A la memoria de Manuel
Hernández, psicoanalísta
Algo
me hizo tocar el timbre del 906 de la calle Josefina a las 6:30 de la tarde. Quien
solía abrir desde el interruptor lo hacía desde la primera reja de la entrada.
Sostenía a dos perros: una pachoncita tremendamente gorda de nombre “Nathassa”
y otro de gran tamaño al que le decían “Borolas”. A la primera la reconocí al
instante, una lowchen gris regalo de Frida para M. Hernández, y el otro era un
tierno labrador blanco. Me pidió que le ayudara a cuidarlos mientras me pasaba
al interior. En el fondo de la salita vi a Paty Reyes, instalada en el gran
sofá color verde, con sus gafas y sus rizos oscuros, y sonriendo, tal vez de
gusto, como el que yo sentía y que también me daba nervios.
Tenía a los dos perros conmigo y, a
pesar de su jugueteo, me preguntaba qué era lo que estaba sucediendo en este
lugar. Todo lo anterior, ¿qué era? Lo primero que pensé fue que entonces había
sido una farsa, un lapso suspendido en el tiempo. Hacía año y medio de lo
sucedido.
La calle Josefina comenzó a llenarse
de carros. Así sucedía cuando querían ver a M. Hernández. Tal vez se corrió la
voz o a lo mejor no había sucedido nada y las personas habituales seguían
viniendo así, tan de costumbre.
Era el mismo mobiliario de otras
ocasiones, aunque a veces estaba vacío. Su esposa me encontró ahí y me preguntó
si había ido por mis cosas, las que un día le había entregado a M. Hernández. Titubeé,
dije que no, pensé en mi foto: la de papá y mamá, pero sabía que no la iba a
recuperar porque había sido parte de la sesión.
De pronto me encontré con los perros en otra sala más grande, con abundantes cosas, similar a un museo. Salió un joven del que no recuerdo su nombre y pidió llevarse un anuncio, de los que ponen cuando alguien desaparece, lo quería para avisar a los demás de “la llegada”. Le dije: “tómale foto, me la mandas y yo la reenvío”. Así lo hizo y salió.
De pronto me encontré con los perros en otra sala más grande, con abundantes cosas, similar a un museo. Salió un joven del que no recuerdo su nombre y pidió llevarse un anuncio, de los que ponen cuando alguien desaparece, lo quería para avisar a los demás de “la llegada”. Le dije: “tómale foto, me la mandas y yo la reenvío”. Así lo hizo y salió.
Oscurecía y de pronto vi a un par de
personas queridas, las que frecuentemente concurrían a la salita. Ellos habían
visto mi foto: la del Messenger. Lo recuerdo bien.
Todos queríamos que más gente se
enterara, también nos preguntábamos por qué había sucedido lo de las cenizas y
todo eso. Al mismo tiempo no nos importaba, sólo sentíamos la inmensa necesidad
de vaciar nuestras cosas en él. Lo demás, él tendría que pagarlo de alguna
forma. Al menos explicarnos.
¿Qué relación había entre la foto del
Messenger y encontrarme en ese lugar desolado, vacío, oscuro? “Ya nadie viene”,
pensé cuando vi que las lámparas, tanto de adentro como de afuera, estaban
apagadas. Sólo entraban pequeños rayos de luz a través de las persianas color
guindo, las que un día me pidió enderezar, las que aún siguen instaladas en las
ventanas. Yo veía desde adentro hacia afuera, jamás al contrario. Había luz y sombra.
No me daba miedo, lo que sentía era confusión.
Llegó mi turno, la puerta corrediza hizo
su peculiar sonido. No lo vi, sólo se abrió la puerta. Toda
la luz estaba adentro, enceguecía. “¿Cómo
le voy a pagar ahora?”, me dije,
y sentí nervios. Entonces caí en la cuenta de que era un sueño. Quizá fue la
manera en cómo quedamos él y yo, o el fuerte apego entre todos nosotros y él, o
los embrollos que no me dejan tranquila en ningún momento y que deseo
solucionar con él. Algo de eso fue lo que me hizo llevarlo a lo más profundo de
mi mente y verlo.
¿Qué me quiso decir él en esta forma?
Sus cenizas fueron reales, no fueron una farsa. La oscuridad en la sala fue
real. También a aparición de su esposa y el deseo de recuperar mi foto.
Y sabía que ella no me la entregaría, porque sólo él conocía el lugar de la
foto. En mi mente era real y todo lo demás estaba ahí: en mi tiempo, en mi
espacio, en mi inconsciente.
La noche anterior coloqué la foto de
M. Hernández en “Mi historia”. Vi corazones de aquellos a los que solía encontrarme en la
salita, del hombre al que deseaba decirle “que los
demás sepan que ya está aquí”, de la chica de los rizos. En la noche, como tantas veces, ella me
encontraba al salir de ahí.
El deseo de hablarle me hizo
compartir mi foto, su foto. Así conseguí un contacto con él, real o ficticio. Lo vi y, entre todas estas
dimensiones, tal vez él también me vio. Desde ese umbral hizo contacto conmigo y
sólo dijo: “Ayúdeme”. Palabra rara,
inusual en él, pero M. Hernández quería que yo conviviera con sus adoradas
mascotas mientras llegaba mi turno.
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