emanado miles de años atrás. Descollaba en esa soledad abrasada, como un faro, señalando una bóveda.
    Ojalá esa puerta nunca se hubiera abierto ante mí. ¿Cómo seguir creyendo en Dios, después de lo que he encontrado?
    Sin dificultad alguna, entré por la escotilla superior. Adentro, había un vasto salón, lleno de signos y luces brillantísimas. En el centro, un asiento aguardaba desde tiempos inmemoriales. Apenas tomar lugar, a mi alrededor comenzaron a reproducirse imágenes de la civilización primigenia, hoy extinta. Con primor, su memoria mostraba seres desconcertadoramente humanos, y soberbiamente hermosos. Hileras de árboles, reposadas olas y niños jugando inocentes y risueños en las playas. Hundiéndose en el horizonte, todavía cálido, amable y vitalizador, se encontraba el sol que pronto habría de traicionarles y arrasar con su felicidad. Poco a poco, su musical lenguaje comenzó a volverse familiar, y pronto comprendí toda su historia.
    Sabedores de la desgracia de proporciones atómicas que les aguardaba y que arrasaría con todo cuanto habían significado y amado, crearon una representación holográfica de aquello que habían sido, pero indistinguible al ojo no avezado, de la vida misma. El tiempo apremiaba, y antes de que la suprema explosión devastara todo, lanzaron al universo su representación, para que se alejara flotando, reproduciendo una y otra vez el remedo de su vida, cada vez más imperfecta, tosca y difuminada. Todos sus instantes, todas las vidas que vivieron, rebotando en los confines del infinito, como un homenaje a su existencia. La grabación y las voces continuaron, y súbitamente, comprendí todo.
    Hoy mi fe se encuentra totalmente resquebrajada. Dios no tiene ningún propósito, ni plan para nosotros, porque simplemente sus manos amorosas que nos forjaron, ya no existen. Nosotros ya no somos: fuimos. Seguiremos rebotando por el universo, una y otra vez, hasta que, diluidos en la eternidad, se apague la última reverberación de nuestra memoria.

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